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"El hombre que vendió su piel": arte extremo

La película contiene una crítica, bastante superficial, sobre las poses que asumen algunos hombres de dinero que compran obras para obtener reconocimiento, sin saber que pasan como viles snobs.
viernes, 23 de abril de 2021 · 22:47

MONTERREY (apro).- El encanto de El Hombre que Vendió su Piel (The man who sold his skin, 2020) se encuentra, totalmente, en su anécdota insólita.

Los artistas conceptuales se toman algunas libertades descabelladas para expresarse, aunque algunas veces alcanzan extravíos venusinos para consumar sus obras. Aunque la propuesta parezca insustancial, existe una masa consumidora formada por tontos coleccionistas que pagan millonadas, por sentirse propietarios de tesoros que, algún día entenderán, están hechos de humo.

En la lectura ulterior de esta historia, más allá de su trama, que se mofa del mundillo caprichoso del arte, está el drama de un hombre común sometido a presiones extraordinarias, lo que hace que pierda el control y derrumbe el entorno de ensueño que siempre anheló construir.

A fin de cuentas todas las personas, aún las de apariencia más insignificante, tienen sus propios apetitos y tristezas, dice la directora tunesina Kaouther Ben Hania, que escribió su obra basada en la historia de Tim Stainer, quien prestó su dermis al artista Kim Delvoye, y pasó por un proceso similar de sumisión.

La historia inicia en Siria, un país destruido por la guerra civil, donde las libertades están coartadas. Por una ocurrencia, muy parecida a una estupidez, Sam (Yahya Mahayni) es encarcelado y torturado. El régimen no le permite expresar públicamente su alegría y lo procesa. Amenazado, debe huir del país para evitar el encarcelamiento. Pero al escapar, deja atrás a su chica, el amor de su vida, a la que tristemente pierde.

En el extranjero, sufre por ser un refugiado don nadie, hasta que se cruza en el camino de un artista conceptual que decide utilizarlo como objeto de exhibición. Hace un trato pecuniario ventajoso, que le resolverá la vida y lo acercará con su chica, que ha emigrado a territorio europeo. Para recuperarla, deberá pagar un precio muy alto.

Para alcanzar su meta, tiene que dejar de ser él y despojarse de su personalidad. Al convertirse en objeto de arte, Sam ha vendido su alma al demonio. La vida le dice: ten cuidado con lo que deseas.

No solamente ha prestado su piel como lienzo de un artista refinado y práctico, que lo ve únicamente como un instrumento de su inspiración. El joven asiático ha tenido que convertirse en una pieza de ornamento, un animal en exhibición que debe estar a las órdenes del amo, que no entiende de quejas. Sólo quiere exhibir su exquisito trabajo, convirtiéndolo en una protesta viviente sobre las trabas que hay en las fronteras, lo que hace, según su filosofía, que las mercancías se muevan más fácilmente que las personas. Concentrado en su inspiración, pierde la noción de la humanidad del muchacho, al que considera su hijo. No entiende que tiene sus propios anhelos. Aunque es bien remunerado, termina por fastidiarse en su insólito trabajo, mientras es sujeto diariamente al escrutinio de curiosos y el reproche de activistas que le piden que deje de humillarse.

En el fondo, más que reconocido vehículo de arte, Sam es un hombre que no sabe qué hacer con la notoriedad obtenida. Él solo quiere recuperar a su chica, que está en una incomodísima situación, en un compromiso del que no puede desentenderse, a menos de que la situación sea tensionada hasta la ruptura.

El final anticlimático es débil y rompe con el tono sombrío de las tribulaciones del sirio. Complaciente y algo azucarado, el desenlace lleva a este muchacho a aprender su lección.

El Hombre que Vendió su Piel es una propuesta ganadora, aunque atrevida sobre un caso singular. Contiene una crítica, bastante superficial, sobre las poses que asumen algunos hombres de dinero que compran obras para obtener reconocimiento, sin saber que pasan como viles snobs, que no saben valorar la cultura, la creatividad y el valor verdadero del espíritu humano.

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