Violencia
Punto de quiebre
El anatomista Lodewijk Bolk, contemporáneo de Haldane y Thompson, veía a principios del siglo XX que el desarrollo creciente de las tecnologías podía producir un colapso en las capacidades vitales de la humanidad.En el fondo de la decadencia que vive el mundo se encuentra un factor que paradójicamente se reconoce como necesario y fundamental para el ser humano: el crecimiento. Desde el siglo XIX crecer se volvió sinónimo de bienestar: entre más crecimiento de bienes, servicios y derechos haya, mejor será la vida de la gente.
El problema es que nada crece al infinito. Es una evidencia de la naturaleza que resume un argumento defendido tanto por Leopold Kohr e Iván Illich como recientemente por Giorgio Agamben, quien lo formuló como el “teorema del caracol”, cuyo origen hay que encontrarlo en los descubrimientos sobre la morfología biológica de J.B.S. Haldane y D’Arcy Thompson. “Si el caracol –escribe Agamben– después de haber añadido un cierto número de espirales a su concha, en lugar de detenerse continuara su crecimiento, una sola espiral más aumentaría su tamaño 16 veces el peso de su casa y el caracol quedaría inexorablemente aplastado”.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, el proceso de crecimiento que el industrialismo desencadenó y diseminó por el mundo, adquirió una aceleración descomunal. Sus logros, al margen de la destructividad bélica, parecían, arropados por los derechos humanos, una panacea a todos los males –enfermedad, pobreza, hambre, envejecimiento, ignorancia, esclavitud–. Sin embargo, desde principios del siglo XXI sus conquistas, cada vez mayores, llegaron al límite en el que, como le sucedería al caracol si sobrepasara sus espirales, comienza el aplastamiento. La fórmula con la que Illich definió su tesis sobre la “contra-productividad”, complementa el “teorema del caracol”: “Pasados ciertos límites, los fines para los que creamos algo se vuelven su contrario”. Lo vemos en el cambio climático, en la depredación del medioambiente, en las violencias extremas para adquirir dinero, poder y mercancías, en la dependencia de prótesis tecnológicas para nuestra subsistencia, en las migraciones que la ausencia de ellas y la violencia producen, en el colapso de las democracias, en la emergencia de ideologías que creíamos agotadas y superadas, y de otras, como el llamado woke, una tiranía libertaria obsesionada con la fantasía virtual de nuevas identidades, de un igualitarismo sin matices y de la destrucción del lenguaje y de la historia humana reducida al absurdo concepto de un “heteropatriarcalismo” superado. Podríamos agregar a todo ello un inmenso etcétera.
Al analizar el cuidado que la humanidad ha tenido para proteger su vulnerabilidad de especie, el anatomista Lodewijk Bolk, contemporáneo de Haldane y Thompson, veía a principios del siglo XX que el desarrollo creciente de las tecnologías podía producir un colapso en las capacidades vitales de la humanidad. El avance “de esta inhibición del proceso vital –cita Agamben a Bolk– no puede sobrepasar cierto límite sin que la vitalidad, sin que la fuerza de resistencia a las influencias nefastas del exterior” comprometan la existencia humana. “Cuanto más avanza la humanidad por el camino de la humanización, más se acerca a ese punto fatal en el que el progreso significará destrucción”.
Pese a que hemos sobrepasado el punto en el que la morfología de una especie se detiene para sobrevivir (jamás habrían existido elefantes de 15 metros ni caracoles de medio metro de altura; su intento, como lo muestra el teorema del caracol, los habría extinguido); pese a que experimentamos el deterioro vital que eso significa, nos empeñamos en seguir creciendo en productividad, mercancías, prótesis tecnológicas, libertades, educación, salud, seguridad, etcétera. Despojados de nuestras reacciones saludables entramos en una espiral descendente que parece avanzar hacia el colapso.

En el primer cuarto del siglo XXI ningún Estado, sea liberal, socialista, fascista o teocrático, escapa ya a la lógica del crecimiento traído por la tecnología y sus infinitas ofertas. La necesidad de crecimiento se volvió un axioma absurdo que se enquistó como un cáncer en el ethos de las sociedades y adquirió la fuerza de la metástasis. Aun aquellos que somos conscientes del efecto paralizante y descendente de los límites desbordados del crecimiento no podemos escapar a su licuante velocidad. “La multiplicación sin límites de los dispositivos tecnológicos –dice Agamben–, el sometimiento cada vez mayor a limitaciones y autorizaciones legales de todo tipo y especie, y la sumisión total a las leyes del mercado” y del algoritmo que producen corrupciones, nuevos deseos y violencias de todo tipo “hacen que los individuos dependan de factores que escapan por completo a su control”.
En estas condiciones es casi imposible buscar el bien. Donde todo se ha reducido a cifras y utilidad para crecer en todas direcciones, es decir, donde todo se vive como una ruptura de los límites impuestos por nuestra naturaleza, todo termina en la violencia y el caos.
Aun así, es importante pensar en los límites que rompimos y que guardan la salud de una especie. Se llaman “proporción”: la relación de correspondencia o de equilibrio entre diferentes partes. Esa relación, dice Illich, “permite ver la condición social del hombre como ese límite siempre único y creador de fronteras en el seno del cual cada comunidad puede discutir sobre lo que debería permitirse y lo que no. Preguntarse por lo que es apropiado o lo que conviene en determinado lugar lleva a conversar sobre la belleza y el bien”. El acuerdo que puede surgir de ello será siempre del orden de la moral y no de la utilidad y el deseo. Los japoneses tienen un ideograma que guarda ese sentido, se le conoce como fu-do: “la incomparable frescura que nace de la unión de un suelo particular con las aguas apropiadas”.
Eso, como es evidente, está lejos de nosotros. Aunque podamos comprenderlo, no sabríamos cómo llevarlo a cabo. El caracol humano llegó a su punto crítico, es decir, a un punto donde se produce un cambio significativo que debería llevarnos a la pregunta de Agamben: “¿Qué le ocurrirá al caracol aplastado por su propia concha? ¿Cómo sobrevivirá en los escombros de su hogar?”.
Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.
Texto de Opinión publicado en la edición 27 de la revista Proceso, correspondiente a septiembre de 2025, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.