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“La cocina”: la inmigración en busca del sueño americano
En esta película, Ruizpalacios (Güeros, Museo) construye un microcosmos, especie de marmita donde se cuecen la ansiedad de los migrantes -no sólo mexicanos-, las pasiones entre ellos, la rivalidad entre mexicanos y gringos, el sueño de una mejor vida.CIUDAD DE MÉXICO (apro).- En Times Square, centro turístico de Nueva York, se halla el restaurante The Grill, hacia allá se dirigen los pasos de Estela (Ana Díaz), una migrante mexicana que llega a pedir trabajo porque conoce a un familiar de Pedro (Raúl Briones), uno de los cocineros del negocio. Con la llegada de la chica mexicana, Alonso Ruizpalacios introduce, a manera de mapa, el tema de la inmigración en busca del sueño americano.
Posteriormente Estela se diluye entre la bola de inmigrantes ilegales que forman el personal del restaurante, seducidos por la promesa del dueño -que nunca se cumple- de legalizar sus papeles.
En La cocina (The Kitchen; México/Estados Unidos, 2024), Ruizpalacios (Güeros, Museo) construye un microcosmos, especie de marmita donde se cuecen la ansiedad de los migrantes -no sólo mexicanos-, las pasiones entre ellos, la rivalidad entre mexicanos y gringos, el sueño de una mejor vida, y así escapar de ese infiernito que representa El Grill (asadero).
Ahí Pedro, personaje central, héroe y antihéroe, se relaciona con Julia (Mara Rooney), una de las meseras que sirven en el frente del restaurante. El conflicto, que funciona solo como parte de un todo, el choque cultural y racial de la posible pareja, es simple: ella se embaraza, decide no tener al bebé contra la postura soñadora de Pedro, quien termina por proveer los 800 dólares para el aborto. La olla de presión estalla cuando se cuestiona el origen de ese puñado de dólares.
Ruizpalacios adapta la obra de Arnold Wesker, La cocina, estrenada en Londres hacia el final de los años cincuenta, donde se explora el asunto de los migrantes en el Reino Unido de la posguerra; por supuesto, comparada con la situación de la inmigración hoy en día, sólo tocaba de soslayo el tema, pero ponía en la mesa el conflicto en la mesa. Wesker, cocinero él mismo en una época, estaba más preocupado por el tema del trabajo, el poder del dinero, la explotación, las clases sociales. El dramaturgo pertenece a la llamada generación de los jóvenes enojados (the angry young men) a la que perteneció el admirado Kinsley Amis (Lucky Jim, 1954), la cual protesta contra el sistema de clases y pelea por su lugar en el arte y la literatura.
En la obra de Wesker, vibrante y bien escrita, Ruizpalacios descubre el potencial para expresar este nuevo sistema de clases que ha creado la inmigración, de gente que por su origen y necesidad de trabajo no parece tener derecho a un trato digno. Pedro es un personaje complejo, condensa los miedos de su condición, la noción de encontrarse en inferioridad, la duda de no ser suficiente, con todo el enojo y resentimiento que conlleva.
De forma sutil, en situaciones realistas dentro de la maquinaria cultural y social, este trabajador mexicano vive sujeto a la amenaza de castración, del jefe, Rachid, un árabe, inmigrante él mismo pero explotador; de los otros trabajadores gringos que se sienten superiores, y del aborto mismo como rechazo a su virilidad. Importa tomar en cuenta esta amenaza para captar la fuerza catártica del final que algunos critican como exagerado.
Desde Güeros, Ruizpalacios ha demostrado el estupendo pulso que posee para dirigir actores, para mostrar su fuerza en esa difícil frontera del medio tono, de la fotografía del negro y blanco con la que Juan Pablo Ramírez evoca los clásicos de los cincuenta y permite el lento y gradual cocimiento de emociones hasta llevar todo al punto de ebullición.