Ignacio Padilla
La llamada “generación del crack”, que fue capturada en 1996 en estas páginas por el reportero José Alberto Castro –definidos sus miembros como “novelistas de la desilusión”: Ignacio Padilla, Ricardo Chávez, Pedro Ángel Palou, Jorge Volpi y Eloy Urroz–, perdió al primero de ellos el sábado 20, en la flor de la vida y la creatividad. En 2012, el narrador Vicente Leñero lo saludó en su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua como “un chamaco, un pibe, un chaval, un ñero”. Tenía apenas 43 años. He aquí el texto completo, titulado “Entre la formalidad y la irreverencia”.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso.- Parafraseando a quien empieza parafraseando el “incípit” fundacional de la primera gran novela mexicana de exportación, me siento impulsado a parodiar: vine a la sala Manuel M. Ponce porque me dijeron que hoy, veintisiete de septiembre de 2012 –año de la medalla olímpica del futbol mexicano–, Ignacio Padilla, un chamaco, un pibe, un chaval, un ñero, iba a pronunciar su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua como miembro correspondiente en la ciudad que tiene el nombre más bello, más eufónico –dice él– de la lengua española: Querétaro.
Don Ignacio Padilla, o simplemente Nacho, nació en 1968 lueguito de Tlatelolco. Suma apenas cuarenta y tres años –como la generación de mis hijas, oh Dios– lo que establece un contrapunto notable con la mayoría de nosotros, los académicos viejos o los viejos académicos que nos vamos cayendo a cada rato como soldaditos de plomo, a canicazos.
Es rabiosamente joven y rabiosamente talentoso. No exagero el término: basta con leerlo o con escuchar ahora su discurso para demostrar la puntualidad del cebollazo.
Pertenece en su origen literario a una pandilla de escritores de su edad que para chacotearse al parecer de ese boom inventado por las editoriales hispanoamericanas en los años sesenta, o para coligarse con el ruido de sus figuras paternas, se autodefinieron con el sonoro término de un huevo que se rompe al brotar el polluelo, de una rama que se quiebra al clamor de “ahora vamos nosotros”: el publicitado crack.
Encabezado por Ignacio Padilla, Jorge Volpi, Pedro Ángel Palou, Ricardo Chávez Castañeda, Vicente Herrasti… la pandilla de cuates, luego de publicar un texto sobre su postura literaria –Instrucciones de uso–, se dio a la tarea de piar libros y cacarearlos con tino hasta que algunos consiguieron –crack, crack, crack– sembrar sus novelas con montañas de ejemplares en las librerías de México y del extranjero –las he visto en Madrid con azoro y sana envidia– y conseguir traducciones como quien palea grava y arena para el cemento de un camino cultural.
Entre los importantes de nuestra joven y vigorosa literatura mexicana del día de hoy, los chamacos del crack no son los únicos, por supuesto. Ahí están, enunciados al botepronto: Álvaro Uribe, David Toscana, Cristina Rivera Garza, Rosa Beltrán, Juan Villoro… Tantos más. Casi todos han rehuido, no desechado por decreto generacional, el mexicanismo del nopal y el llano en llamas, pero sí rescatado de sus mayores eso que llamamos, mordiéndome la lengua por su compleja explicación, la voluntad de la forma, el impulso de la experimentación narrativa. Es decir: los juegos con el tiempo, la versatilidad de los puntos de vista, la identidad enigmática de los personajes, las vueltas de tuerca, la materia oscura de lo que llamamos misterio, la precisión de una sintaxis que desentierra palabras sepultadas y construye edificios verbales sorpresivos…
Ignacio Padilla es un brillante ejemplo de esa narrativa empeñada en someter el qué de la historia a un exigente cómo. Cómo engarzar los elementos de una aventura de la imaginación tomando en cuenta a un lector igualmente creativo capaz de acompañar al autor, a veces con repelos por tantos enredijos, en la necia aventura de vivir, de sufrir, de reír, de morir.
Nuestro querido Nacho –que es a quien me corresponde celebrar hoy, con mi sincero agradecimiento por haberme elegido para escoltarlo– tiene sobrados méritos de académico. No solamente por su amor a las palabras y su facilidad para decir lo que quiere decir con la alegría de su sintaxis pirotécnica, sino también, sobre todo, porque entiende ese engorroso fenómeno de “lo académico” en medio de una búsqueda artera para la desmitificación de la solemnidad.
Observados así como nos presentamos esta noche –cariserios, trajeados de oscuro, encorbatados y con el dogal de la venera– los académicos producimos sin duda un efecto de solemnidad. No es errática la percepción de tal imagen, pero advierto: es un signo poético –me atrevería a decir– de respeto a lo que hacemos. De seriedad ante el mandato de cuidar el lenguaje heredado, de normarlo, de preservar su origen y su esencia, de saborearlo.
Durante décadas y siglos se quiso ver a la Academia, por mor de esa imagen hierática y solemne, la figura de un padre quisquilloso y regañón que cuida de ese niñolenguaje para que no se enlode en la impureza, para que no retobe, para que no se pierda en la compañía del malhablado de la calle que repite vocablos impropios. Pero los chicos crecen, mamita –diría Luis Sandrini– y ese niñolenguaje se escapa por dondequiera para transitar las calles tenebrosas del vulgo que celebraban Lope y Cervantes y de ahí recoger palabras nuevas, palabrotas a veces, con las que se enuncia ya, sin eufemismos, lo que simplemente es. La grosería. El desgarriate. El neologismo impuro. El habla de la gente capaz de inventar o resucitar términos para convertir lo coloquial en una dramaturgia verosímil.
La Academia solemne –como la entendemos hoy, es decir, antisolemne– observa ya sin repudio el fenómeno de ese niñolenguaje convertido en mayor. Entre innúmeras tareas literarias de exploración y análisis, corrige su gramática –sintaxis, ortografía, sentido– al tiempo en que registra, sobre todo valora y analiza, cómo se van modificando términos y modos de decir y escribir en el espacio abierto de pueblos, de regiones, de países que habitan con nuestra misma lengua.
Es notable el esfuerzo que realiza hoy la Academia Mexicana de la Lengua, por poner un ejemplo, para censar el habla del español local. El diccionario de mexicanismos, siempre en proceso y bajo la responsabilidad de la tenaz lexicógrafa doña Concepción Company Company es una muestra de la flexibilidad con que se asume la investigación enfocada a saber cómo hablamos los que hablamos este bello idioma mexicano.
Entre lo ideal y lo real de una lengua orgullosamente manchada, “la lengua de la tribu” –según nos acaba de recordar Nacho Padilla–, entre la paradoja del Cervantes rechazado por la solemnidad y el Cervantes convertido en el profeta mayor de una academia como ahora sabemos entenderla –elástica y exigente– se produce la síntesis perfecta de una vital aspiración común, social, patriótica me gustaría subrayar: la defensa de nuestro lenguaje frecuentemente ofendido tanto por los puristas como por los malos escritores.
No deseo dictar la solapa completa de don Ignacio Padilla; prolongaría demasiado estos apuntes sobre el académico correspondiente en el histórico Querétaro.
Abrevio.
Estudió comunicación en la Universidad Iberoamericana, literatura en Sudáfrica y Escocia y se graduó como doctor en filología por la Universidad de Salamanca. De ahí le viene, creo, de su conocimiento, de su rigor de lingüista y de sus hábitos de lector compulsivo, esa veta cervantina poco frecuente en los escritores de su generación, y delatada por él mismo en un ensayo tan ambicioso como divertido: El diablo y Cervantes. Proviene, sin lugar a dudas, de su tesis doctoral de 1999 en Salamanca titulada El diablo y lo diabólico en la obra de Miguel de Cervantes. En ese jugoso ensayo de más de trescientas cincuenta páginas y siete años de manía por el autor del Quijote –como lo ha evidenciado ahora en su discurso de ingreso–, el soldado de Lepanto se ve acompañado por un escudero que esta vez no es el Sancho Panza de su extraordinaria historia, sino una obsesión cervantina: el Diablo, el Maligno, la Bestia, Satanás… Padilla describe el fenómeno desde una perspectiva profundamente religiosa y socarronamente inquisitorial.
Numerosos textos breves y extensos –hasta una pieza dramatúrgica y algunas obras teatrales para niños– ha escrito nuestro nuevo académico. Y muchos premios ha ganado con ellos. A premio por obra, casi, lo que se antoja un hecho excepcional.
Cito algunos para demostrarlo. Premio Ediciones Castillo. Premio Kalpa de Ciencia Ficción. Premio Juan de la Cabada. Premio Juan Rulfo. Premio de Ensayo José Revueltas. Premio de Ensayo Rousset Banda por El diablo y Cervantes. Premio Mazatlán. Premio Málaga. Premio Semana de Gijón. Premio La Otra Orilla… Y siguen. Uf.
Nuestro amigo escritor, digo para concluir: es puntilloso con su prosa tallada como un árbol que se vuelve escultura. Es obsesivo en su empeño por florecer palabras que parecían perdidas. Es delicioso en ese humor escondido que delata un credo: toda narración es un juego, toda novela es un thriller, porque impulsa al lector a desentrañar, como el clásico inspector policiaco, las claves no necesariamente de un crimen sino del maravilloso misterio de la ficción, remedo siempre de la vida.
Para la Academia Mexicana de la Lengua representa una real ventura contar entre sus huestes a Ignacio Padilla: un chamaco irreverente de apenas cuarenta y tres años.