Adelanto de Libros

"Selva oscura", de Aline Pettersson

En "Selva Negra" la también poeta y ensayista ofrece un amplio retrato familiar que abarca, además, capítulos llenos de recuerdos en torno a personajes literarios que han marcado su vida; por ejemplo: José Emilio Pacheco, Salvador Elizondo, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Doris Lessing...
lunes, 29 de marzo de 2021 · 08:07

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Selva oscura es un diálogo a páginas abiertas con la memoria y con los objetos que fueron fechando los pasos en la vida de Aline Pettersson (D. F., 11 de mayo de 1938), notable escritora mexicana egresada de la UNAM, cuyo apellido paterno proviene de las tierras suecas de Selma Lagerlöff (1858-1940).

En este libro de 162 páginas, editado por el Fondo de Cultura Económica, la también poeta y ensayista ofrece un amplio retrato familiar que abarca, además, capítulos llenos de recuerdos en torno a ciertos personajes literarios que han marcado su vida; por ejemplo: José Emilio Pacheco, Salvador Elizondo, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Doris Lessing, Antonio Alatorre, Ramón Xirau, Carlos Fuentes, Julio Cortázar…

Al aparecer esta edición, ella señaló a la periodista Faviola Palapa Quijas: “No pertenezco a ningún grupo feminista, pero siempre he luchado por los derechos de las mujeres incluyendo los míos”. Ofrecemos a nuestros lectores el comienzo del capítulo “Sombra de Suecia en mi obra”, dividido en siete fragmentos y finalizado en Upsala hacia 2007, por Aline Pettersson.

El Otro (I)

Me parece que una de las constantes de la vida --de mi vida-- es encarnar al Otro.

En ello ha transcurrido mi tiempo a partir de un viaje lejano de la infancia, cuando descubrí que los bordes del mundo eran más amplios que mi ciudad, que mi país, que mi lengua, que mis hábitos.

Y así tomé un barco para viajar a Suecia que, además, me enfrentó por primera vez con la escritura, al verme urgida por mi maestra a llevar un diario. El hecho de escribir --tenía yo nueve años-- me hizo fijarme quizá con más cuidado en lo que me rodeaba, incluso en los misterios del tiempo [Los fragmentos corresponden al capítulo “Barco de gran calado”, en Viajes paralelos, Alfaguara, México, 2004]…

El aire salino se le cuela entre las trenzas y está a punto de arrebatarle la boina azul marino que su mamá le detuvo con pasadores que le restiran el pelo y pican la cabeza. Su falda escocesa tableada y tobilleras blancas dejan ver las flacas piernas infantiles un poco abiertas, como le enseñó su papá, para guardar el equilibrio. De su mano cuelga un muñeco de hule.

La niña quisiera llenarse de ese aire picoso, guardarlo muy adentro para que no se le vaya nunca. Porque todo es tan nuevo que sigue sin estar segura de que mañana no acabe descubriendo que se trataba de un sueño, de un juego más. Y es que a ella siempre le han gustado mucho los barcos, verlos deslizarse suavemente por el agua, deslizarse ella por los mosaicos del siglo imaginando ser uno, ir en uno…

Ve luego a su papá conversando con un señor, ve a este ofrecerle un puro, y ve también que ella no entiende las palabras que se dicen ambos. Muy pronto, en ese olor del aire tan nuevo, al lado de la brea se acomoda el aroma de tabaco. Un golpe de viento le cierra los ojos; la niña sonríe dichosa. Aun siente el picor de la sal arañándole la nariz y garganta.

Al cabo de un rato su papá vuelve y le toma de la mano, y el señor llama a un niño bastante mayor que ella. Tal vez puedan jugar durante la travesía, aunque ella lo duda. Cuestión de edad y género, pero, por otra parte, habrá que sacarle partido a lo que se le presente.

La niña poco a poco se ha acostumbrado a esos sonidos nuevos, a esas palabras que su papá y los otros pasajeros y los marinos pronuncian. No que pueda comprenderlas, sin embargo su música se le va instalando gratamente en los oídos. Esa manera de hablar le parece cantarina y dulce, acaso porque cuando los marinos detienen sus labores un instante, y le sonríen y le dicen cualquier coda, bajan su tono de voz, la suavizan, para después, unos hasta pronunciar graciosamente alguna palabra en la lengua de la niña.

El tiempo aquí camina, junto con el barco, todo el tiempo, todo el tiempo, así que cada mañana deben moverse las manecillas de los relojes para alcanzarlo.

Y así desembarcamos en Gotemburgo

Es como si siguiera en el barco, piensa la niña caminando por el muelle entre sus padres.

Alza los ojos a lo azul de las banderas con su cruz, cuyo color evoca los campos florecidos de canola que conocerá después, y que ondean en el puerto contrastando con lo nublado del cielo. Hace frío. Su padre se encasqueta bien el sombrero, su madre le sujeta bien la boina y le arregla las trenzas y luego se acomoda el velillo del propio sombrero. Delante van sus enormes maletas. De pronto, una mano con un pañuelo, una sonrisa y una mujer alta, delgada, de cabellos grises, que se apresura a abrazarlos. Es su tía.

La niña deberá acostumbrarse a los tonos del cielo, al peso del aire, a sus olores. Deberá acostumbrarse, también, a la arquitectura de la ciudad, tan distinta de la suya, a la presencia cotidiana del mar. Los ojos se le abren con desmesura para apropiarse de lo que mira. Sin embargo, nada, pero nada se puede comparar al asombro de ver por todas las calles extensos sembradíos de claveles, las hay rojas, azules, negras, verdes. Es algo que aunque lo tiene frente a los ojos le parece irreal.

Y luego observa a los hombres, mujeres, niños, niñas que surcan el espacio pedaleando o --si son muy pequeños-- dentro de una canastilla prendida al manubrio. Incluso hay bicicletas largas como el ferrocarril que llevan a toda la familia: el papá, adelante, la mamá, atrás, y en medio de ellos, en la misma bicicleta, los niños. Y así se desplazan por la ciudad donde los escasos coches, ciudadanos de segunda, deben ir muy precavidos en este reino de dos ruedas.

Porque también sabe que sí, que es un reino de a de veras y que el príncipe heredero tiene tres años y que una de las princesas es de su misma edad. […]

 

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