Cultura en la Mira

Adiós al músico Alex Herrera

Alex Herrera no buscó nunca la fama, que fácilmente hubiera obtenido. Su espíritu obedeció siempre a la libertad musical.
jueves, 10 de noviembre de 2022 · 23:32

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Conocí a Alejandro Herrera en 1982, en la zona más pobre de México, Tlapa de Comonfort, en la montaña de Guerrero, estado que se llama como su espíritu lo indica. En este lugar bronco y abandonado a su suerte, Alex dirigía en aquel año “La voz de la Montaña”, una radio bilingüe del Instituto Nacional Indigenista. Su equipo estaba integrado por un grupo de universitarios egresados –como él– de la Universidad Autónoma Metropolitana de Xochimilco.

La UAM se estrenaba con maestros jóvenes e irreverentes –el que sería años después el subcomandante Marcos daba entonces allí clases de Diseño–, con un método novedoso: salones con una docena de alumnos que, como discípulos alrededor del maestro, debatían, alegaban, investigaban. No obedecían. La idea era formar profesionales realmente involucrados en los problemas sociales del país que estarían dispuestos a ejercer su profesión no por dinero, sino por una causa.

Tlapa de Comonfort era una pequeña muestra de que algunos estudiantes chilangos, como nosotros, habíamos aprendido al menos esa lección y nos olvidaríamos de nuestro mundo burgués –más bien nuestro mundo burgués nos olvidaría–, para sumergirnos en un territorio ignoto de pobreza extrema, olvidado, valiente y bravucón.

(En la escuela primaria de Tlapa, por ejemplo, había pleitos que se resolvían a machetazos entre los padres y las autoridades que buscaban imponer el español como lengua única de educación y prohibir a los niños indígenas que fueran a clases con huaraches.)

Rentamos allí una casa grande –que había sido la cocina de una antigua y ahora abandonada hacienda–. En una de las dos enormes habitaciones había cuatro camas donde dormían los hombres, y en la otra estaban las tres camas de las mujeres. El lugar no tenía muebles, sólo en la cocina había una estufa vieja, trastes de peltre y barro, y un refrigerador. En la terraza de la entrada estaba un antiguo comedor grande de madera donde comíamos, convivíamos, y donde todas las noches, uno de los más respetados músicos del pueblo, don Remigio, que tenía más de 80 años, se sentaba a tomar tequila con nosotros y a tocar la guitarra y la armónica con Alex.

Alex no sólo tocaba y cantaba bien. Era compositor, un gran compositor, y compartía además con don Remigio el arte laudero. Don Remigio hacía tamboras cosidas con tripa de gato, mientras que Alex fabricaba calimbas africanas con los guajes de la región. Conservo dos de estas piezas fascinantes y conservo en la memoria las noches de relajo y serenata de estos luminosos personajes bajo la luna intensa de Tlapa.

Foto: Susana Cato

De día trabajábamos en la radio que era una alternativa única, pues en ese entonces no había más comunicación entre los pueblos de la montaña que estas invisibles voces aéreas. Los mismos habitantes nos habían contado de la vieja leyenda que profetizaba la aparición del radio: “Oirás cantar a los muertos”.

La programación cotidiana de “La voz de la montaña” estaba formada, por supuesto, con lo que a nosotros nos gustaba, música de Pablo Milanés y la trova cubana, Mercedes Sosa, Agustín Lara y Consuelito Velázquez, Rockdrigo y los rupestres (Beto Ponce nos visitó una vez y compuso allí una canción llamada “Tlapa”). Era sorprendente caminar por las calles desbrozadas, los cerros desquiciados, los valles arbolados y escuchar la misma música a lo largo de todo el camino, de la única estación, proveniente de las puertas y ventanas abiertas.

Foto: Susana Cato

Pero para los pobladores de la Montaña era quizá más importante oír entre el viento los programas que se transmitían en español con traducción simultánea a sus idiomas originarios (mixteco, tlapaneco y náhuatl). Y el “raiting” crecía hasta el infinito “y más allá cuando era la hora de los avisos. En un sitio sin teléfono, que no era territorio Telmex, la gente utilizaba las ondas Hertz “La voz de la montaña” para comunicarse en un eco que retumbaba en cuatro idiomas:

–A don Téofilo Palega, su hijo Benjamín le pide que le traiga el dinero para su uniforme, pues ya va a empezar la escuela.

–A doña Tolita, de Metlatónoc, le avisan sus hijos que ya murió la abuela. Que murió en paz.

–A don Pepe Sánchez, su compadre Antonio le pregunta que cuánto quiere por la vaca.

–A los músicos de la sierra, dice don Agustín que los quiere para tocar en la boda de su hijo Lucencio…

Había programas para niños, para jóvenes, reportajes en cada comunidad: “Recorriendo la montaña” se llamaba el más escuchado, y Alex la recorría en su camioneta, a pie, a caballo o como fuera, con el micrófono en la mano.

Foto: Susana Cato

Pero un año después, el PRI de entonces, incómodo con la postura de izquierda de la radio, nos corrió e instaló a su gente vestida con traje burócrata.

Alex se fue entonces a Taxco, donde trabajó en el recién fundado Instituto de Artes Plásticas. Siguió haciendo música y creando instrumentos. Organizaba mágicos conciertos tocando con varitas de bambú las delicadas estalactitas dentro de las cuevas vírgenes cercanas a Chilapa, Guerrero. Yo lo dejé de ver mucho tiempo, pero me lo podía topar de pronto dando un concierto en el conocido antro “La Cueva” de Amparo Montes, en la Zona Rosa. Su música tenía calidad, alma, mucho humor e ironía.

Era estupendo para componer. En los años 80, cuando aún existía la televisora estatal Imevisión, nuestra amiga Pilar Sánchez y yo creamos y dirigimos un programa dominical en vivo para niños de 3 a 5 años: “Parabajitos”. Logramos el imposible reto de bajarle el “raiting” a Chabelo, que se transmitía a la misma hora por el Canal de las Estrellas. Y la rúbrica, compuesta por Alex Herrera, se convirtió en un himno que los chamacos cantaban gozosos:

Juanito pintó elefantes, Alma Inés unos monitos

Mientras muchos niños cantan ochocientos mil versitos.

Parabajitos, jitos, jitos.

En otra ocasión nuestra amiga Lorena Crenier dirigió un premiado proyecto para incentivar la lectura en Radio Educación, “Leo, leo… ¿qué leo?” Y Alex, el gran Alex Herrera, compuso su bella y pegajosa rúbrica.

Leo, leo…¿qué lees?

Yo leo una cosita

¿Empieza con qué letrita?

¿Con qué letrita tú crees’

Yo creo que empieza con “E”.

Ojalá empiece con “O”.

A ver si adivino yo.

Tal vez comience con “C”.

¡Ya ves que sí adiviné!

Años después dirigí un Teatro itinerante con la Secretaría de Cultura de la Ciudad, el Teatro Blanquito, y por supuesto invité a Alex Herrera a cantar y a dar talleres de laudería. Uno de ellos tuvo lugar en el Monumento a la Revolución, en donde Alex enseñaba a pequeños a hacer sus rústicos violines mientras que don Ángel Tavira, protagonista de la película “El Violín”, de Francisco Vargas, rasgaba sus cuerdas en vivo ante la aplaudidora multitud.

Trabajamos también en ese tiempo en las alcaldías Tláhuac y Mixquic, un hermoso disco de canciones infantiles animadas en náhuatl y español, que se llamó “Amo el canto del zenzontle”. Alex fue el director musical, y a pesar de lo rimbombante de su título, hizo mucho trabajo de campo. Recuerdo como él y la antropóloga Lourdes Sánchez viajaban todos los días a la casa lejana de doña Petra Roberta Leyva, una mujer mayor que cantaba en náhuatl, para acompañarla con su cariño y con guitarra de son, jarana, vihuela, armónica y percusiones. Sé que hizo mil cosas más, como conciertos internacionales y discos memorables en una fusión de jazz, son jarocho, ritmos latinos y rock experimental con el grupo Nine Rain.

Quisiera recordar más pero ya no puedo. Hoy me avisan que este gran personaje y músico murió en Cuernavaca, Morelos.

Alex Herrera no buscó nunca la fama, que fácilmente hubiera obtenido. Su espíritu obedeció siempre a la libertad musical. Hoy debe estar enseñando a los ángeles a fabricar palos de lluvia, a comunicar en ondas Hertz a los pobres y a componer piezas celestiales no en italiano, latín o español, sino en mixteco, tlapaneco, náhuatl.

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