Javier Sicilia

Soberanía

¿Qué haremos cuando todo irremediablemente colapse? ¿Qué pondremos en su lugar para salvar la dignidad de lo humano y su lugar en el mundo? Preguntarse y pensar en ello es ya en sí mismo un ejercicio de sobrevivencia.
miércoles, 8 de enero de 2025 · 05:00

A finales de noviembre la revista Rolling Stone recogió algunas declaraciones del próximo gobierno de Donald Trump sobre sus planes de detener a los cárteles de la droga. En ellas se habla de una “invasión suave” a México. No tardó mucho en escucharse la respuesta de Claudia Sheinbaum: “Nosotros vamos a defender nuestra soberanía. México es un país libre, independiente, soberano y eso está por encima de todo”, un eco de las palabras que López Obrador pronunció en agosto de 2024 a raíz del operativo que llevó al Mayo Zambada a comparecer ante la justicia norteamericana: “Hay una tentación de querer mandar en todas partes, meter las narices en todos lados (quiero recordar) que México es un país independiente, libre, soberano”.  

La “soberanía” es una palabra fuerte, enciende las pasiones nacionalistas, llama en su “mas si osare” a la heroicidad sanguinaria que convoca la Patria. La propia Sheinbaum, en el contexto de esas mismas declaraciones, lo insinuó: “No va a ver una invasión (…) Y de todas maneras tenemos nuestro Himno Nacional”.

Fuera de los sicarios y los imbéciles, que lo hacen por dinero, no sé si esas abstracciones puedan conmover todavía a alguien para volverlo un soldado que empapa con “oleadas de sangre los patrios pendones”. Seguramente los hay o al menos hay quienes lo creen así, como la presidenta.

En todo caso, la pregunta que surge es saber si puede apelarse a la soberanía para defender asesinos, si es legítimo, en el caso de que sucediera, llamar al desencadenamiento de las pasiones sanguinarias del Himno Nacional a fin de proteger a connacionales que paradójicamente han llenado de sangre a la nación y tienen tomado el territorio y el Estado.

La  idea de soberanía es muy antigua. Se remonta al imperio romano y se refiere al poder absoluto que detenta una nación. Quien probablemente la definió por primera vez fue Jean Bodin en el siglo XVI para justificar la imposición del rey de Francia sobre los señores feudales, lo que contribuyó a la sustitución del feudalismo por el nacionalismo. La idea evolucionó con Hobbes y luego con los pensadores de la Ilustración hasta desembocar en lo que hoy es: la suma del poder político ilimitado que posee un Estado independiente. Lo que le confiere la suficiente autoridad para tomar de manera autónoma sus propias decisiones.

Esto más o menos funcionó así hasta que, como recientemente lo recordó Jacobo Dayán (“Escudándose en la soberanía”, Animal político, 3/12/24), las atrocidades del siglo XX obligaron a replantear el concepto con la creación de la ONU en 1945.

La idea de ese organismo internacional y sus legislaciones era limitar las atribuciones de la soberanía. Ser soberano no le otorga al Estado el derecho de hacer lo que quiera con su pueblo. Cuando esto sucediera, ese organismo supranacional protegería los derechos humanos de la gente. No fue así, aun con el final de la Guerra Fría.

Ante ello, la ONU formuló en 2005 la doctrina de la Responsabilidad de Proteger (RdP), un nuevo intento de garantizar que la comunidad internacional pondría fin a los genocidios, los crímenes de guerra, la limpieza y las deportaciones étnicas, y los crímenes de lesa humanidad.  Lo que tampoco ha servido de nada.

Lejos de ello, los Estados, como señalan Claudio Lomnitz en El tejido social rasgado y el propio Dayán en su artículo, al mismo tiempo que se han vuelto incapaces de cumplir con la obligación fundamental del Estado –dar seguridad y justicia a sus ciudadanos– exigen mayor soberanía.

El caso de México es paradigmático. La defensa que Sheinbaum hace de ella está envuelta en graves violencias generalizadas y sistemáticas: asesinatos, desapariciones, ejecuciones extrajudiciales, secuestros, extorsiones, cobro de piso, emigraciones forzadas, trata de personas, tráfico de migrantes, miles de fosas clandestinas e impunidad casi absoluta.  

No menos paradigmático es el caso de Estados Unidos, cuyas posiciones políticas frente a México están plagadas también de graves violaciones al derecho internacional.

Sheinbaum. "Alardes soberanos". Foto: Montserrat López

Por un lado, al querer invadir a México de manera suave, el gobierno de Trump se toma atribuciones que correspondería por otros medios a los organismos supranacionales. Por el otro, su política migrante violenta la doctrina de la RdP de salvaguardar los derechos humanos de las poblaciones étnicas.

Tanto las amenazas de Trump como los alardes soberanos de Sheinbaum muestran no sólo la profundidad de la crisis civilizatoria por la que atraviesa el mundo, sino, en sus particularidades, el poco interés que ambos países tienen por los límites de la soberanía a los que apela la doctrina de la Responsabilidad de Proteger: “La soberanía implica una doble responsabilidad: externamente, respetar la soberanía de otros Estados, e internamente, respetar la dignidad y los derechos básicos de todas las personas dentro del Estado”. Muestran también que el signo de nuestro tiempo es la barbarie del poder y la estupidez que la acompaña siempre.

Tal vez, frente a las atrocidades de las soberanías y a la impotencia de los organismos supranacionales para contenerlas, habría que pensar no en la manera de recuperar la vocación del Estado –la idea del “Leviatán” llegó a su fin– sino en algo que está más allá. Los zapatistas lo llaman “el día después”. ¿Qué haremos cuando todo irremediablemente colapse? ¿Qué pondremos en su lugar para salvar la dignidad de lo humano y su lugar en el mundo? Preguntarse y pensar en ello es ya en sí mismo un ejercicio de sobrevivencia.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad al país.    

 

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