Karolina Gilas
Una mujer en la Presidencia (I)
Las primeras presidentas enfrentan un escrutinio y críticas mucho más duros que sus contrapartes masculinas. Su apariencia, tono de voz, vida familiar y hasta su feminidad son frecuentemente diseccionados y juzgados de manera que los hombres en el poder rara vez experimentan.CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– La inminente llegada de la primera presidenta de México es un acontecimiento histórico que despierta muchas esperanzas y expectativas. Se cree que una mujer en el poder impulsará una transformación política, traerá una nueva visión y construirá una sociedad más igualitaria. Se espera que inspire a más mujeres a participar en política, que priorice temas relevantes para ellas y que aporte un liderazgo más colaborativo y empático, transformando las percepciones públicas sobre los roles y capacidades de género.
Estas expectativas suponen una gran presión. Se da por hecho que la primera presidenta debe demostrar una competencia y efectividad fuera de lo común, y que será observada con lupa, mucho más que sus colegas hombres. Se espera que su desempeño sea sobresaliente y que su llegada resuelva problemas que llevamos arrastrando por décadas o siglos.
¿Qué tan realistas son estas expectativas? ¿Qué desafíos específicos enfrentan las mujeres que rompen el techo de cristal más alto en la política? ¿Qué podemos esperar de la primera mujer presidenta de México?
Las experiencias internacionales evidencian que la llegada de las primeras presidentas no necesariamente implica la realización de las expectativas que sobre ellas recaen. Las mujeres en el poder –y la realización de la agenda feminista– enfrentan diversos obstáculos: las normas culturales, sistemas políticos y estilos de liderazgo individual.
Las primeras mujeres presidentas a menudo operan en contextos culturales con expectativas arraigadas sobre los roles y comportamientos apropiados para las mujeres y enfrentan a las estructuras institucionales que privilegian el ejercicio del poder masculino. Asimismo no todas las mujeres líderes priorizan necesariamente la igualdad de género en sus agendas.
En una serie de tres columnas me gustaría reflexionar sobre lo que la elección de la primera presidenta significa para el avance de la igualdad de género en nuestro país y explorar las oportunidades y obstáculos que le esperan, empezando por los desafíos culturales.
En muchas sociedades persisten ideas tradicionales sobre los roles “adecuados” para hombres y mujeres, donde se ve a los hombres como líderes naturales y a las mujeres como más adecuadas para roles de apoyo o relacionados con el cuidado. Cuando una mujer llega a la Presidencia desafía estos estereotipos y puede enfrentar resistencia, escepticismo o incluso hostilidad de quienes ven su liderazgo como “antinatural” o inapropiado.
Las primeras presidentas enfrentan un escrutinio y críticas mucho más duros que sus contrapartes masculinas. Su apariencia, tono de voz, vida familiar y hasta su feminidad son frecuentemente diseccionados y juzgados de manera que los hombres en el poder rara vez experimentan. Se espera que demuestren rasgos “masculinos” como fuerza, decisión y dureza, pero al mismo tiempo que no sean demasiado “duras” o “agresivas”, un equilibrio casi imposible. También enfrentan cuestionamientos sobre su competencia e idoneidad para el cargo que los hombres con credenciales similares (o menores) rara vez encaran.
Las expectativas culturales sobre el rol “adecuado” de las mujeres hacen más difícil para estas presidentas abogar abiertamente por causas feministas o desafiar el statu quo patriarcal.
Suelen enfrentar presiones para “probar” que no favorecerán indebidamente las causas de las mujeres, o para distanciarse de movimientos y activistas feministas vistos como demasiado “radicales”. El temor a alienar a votantes más tradicionales o a ser etiquetadas como radicales puede disuadirlas de adoptar posiciones más audaces en temas como los derechos reproductivos o la violencia contra las mujeres.
Les ha pasado a muchas, si no es que a todas. Dilma Rousseff, de Brasil; Angela Merkel, de Alemania, y Dalia Grybauskaite, de Lituania, han recibido burlas y críticas por su apariencia “poco femenina”, por ser “duras” y “frías”. En cambio, Cristina Fernández de Kirchner, de Argentina, ha sido cuestionada por su estilo personal de vestimenta y maquillaje, demasiado “femenino” o “frívolo” para una líder, y por su manera emocional de hablar que era percibida como “histérica” o “irracional”. Hillary Clinton –candidata a la presidencia que obtuvo la mayoría del voto popular, aunque no ganó el cargo– ha sido señalada tanto por ser “demasiado fría” como por ser “demasiado emocional”. Julia Gillard, la primera primera ministra de Australia, fue criticada por mostrar “demasiada piel” en algunas de sus posturas y selecciones de ropa.
La misma Gillard y Theresa May, ésta última de Gran Bretaña, enfrentaron críticas por su decisión de no tener hijos, mientras que Jacinda Ardern, de Nueva Zelanda, y Benazir Bhutto, de Pakistán, fueron duramente criticadas por tener hijos mientras ejercían el cargo. Park Geun-hye, primera presidenta de Corea del Sur, fue criticada por no haberse casado.
Muchas otras han enfrentado dificultades al no abogar “lo suficiente” por las causas feministas cuando no las compartían (como Margaret Thatcher, de Gran Bretaña, o Kolinda Grabar-Kitarovic, de Croacia) o porque consideraban que su mandato debe ir más allá de las causas feministas, como Sahle-Work Zewde, de Etiopía (“Si creen que estoy aquí para representar a las mujeres, eso sería un gran error”) o Mia Mottley, de Barbados (“No soy una primera ministra femenina. Soy una primera ministra”). También han tomado estas actitudes porque los desafíos de su mandato de grandes crisis nacionales las obligaban a dar prioridad a otras agendas (Theresa May frente al Brexit), o porque pretendían evitar alienar a los votantes más conservadores (Park Geun-hye, Dilma Roussef).
En México, la dinámica de las campañas ha evidenciado la existencia de estos patrones. Las candidatas han sido evaluadas por su apariencia personal, sus lazos familiares, maneras de criar a sus hijos, su tono de voz y estilo personal de liderazgo. Han enfrentado duras críticas por sus vínculos con los varones en sus vidas privadas y políticas y señalamientos por falta de autonomía frente a los hombres.
La sociedad, a su vez, adopta posiciones reservadas: de acuerdo con la encuesta de Enkoll para El País y W Radio, publicada el 4 de marzo de 2024, sólo 63% de las personas dice que el país “está preparado” para tener una mujer presidenta y un 61% prefiere que gane una mujer (53% de los hombres y 69% de las mujeres encuestadas).
En nuestro contexto cultural, la autoridad y legitimidad de las mujeres como líderes sigue siendo constantemente cuestionada (o socavada), tanto de maneras sutiles como explícitas. Desafiar estas normas y expectativas son un acto de equilibrismo constante que requerirá una gran fortaleza y habilidad política de la futura presidenta de México.
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Texto publicado en la edición 0012 de la revista Proceso, correspondiente a junio de 2024, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.