Cine/Aún

“El Eco”

En "El Eco", Tatiana Huezo sostiene la trama, de principio a fin, desde el punto de vista de los niños, mirada nunca consciente de sí misma, siempre abierta y dispuesta a sorprenderse; hay que aprender a cuidar a los animales, a veces hay que sacrificarlos.
sábado, 7 de septiembre de 2024 · 09:53

Los colaboradores de la sección cultural de Proceso, cuya edición se volvió mensual, publican en estas páginas, semana a semana, sus columnas de crítica (Arte, Música, Teatro, Cine, Libros).

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Al estado de Puebla, municipio de Chignahuapan, El Eco, un pueblo de pastores a casi tres mil metros de altitud, Tatiana Huezo llegó con su equipo para realizar un documental, un año de convivencia con la comunidad, que no podía llamarse más que El Eco (México/Alemania, 2023).

Y ahí donde el poema pastoral que sugiere la pureza de vida de esos niños y niñas que aprenden a vivir al ritmo de las estaciones, a cuidar de los animales y de la siembra, resuenan ecos culturales graves como la cultura del machismo, el heroísmo de generaciones de mujeres y, por encima de todo, la mirada infantil frente al rigor de los ciclos de vida y muerte.

A estas alturas de su carrera, resulta ocioso definir a Tatiana Huezo como documentalista. Sus documentales, Tempestad (2016), historia de injusticia y esclavitud, por ejemplo, funcionan como ficciones con personajes complejísimos, con narraciones que involucran diferentes niveles de realidad y peripecias sorprendentes.

Por otro lado, su película de ficción, Noche de fuego (2021), resulta un documento desgarrador, imprescindible para comprender la manera en que mujeres, hijas y madres padecen, sistemáticamente, violaciones y secuestros por parte del narco.

En el cine de Tatiana Huezo, documental o ficción son meros registros formales de los que se vale para exponer el drama de la vida, principalmente a través de figuras femeninas, la fragilidad de su existencia en contexto sociales y naturales aterradores, a la vez que su fortaleza para no perder la dignidad como ser humano.

En El Eco la realizadora sostiene la trama, de principio a fin, desde el punto de vista de los niños, mirada nunca consciente de sí misma, siempre abierta y dispuesta a sorprenderse; hay que aprender a cuidar a los animales, a veces hay que sacrificarlos: Luz Ma acude con su madre y su hermano más pequeño a rescatar a una oveja atrapada en el fango; si la cámara  de Ernesto Pardo invita a participar con los niños en el entorno natural,  también sabe situarlos en espacios interiores donde reciben el impacto cultural, como la orden del padre que establece que los varones no deben recoger los platos, pues aquello es obligación de las mujeres, o ese mensaje de que todo es trabajo y trabajo.

Tatiana Huezo accede a la complejidad de la novela en sus personajes cuando capta su mundo interior a partir de gestos concretos; una niña prepara su clase sobre la extinción de los mamuts frente a una muñeca, o la relación de Montse con el caballo, o Saraí frente a un grupo de niños de su escuela explicando las ondas sonoras. Escenas todas éstas donde resuena el entorno cultural, educación y tradiciones, en la psique de estos chicos, y revelan su psicología; ecos del entorno sobre ellos, y ecos ellos mismos de esa tierra.

De manera espontánea, una chica le pregunta a la madre porqué se habría casado a los catorce años, o Montse, testigo del linaje femenino que va desde la abuela, personaje del linaje matriarcal, a la vez ancestro mítico del pueblo, defiende sus propios planes a futuro, planes nada ortodoxos de acuerdo al rol esperado de la mujer.

En El Eco, Tatiana Huezo observa el entramado de la vida con una visión sutilmente antropológica donde naturaleza y cultura, interdependientes, son siempre un proyecto abierto sostenido por un arduo trabajo. Y ahí donde comúnmente un cineasta no puede evitar un cierto chantaje sentimental con la presencia de niños, El Eco va más allá y confirma la postura de Hanna Arendt en su ensayo sobre la condición humana, en el cual menciona a la natalidad, a los niños como el horizonte que garantiza la renovación permanente, y a la vez inédita, de lo humano.

 

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