Vestida con un pantalón blanco y una blusa amarilla entallados, con huaraches de tacón y el cabello suelto, aparece María Luisa Villanueva Márquez en la entrada del comedor del Centro de Reinserción Social Femenil de Atlacholoaya, en el municipio morelense de Xochitepec.
Su sonrisa nerviosa, enmarcada en un labial rojo, hace que resalte entre el resto de las internas. Es domingo, día de visita.
Saluda efusiva y cálida, su actitud positiva no encaja con la de una persona que lleva 21 años encarcelada por un delito del que asegura ser inocente, casi tres años en el Centro Estatal de Readaptación Social en Cuernavaca, y desde el 2001 en Atlacholoaya.
María Luisa, originaria de la comunidad El Ocotillo, situada en el municipio de Coyuca de Benítez, en la sierra de Guerrero, fue condenada a 30 años de prisión acusada de formar parte de la banda que secuestró a la menor Sara Saskia Seligman el 22 de junio de 1997, según la causa penal 06/1998.
“Todo mi proceso, desde la detención hasta la sentencia, se dio plagado de irregularidades, omisiones y sin perspectiva de género”, denuncia la mujer de 43 años, sentada en una de las pocas mesas ocupadas del comedor.
Por ser mujer
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En esa época, los secuestros en Morelos mantenían sometida a la población local y extranjera. Según la Procuraduría General de Justicia del Estado (PGJE), en 1995 y 1996 se registraron 350 plagios. En 1997, el tercer año de la administración del gobernador Jorge Carrillo Olea, la Procuraduría General de la República obtuvo información de que en la PGJE, el grupo antisecuestros que comandaba Armando Martínez Salgado en la Policía Judicial, dirigida por Jesús Miyazawa Álvarez, coordinaba secuestros y torturaba a detenidos para obligarlos a declararse culpables de este delito.
“Se chingan los dos”
El 6 de enero de 1998, María Luisa regresó a Morelos, donde había vivido tres años antes, para buscar al padre del menor de sus dos hijos, al que no veía desde hacía nueve meses, cuando tras una pelea la dejó en la casa de sus padres en El Ocotillo.
Quedó en encontrarse a las ocho de la noche con su pareja, Catalino Martínez Jiménez, en el restaurante Los Porkys, localizado en la colonia Galeana en Zacatepec.
Apenas habían ordenado la cena cuando irrumpió un grupo de agentes de la unidad antisecuestros —entre los que se encontraban, según el expediente del caso, José Guadalupe Reyes, Fernando Paredes Meza y Édgar Chávez Rodríguez— con el rostro cubierto por pasamontañas.
Dirigiéndose a Catalino, uno gritó: “¡Hasta aquí llegaste, Oaxaco!”. Le cubrieron el rostro con una capucha y lo esposaron. Procedieron igual con María Luisa después de que el mismo agente ordenó: “También a la vieja nos la llevamos”.
Frente a los comensales, ambos fueron sacados a golpes y empujones del restaurante y subidos a un auto. Durante el trayecto, todo era confusión; Catalino, a quien se dirigían como el Oaxaco, solo atinaba a decir: “Ella no tiene nada que ver, dile al jefe que me dé chance y la deje ir”.
El vehículo se detuvo tras un largo rato de camino. “Nos bajaron en el acotamiento y, mientras uno de ellos hacía una llamada, el otro hablaba con Catalino”, cuenta María Luisa.
Aún recuerda cada una de las palabras, como si volviera a vivir aquel momento. “El jefe te quiere a ti. ¿Cuánto tienes para dejar ir a la vieja?”. A lo que Catalino contestó: “Ahorita traigo cien mil pesos”. “Ponle el doble, cabrón”, propuso el agente. “No los tengo”, respondió. “Entonces se chingan los dos”.
La detención
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Fueron trasladados a otro auto y, en el camino, comenzaron a agredir a María Luisa. “Dos de los judiciales manosearon mis partes íntimas. Al principio yo cerré las piernas con todas mis fuerzas, pero me golpearon y si gritaba o Catalino decía algo nos pegaban”.
Finalmente, llegaron a una casa donde María Luisa fue víctima de tortura y de abusos sexuales. Estuvo en una habitación, sobre el piso y con las manos atadas, en la que escuchaba gritos de personas que eran golpeadas. También a ella la amenazaron de muerte: “Te llegó la hora, hija de tu puta madre”.
Más tarde, un hombre la golpeó y le jaló el cabello hasta que se puso de pie, la obligó a bajar las escaleras y, mientras avanzaba, sin poder ver, sentía que el agua la cubría, hasta que perdió el conocimiento. Siguieron nuevos episodios de abuso sexual, golpes y humillaciones, como dejarla desnuda por horas sin importar que estuviera menstruando, y la amenaza de matar a sus hijos.
Así transcurrieron cuatro días, del 7 al 10 de enero. Esa mañana, un grupo de hombres subió a María Luisa y a Catalino esposados y cubiertos con capucha a una camioneta, ya arriba les descubrieron el rostro. En ese momento, María Luisa se dio cuenta de que había más personas además de su pareja, y que ella era la única mujer.
Por la noche los trasladaron a la entonces PGJE, en cuyos separos nuevamente fueron golpeados y amenazados para que aceptaran todo lo que se les preguntara.
“Fui sometida a un interrogatorio de más de una hora y ahí me enteré de que era una secuestradora. Después me pasaron a una habitación con un cristal y con un foco que me daba en la cara; yo era la única mujer y había tres hombres más”, afirma María Luisa con amargura.
Identificación inducida
Con 21 años y dos hijos —de 11 meses y 9 años—, afrontó sola el juicio. Su familia no pudo acompañarla por su condición de pobreza, y le fue asignado un defensor de oficio que, asegura, no hizo nada por ella.
En las audiencias, María Luisa supo que aquel 10 de enero, cuando en la PGJE la introdujeron en una “habitación con un cristal”, Sara la reconoció como la mujer que se encargaba de alimentarla durante los días de cautiverio.
“De entrada, indujeron la diligencia de confrontación, ya que la ley ordena que sean tres personas con características similares y María Luisa era la única mujer. Además, simularon haber realizado correctamente la diligencia porque en el expediente aparecen los nombres de dos mujeres más. Una, Martha Alquisira, declaró a la procuraduría que nunca estuvo en ninguna diligencia, y la otra nunca fue encontrada”, explica Eutiquio Damián Santiago, abogado de María Luisa desde junio de 2014, cuando se hizo cargo del caso para demostrar su inocencia.
Según los agentes del Ministerio Público que realizaron la detención, María Luisa tenía en su poder unas joyas que la familia de Sara había entregado, junto con 160,000 pesos, como pago del rescate.
Sin embargo, de acuerdo con la PGJE y notas periodísticas, ese lote de joyas se recuperó en septiembre de 1997 tras la detención de la banda de secuestradores que plagió al niño Rigoberto Bucio Cruz, cuyos integrantes confesaron haber secuestrado también a Sara.
Proceso manipulado
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Otro elemento importante es que el padre de Sara, Thomas Henry Seligman, el 6 de julio de 1998 identificó ante el Ministerio Público, en una fotografía de los detenidos por el caso de Rigoberto, al hombre que le arrebató a su hija el día del secuestro, señala el abogado.
Durante el desahogo de pruebas, la PGJE presentó el testimonio de Ferrucio Asta Rodríguez, de origen colombiano y amigo de la familia de Sara, como una pieza clave del caso. En su declaración afirmó que, cuando fue a Taxco a dejar un celular a la madre de Sara para que pudiera concretar el pago del rescate, en la noche logró ver a María Luisa, a varios metros de distancia, en el interior del coche de los secuestradores.
Catalino, quien tenía una orden de aprehensión por otro delito, fue obligado a confesar su participación en el secuestro.
Revictimizada
Para su defensor, María Luisa fue juzgada y sentenciada sin que se aplicara la perspectiva de género, e incumpliendo su derecho a no ser torturada, a que no se le fabricaran pruebas, a contar con una defensa adecuada y a la justicia. Fue revictimizada porque el juez avaló la arbitrariedad con la que fue detenida y las pruebas presentadas de forma ilegal. “Lamentablemente, en ese tiempo la perspectiva de género no estaba en el radar de ningún juez, y lo peor es que ni siquiera se apegaron a derecho y a lo que marca la ley. Se cometieron varias omisiones e irregularidades en el proceso y se violentaron sus derechos y garantías”.
Prisciliano Sebastián Sedano Quintanilla, juez mixto de Primera Instancia del Tercer Distrito Judicial con residencia en Puente de Ixtla, emitió el 24 de septiembre de 1999 la sentencia que condenó a María Luisa a 30 años de prisión por el delito de secuestro “sin verificar cada una de las pruebas que aportaron las investigaciones de la PGJE y la defensa de la familia de la niña secuestrada”, afirma Damián Santiago. “Las pruebas clave fueron sembradas o inducidas”.
Prisciliano Sebastián Sedano Quintanilla, juez mixto de Primera Instancia del Tercer Distrito Judicial con residencia en Puente de Ixtla, emitió el 24 de septiembre de 1999 la sentencia que condenó a María Luisa a 30 años de prisión por el delito de secuestro “sin verificar cada una de las pruebas que aportaron las investigaciones de la PGJE y la defensa de la familia de la niña secuestrada”, afirma Damián Santiago. “Las pruebas clave fueron sembradas o inducidas”.
El 15 de enero de 2001, los magistrados Raymundo Arcíbar Lazo, presidente, y Leticia Robles Santoyo y Ladislao Gutiérrez Rendón, de la Tercera Sala del Tribunal Superior de Justicia del Estado, ratificaron la sentencia sin revisar exhaustivamente la carpeta, asegura el abogado. “Ninguno de los juzgadores tuvo la más mínima sensibilidad con María Luisa”.
De acuerdo con el “Protocolo para juzgar con perspectiva de género” de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en el proceso de María Luisa no se consideró su condición de “pagadora” —término con el que se define a las mujeres cuyos hijos o parejas son delincuentes, y ellas los protegen o ayudan—, debido a que en su caso fue detenida por estar con su pareja, de la que ignoraba a qué se dedicaba.
Mireya, una amiga de María Luisa, contrató al abogado Leobardo Gutiérrez Rojas para que la defendiera, quien no mencionó que se encontraba en una situación de pobreza y que era madre de dos menores que dependían de ella. A María Luisa no se le informó que podía tener a su lado a su hijo pequeño, si así lo decidía, hasta que cumpliera 6 años. María Luisa fue revictimizada también porque, a pesar de que durante su detención sufrió abusos sexuales, el juez no implementó medidas legales contra sus agresores ni le prescribió un tratamiento psicológico.
Además, fue aislada de su entorno familiar, al sentenciarla a cumplir su condena en un penal de Cuernavaca, y más tarde en Xochitepec, ambos en Morelos, situados a más de ocho horas de su lugar de origen en Guerrero. El penal de Acapulco habría sido una mejor opción por su cercanía al pueblo de El Ocotillo.
Ninguno de los magistrados que juzgaron su caso hizo que le dispensaran la atención médica que requería por una lesión en el tobillo derecho causada por la tortura que sufrió, así como una serie de padecimientos gástricos.
María Luisa nunca fue escuchada tras su detención ni durante el juicio, sin que se le ofreciera la oportunidad de demostrar su inocencia.
Investigación pendiente
La pobreza en la que viven en Coyuca de Benítez dificultó a la familia de María Luisa visitarla. En sus primeros 20 años en prisión, solo fue a verla su madre y, en algunas ocasiones, una amiga que conoció cuando vivió en Morelos.
“Solo he visto en cuatro ocasiones a mi mamá, y a mis hijos los tuve que encargar con mi amiga Meche y su esposo, que viven en Cuautla; eso ha sido lo más doloroso”, afirma con la voz quebrada.
A sus hijos los podía ver un poco más seguido porque su amiga los llevaba a visitarla. Al más pequeño le decían que su mamá trabajaba en el penal, pero con el paso del tiempo comprendió que en realidad purgaba una condena por secuestro.
La pena de no verlos crecer no se compara con nada, dice. Es para ella aún peor que la tortura que sufrió. De pronto, endereza la postura y levanta la cara: “Por ellos es que ahora lucho para demostrar mi inocencia; hemos iniciado un nuevo camino jurídico y no voy a parar hasta conseguirlo”.
El 9 de junio de 2014, su abogado presentó una denuncia de hechos ante la PGJE —actual Fiscalía General del Estado (FGE)— para que investigara las condiciones de su detención, ya que a la tortura que padeció se sumó la fabricación de pruebas, como la afirmación de los agentes de que los atacó con un arma blanca tipo bóxer. Los policías también aseguraron que fue detenida en un lugar distinto al restaurante y junto con otras tres personas, cuando solo estaba con Catalino.
Han pasado cinco años y la FGE se ha negado a investigar con el argumento de que su reclamo había prescrito, sin considerar que el delito de tortura no se extingue con el tiempo, según la Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes.
La defensa de María Luisa ha interpuesto dos demandas de amparo: la primera en 2015, ante el Juzgado Sexto de Distrito, con el número 1851/2015, para que la PGJE reabriera la investigación a fin de demostrar que la detención fue arbitraria y María Luisa fue torturada. La respuesta de la autoridad fue que prescribió el delito.
El segundo amparo, en el que se pide revertir el fallo de la prescripción del delito, fue interpuesto el pasado 8 de enero ante el mismo juzgado, con el número 33/2019. El 27 de agosto, la jueza Sexta de Distrito Iliana Fabricia Contreras Perales sentenció que el delito de tortura no había prescrito y ordenó a la FGE que reiniciara una investigación.
El hermano de María Luisa, Santiago, de 19 años —hace apenas 10 meses que se conocieron en persona—, es quien la acompaña en el proceso y la visita con mayor frecuencia.
“Es muy frustrante saber que mi hermana está pagando por un delito que no cometió; nos mete en un estado de impotencia no poder hacer mucho para ayudarla, por eso le queremos pedir a las autoridades que le hagan justicia”, señala.
Poco antes de despedirnos, María Luisa me entrega una carta —cinco hojas de un cuaderno a rayas, escritas con tinta azul por los dos lados— y me pide que la lea detenidamente. Ahí narra muchos detalles de su detención, de los días que pasó en cautiverio y de los primeros momentos que vivió al llegar a la PGJE.
En la última parte afirma: “La fiscalía hoy se niega a investigar y dice que no quiere violentar los derechos de los agentes que denuncié, de los policías que me torturaron durante cuatro días… pero sí violaron todos mis derechos por 21 años pagando un delito que no cometí”.