CINE

“Godland”

Los colaboradores de la sección cultural de Proceso, cuya edición es mensual, publican en estas páginas, semana a semana, sus columnas de crítica (Arte, Música, Teatro, Cine, Libros).
lunes, 11 de diciembre de 2023 · 12:03

CIUDAD DE MÉXICO (apro).– Hacia finales del siglo XIX, cuando Islandia era aún colonia danesa, Lucas (Elliott Crosset Hove), sacerdote luterano, llega a la entonces remota isla con el cometido de fundar una parroquia y fotografiar a los habitantes; como el clérigo habla solo danés, necesita un traductor y un guía, Ragnar (Ingvar Eggert Sigurdsson), un islandés de cepa que detesta a los daneses. Durante la travesía ocurren una serie de calamidades que presagian el desastroso encuentro del danés con una tierra y una cultura que no comprende.

En “Godland” (Vanskabte Land; Dianmarca/Islandia/Francia/Suecia, 2022), el realizador islandés Hlynur Pálmason aborda la rabia visceral del evangelismo forzado y la imposible reconciliación del colonialismo con la raigambre natal; a la manera de los relatos de Joseph Conrad, este joven danés viene decidido a conquistar un mundo que desconoce, pero a cada paso Lucas desciende a regiones infernales donde naturaleza y humanidad se hacen eco una con otra.

La isla es muy diferente de Dinamarca, le advierte a Lucas el prelado que lo comisiona a la conquista espiritual de esa tierra de volcanes que hiede a azufre; en vez de selva, el paisaje que lleva al corazón de las tinieblas es magnífico en su vastedad, estaciones que transitan hacia el hielo total, a un lugar donde la nieve eterna evoca el color de esqueletos, de huesos que se incrustan en el desierto helado. A la manera de un contrato de lectura del director con el espectador, al inicio de la película se anuncia que se encontró en Islandia una caja con las placas fotográficas de un sacerdote danés; pero se trata de una mera ficción, un falso documento que sirve para situar la trama en un contexto histórico.

Pálmason escribe una elegía visual en la que la fotografía, esa que dice haber inspirado la historia que cuenta, evoca un universo imaginado, el documento inexistente de eso que debió haber sido cuando un hombre, vulnerable y poco resistente a la dureza de su misión, piensa que la fe en su Dios basta para fundar una comunidad religiosa y hacerse respetar. Lucas tiene vocación de fotógrafo, capta imágenes que le fascinan, pero no sabe interpretar, ni se conoce a sí mismo… el precio será muy alto.

El equipo de acólitos con los que emprende el camino, caballos y demás equipo, resultan incapaces a las primeras de cambio, cuando el agua del rio desbordado ahoga al intérprete. Metáfora ésta muy bien lograda, pues mientras el público se involucra en el drama, la metáfora sugiere que la traducción se ahoga para el conquistador que pretende instrumentarla para imponer su mensaje.

En la segunda mitad de la cinta, cuando el misionero se establece en un pequeño pueblo con los acólitos sobrevivientes, Pálmason desarticula los códigos de cintas de épica colonial en la que el héroe lucha contra la hostilidad de la población hasta ser reconocido y admirado; para Lucas, por el contrario, cada prueba es un escalón hacia el infierno; su imagen, ante los demás y ante sí mismo, no hace más que deteriorarse.

La adrenalina sube aún más que en la primera parte de la travesía, con cada encuentro de la tradición local; como cuando los hombres del pueblo deben luchar entre sí cuando hay una boda, y Lucas debe someterse a experiencias de violencia a las que parece ajeno, que despiertan la imagen más destructiva de su virilidad.

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