Adelanto de Libros
"Arrullo sin canto", 19 relatos de Leonor Sirgueras en la FIL
“Es un libro que está conformado por 19 relatos de tinte siniestro. No es terror, pero sí literatura siniestra. La diferencia es que en lo siniestro siempre hay algo extrañamente familiar, un elemento que nos remite a los fantasmas, pero los que son internos”.CIUDAD DE MÉXICO (proceso.com.mx).–El primer sábado de diciembre, la narradora Leonor Sirgueras presentó su libro “Arrullo sin canto o la casa de las diecinueve habitaciones” durante la Feria del Libro de Guadalajara, donde manifestó:
“Es un libro que está conformado por 19 relatos de tinte siniestro. No es terror, pero sí literatura siniestra. La diferencia es que en lo siniestro siempre hay algo extrañamente familiar, un elemento que nos remite a los fantasmas, pero los que son internos”.
Con viñetas de Anna Vicens y prólogo de Alberto Romo B., “Arrullo sin canto o la casa de las diecinueve habitaciones” (Ediciones Navarra, 116 páginas) tiene la virtud de que es un libro que está construido como si efectivamente fuera una mansión: cada relato es una habitación y se pueden leer como si estuvieran interconectados, igual que si se recorriera una casa.
“La idea principal es que sea un libro vivo, los cuentos se pueden leer por separado y también como si fuera la arquitectura de una construcción”, explica Leonor Sirgueras, cuya literatura abreva del realismo mágico. Ofrecemos aquí para nuestros lectores uno de los cuentos de “Arrullo sin canto o la casa de las diecinueve habitaciones” (www.edicionesnavarra.com y www.facebook.com|edicionesnavarra).
“Éramos siete”
Cuando se escuchaba la voz de mi madre llamándonos a comer, llegábamos todas sus hijas a la cocina e íbamos ocupando nuestro lugar una a una alrededor de la gran mesa; nos iba sirviendo la melancólica sopa conforme nos acomodábamos, y al final siempre servía un séptimo plato que terminaba por regresar a la infinita olla al no tener a quien ofrecérselo.
Mientras comíamos, un creciente silencio se expandía como niebla sobre la mesa. Era todo un reto hacerse escuchar entre tanto vacío sin que una palabra pudiera desatar las desbordadas risas sin fin. A veces, las palabras podían perderse entre tantas bocas, revolviéndose entre bocado y aire; palabras arrebatadas que no tenían un emisor, frases comenzadas en una cabeza y pronunciadas por alguien más… Una erótica confusión de palabras, aquello que salía de los labios de una terminaba en la boca de otra. Las palabras eran arrebatadas, comentadas, introducidas para ser arrancadas nuevamente. Era preferible el silencio.
Y, en medio de aquel mar de voces, como una barca olvidada, aparecía naufragando la voz de mi madre:
—Una, dos, tres, cuatro…
Nos contaba a todas, y al terminar su cuenta, casi susurrando, decía:
—Creí que faltaba una de mis hijas, pero aquí están todas.
Otras veces pensaba que había alguien en su habitación y guardaba un plato de sopa para cuando “esa otra” tuviera hambre y bajara a comer. Pronto nos volvía a contar. Se daba cuenta de que todas estábamos en la mesa y, a manera de ritual sagrado, regresaba nuevamente la sopa a su infinita olla.
Mi madre guardaba bajo llave galletas, dulces, almíbares, mermeladas, pan y toda clase de golosinas que, después de un tiempo, envejecían, se pudrían; y así, como las había guardado, en sus cajas perfectamente selladas, las tiraba a la basura. Nosotras, sus hijas, frustradas, en silencio la veíamos desecharlas y masticábamos las cenizas espúlveras, pues teníamos prohibido tomar esos alimentos.
Además de la despensa, otros lugares estaban prohibidos en aquella casa, ya fuera por estar cerrados o simplemente porque rechazaban con su simple existencia la presencia de algo vivo. Así, la habitación de mi madre estaba vedada para sus hijas. Penetrar cada vez en aquel lugar auguraba el encuentro de grandes tesoros y descontentos; sin embargo, los tesoros que allí se encontraban eran tan brillantes, tan delicados, que podía verse la propia imagen reflejada en ellos. A pesar de la veda, yo lograba introducirme sagazmente en aquel cuarto. Los destellos de aquellos singulares objetos abrazaban, y podía percibir entre ellos la existencia propia de la historia de mi madre, y tenerla cerca coincidía con la imagen materna que escuchaba en mí. Todos y cada uno de estos objetos me conocían, me observaban y yo los escuchaba, los limpiaba, y cuando terminaba con ellos los devolvía a su lugar, nuevamente, despacio, y les prometía volver.
Pasaron los años, después de los matrimonios, las fiestas, los viajes, los hijos y las infinitas experiencias, llegó la enfermedad de mi madre, fatigosa, delirante, cruel… Le devoró las entrañas que un día nos albergaron, a mis hermanas y a mí.
Una de tantas brillantes y lastimosas tardes, después de que los médicos dijeran que ya nada podía hacerse, me llamó mi madre, me llamó por mi nombre, pidió que nos dejaran a solas y, tras cerrarse las puertas de su habitación, me senté a su lado, esperando los siglos por venir. Ante el silencio tan vergonzoso, de pronto, ella pudo pronunciar algunas palabras de perdón. Yo, en mi egoísmo infantil, creí que me pedía perdón y me adelanté a decir que no tenía nada que perdonarle, que había sido una madre lo suficientemente buena, pero ella rápidamente interrumpió mi ingrato monólogo y me rogó que la escuchara antes de que pudiera perder la razón.
Terminó de hablar, y el silencio reinó para siempre en ella. Murió dos días después; sin embargo, la razón ya la había abandonado. Se había callado para siempre después de relatarme su historia. Las palabras se habían escapado de su boca…, para qué las quería si estaban construidas exclusivamente para recordarle a su hija, para nombrarla. A ella, la arrullada con secretos, la primera, la añorada, la única, aquella que le fue arrebatada por el hombre del que nunca se separó, aquel que la lastimaba y que le permitió irse de su lado a condición de que no se llevara a la niña, aquel que sería la unión eterna con mi padre, cuando éste le hizo la promesa de ayudarla a recuperar a su hijita, mas nunca la cumplió. En su lugar, le dio seis hijas más, que le recordaban su funesto destino, pues cada hija estaba armada con un pedazo de la original, una tenía su boca, otra sus ojos, aquella su cabello. Eran los retazos que tenía para darles…
Una vez depositado aquel secreto en mí, las palabras podían diluirse sin importar su destino, el dolor de recordar siempre a la ausente con la angustia de no saber si su niña tendría hambre o frío le rompía los abrazos que llegaban en añicos para las otras.
El día de su funeral entré a su habitación, sola, después de tantos años. Oscura, fría, blanda de melancolía. Caminé por sus veredas y al fin estaban ahí, todos sus objetos, observándome como antaño. Cogí algunos y los manipulé. Me observé distorsionada en ellos y cada uno comenzó a contarme una nueva historia que contradecía la versión original. Aquellos objetos me traicionaban. Yo había cuidado de ellos con esmero durante cientos de años y ahora parecían tener vida propia. Su brillo ya no era reluciente y no lograba reflejarme en ellos. Llena de ira arrojé algunos de ellos al suelo y los vi romperse violentamente al estrellarse contra el mármol.
Entre esos trozos de recuerdos encontré una muñeca hermosa. Mi madre siempre la tenía guardada en un lugar especial, lejos de sus hijas, donde no pudiéramos encontrarla, aunque estas medidas nunca fueron suficientes, pues, siempre daba con ella; la arreglaba y le permitía hacerme compañía mientras jugaba con los otros objetos. Cuando dejaba la habitación, me despedía de ella y lamentaba no poder sacarla de aquel encierro. A veces, le llevaba un poco de comida y la ponía al día sobre la situación familiar.
La miré, sabía que me miraba porque en sus cristalinos ojos me vi mirándola. Acaricié su largo cabello y la estreché contra mi pecho. Un terrible llanto invadió la habitación y, mientras más fuerte la sujetaba, el llanto fue apagándose hasta convertirse en una queda lamentación. Con la vista nublada separé a la muñequita de mi pecho, volví a mirarla y le dediqué una mueca que pretendía ser una sonrisa. Recordé que cuando era niña entraba al cuarto de mi madre y también jugaba con ella, a veces la consolaba.
Acostumbrada a ese juego infantil, repitiendo los argumentos del pasado, le pregunté cómo se había sentido en esos días y le confesé que estaba muy contenta de verla nuevamente. Le conté que mamá había muerto, le receté algo para el dolor de cabeza y, como cuando era niña, acerqué mi oreja a su pecho para revisar sus signos vitales y asegurarme de que ella estuviera bien. De pronto, su corazón comenzó a latir.
A partir de aquel momento, una lánguida tristeza se vierte sobre mí todos los días. Cuando pisan mi sombra, siento que la pisan a ella, y, como mi madre, sirvo un plato de más y lo regreso a la infinita olla; en las reuniones familiares cuento a mis hermanas: una, dos, tres…, con la certeza de que falta una. Cuando compro dulces, siempre pido uno de más…
La historia de mi madre está a salvo, su hija es hablada por mí.