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El culto a la violencia

No es que baste el discurso presidencial para acabar con la violencia que existe en México, pero López Obrador contribuyó a su normalización.
martes, 20 de mayo de 2025 · 10:09

La penetración del crimen organizado en la sociedad mexicana debería preocuparnos más que su poder de fuego. Toda la fuerza del Estado –personal, equipo, armamento– será insuficiente para derrotar a los cárteles mientras persista el apoyo social que hoy tienen en muchas comunidades. Y no me refiero solamente a la gente que está en su nómina sino también a la que simpatiza con ellos por las obras de “beneficencia” que realizan y a la que los ve como ejemplo a emular. La popularidad de los grupos musicales que cantan corridos tumbados –odas al narco– lo dice todo. La multitud que ovacionó en Jalisco la proyección de fotografías del jefe de la principal organización criminal en un concierto y la que enfureció y destruyó un escenario en el Estado de México en otro show porque un cantante se negó a interpretar ese tipo de canciones son las muestras más recientes de la orientación del “aspiracionismo” de buena parte de la juventud en este país.

Cuando se discuten las estrategias para contrarrestar ese fenómeno delictivo apenas se habla de la vertiente más grave del problema. López Obrador prometió “combatir las causas” pero cometió dos errores: 1) creyó que la criminalidad a gran escala se origina y se mueve en función de la pobreza y no con la lógica del enorme negocio que es –por eso se limitó a dar a los jóvenes subsidios que son absolutamente insuficientes para mantenerlos alejados de ella–; 2) tras un fugaz intento de estigmatizarla al inicio de su gobierno intentó actuó consistentemente para normalizarla e incluso abogar por los delincuentes: son pueblo, a ellos también hay que cuidarlos y un largo etcétera. Pasó de gritar “fuchi caca” a saludar a la mamá de un capo y atender su petición de interceder ante las autoridades de Estados Unidos en torno a sus condiciones de confinamiento. El eslogan de “abrazos y no balazos” resultó una descripción apegada a la realidad, como el de “amor con amor se paga”.

No, no es que baste el discurso presidencial para acabar con la violencia que existe en México, pero AMLO contribuyó a su normalización. Y es que las aspiraciones de ascenso de los sectores marginados de la sociedad tienen que ver con sus opciones de movilidad. ¿Qué trabajos pueden sacarlos de la precariedad? ¿Cuáles son más viables y lucrativos? La rentabilidad va de la mano de la aceptación. Si me pagan bien, si todos lo hacen, si el mismo presidente valida a quienes lo ofrecen, ¿por qué habría de rechazarlo? Súmese el ingrediente del repudio a la autoridad, el síndrome de Robin Hood, y el resultado es obvio. Es toda una estructura, un engranaje de incentivos perversos.

Creer que prohibiendo cierto tipo de música se va a resolver el problema es como pensar que prohibir los tatuajes soluciona el pandillerismo. AMLO, tan proclive a argumentar que hay que atacar las causas y no los efectos, se contradijo de cabo a rabo.

En efecto, se trata de un problema estructural. Giovanni Falcone, el legendario juez que enfrentó a la mafia italiana, lo entendió muy bien. “No luchamos contra hombres, luchamos contra un sistema corrupto que ha infectado a nuestra sociedad”, sentenció. Cuando las actividades delictivas son no solo rentables sino también impunes, las acciones ad hominem se convierten en paliativos que no contrarrestan la enfermedad: es imperativo desmantelar el sistema. Y si bien las medidas contra las redes de financiamiento, de lavado de dinero, suelen ser la clave para debilitar a las grandes organizaciones criminales, en el caso mexicano se ha desarrollado un entramado cultural que complica las cosas. La corrupción florece ahí donde es más fácil, más rápido, más conveniente violar o evadir la ley que cumplirla. Y en la medida en que esas condiciones prevalezcan a lo largo del tiempo se crea una inercia de desdén por la legalidad. Por eso en nuestro país el asunto es más complejo.

La presidenta Claudia Sheinbaum no ha explicado cuál es su estrategia ante el culto a la violencia. Ha dicho, en buena hora, que no cree en la prohibición de las canciones que hacen apología de capos o sicarios, pero no ha ido más allá de los lugares comunes de AMLO. ¿Qué va a hacer, además de mantener los programas sociales? ¿Cómo va a quitar del imaginario colectivo la imagen positiva de la delincuencia? Aquí operan dos racionalidades, una económica y otra jerárquica. Lo dije en este mismo espacio: 1) quienes dirigen el crimen organizado “Buscan maximizar sus utilidades, como cualquier accionista o ejecutivo que se precie de serlo. Ellos dejaron de ser pobres, si lo fueron, para convertirse en magnates. En tanto los criminales se enriquezcan -y lo hacen a lo grande, porque reciben ‘bonos’ para compensar el riesgo de perder su libertad o su vida- seguirán ahí. Para que los cárteles dejen de existir se requiere que el negocio deje de ser rentable, no que los jóvenes tengan becas, pues mientras las ganancias sean millonarias arriba siempre habrá manera de reclutar abajo; con sueldos más altos, con leva, como sea”; 2) “El fin de AMLO -quitar a la delincuencia organizada su base social- tiene medios equivocados. Las comunidades apoyan al capo porque es su empleador y benefactor, sin duda, pero también porque le tienen miedo y sobre todo respeto. Es la figura de autoridad. La policía y hasta las fuerzas armadas trabajan para él o, al menos, no lo combaten. Los líderes comunitarios le rinden pleitesía: no solo reparte despensas sino que también arregla parques e iglesias. ¿Cómo va a ser malo si hace cosas buenas? No se le persigue, no va a la cárcel. Tiene legitimidad.” (“Criminalidad empresarial y base social”, Proceso, 14/11/21).

México ya probó el choque frontal y la elusión de la confrontación, y ambos fracasaron. No funcionó apostar por puros balazos ni apostar por puros abrazos porque nada se hizo para erradicar la impunidad. Sheinbaum parece situarse en medio de esos extremos, lo cual me parece sensato. Ahora debe decirnos qué más hará; particularmente, debe decirnos si se propone arrancar las raíces culturales de la hidra y, de ser así, cómo planea hacerlo. Porque ahí están, sus efectos son evidentes y cualquier encuesta puede medirlos. Y no son solo las manifestaciones de la santa muerte o las demás expresiones religiosas de los violentos: es el enorme éxito de los corridos tumbados, es la admiración por quienes han desaparecido y asesinado a miles de personas, por quienes diariamente perpetran las peores atrocidades.

Texto de opinión publicado en la edición 0023 de la revista Proceso, correspondiente a mayo de 2025, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.

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