Karolina Gilas
¿Quién decide qué es democrático?
Consideremos el caso de Hungría bajo Viktor Orbán. Desde que llegó al poder en 2010, Orbán ha debilitado sistemáticamente las instituciones independientes, restringido las libertades de prensa y reescrito las leyes electorales para favorecer a su partido.En su provocador artículo “¿Quién decide qué es democrático?”, el politólogo Adam Przeworski aborda a una pregunta fundamental, urgente y difícil de contestar: ¿qué exactamente estamos defendiendo cuando defendemos la democracia?
En nuestra época polarizada las voces de los dos lados del debate público reivindican para sí y sostienen que defienden a la democracia. En México, en el debate sobre los límites a la sobrerrepresentación en la integración de la Cámara de Diputados, una parte de la escena política sostiene que no hay nada más democrático que una mayoría abrumadora respaldada en el voto popular, mientras que la otra insiste en la necesidad de contar con límites al poder y una representación equilibrada.
En los debates, por ejemplo, sobre los alcances de la incidencia del Poder Judicial en la revisión de las decisiones políticas (legislativas), se discute qué es más democrático: ¿respetar plenamente la decisión de los representantes electos por el voto popular o permitir que un órgano técnico (y político a la vez) establezca, en nombre de los principios y valores, algunos límites a estas decisiones?
En el corazón del análisis de Przeworski está la distinción entre definiciones minimalistas y maximalistas de democracia. La visión minimalista, que Przeworski favorece, define la democracia únicamente como un sistema donde los ciudadanos pueden elegir y remover libremente a los gobiernos mediante elecciones. Esta concepción valora la democracia intrínsecamente, por la capacidad misma que otorga a los ciudadanos para determinar quién los gobierna sin derramar la sangre.
En contraste, las visiones maximalistas ven la democracia como un medio para realizar ciertos valores extrínsecos, ya sea justicia, igualdad, participación o cualquier otro ideal. Aquí la exigencia es más alta: las elecciones deben ser no sólo libres y competidas, pero también equitativas; los derechos no sólo son reconocidos legalmente, pero ejercidos efectivamente por las personas.
La distinción puede parecer, a primera vista, un debate académico. Sin duda, lo es: las bibliotecas universitarias están llenas de libros que discuten las definiciones de la democracia y sus alcances. Pero también es una distinción fundamental para nuestra vida cotidiana.
Donde nos coloquemos –del lado del pragmatismo de las definiciones minimalistas o del idealismo del que parten las maximalistas– van a cambiar nuestras posiciones sobre qué significa la democracia, qué país, qué liderazgo o qué decisiones políticas son democráticas.
Consideremos el caso de Hungría bajo Viktor Orbán. Desde que llegó al poder en 2010, Orbán ha debilitado sistemáticamente las instituciones independientes, restringido las libertades de prensa y reescrito las leyes electorales para favorecer a su partido. Sin embargo, continuó ganando elecciones que los observadores internacionales consideraron en gran medida libres, aunque no completamente justas (al menos los ejercicios de 2014 y 2018).
Desde una perspectiva minimalista, Hungría aún podría considerarse una democracia hasta hace poco. Después de todo, el poder de Orbán provenía de victorias electorales logradas en el sistema electoral con sólida administración, aunque con ciertas irregularidades y desigualdades en la competencia entre le partido en el poder y la oposición. Pero aquellos que tienen una visión maximalista de la democracia –una que incluye protecciones sólidas para las libertades civiles y los derechos de las minorías– argumentarían que hace años Hungría se ha deslizado hacia una forma de autoritarismo competitivo.
Justo este tipo de casos, en los que liderazgos electos democráticamente impulsan cambios que modifican los diseños institucionales y los alejan de los estándares democráticos (tanto minimalistas como maximalistas), desafían nuestra comprensión de qué es, cómo es y cómo decidir los alcances de una democracia.
Es el viejo dilema, explorado ya en múltiples ocasiones, y otra vez muy vigente en la actualidad: ¿qué pasa cuando los votantes deciden apoyar a líderes que prometen entregar los resultados deseados incluso a costa de erosionar la democracia? ¿Qué pasa cuando las medidas propuestas o implementadas por estos liderazgos –con frecuencia populistas– eliminan los fundamentos del Estado de derecho o minan la capacidad de celebrar las elecciones libres y justas? ¿Cómo determinamos cuándo el retroceso democrático ha ido demasiado lejos? ¿Hasta dónde llega el derecho de la mayoría de impulsar los cambios que considera justos e idóneos? ¿Quién debe determinarlo? ¿En qué punto se justifica la intervención para preservar las instituciones democráticas contra la voluntad de una mayoría? ¿Qué clase de intervención es legítima sin contribuir –también– a erosionar la democracia?
Przeworski no responde directamente estas preguntas, pero plantea la necesidad de una profunda reflexión sobre los fenómenos que nos han llevado a la necesidad de plantearlas nuevamente.
Las instituciones democráticas son valiosas en sí mismas, al permitir el cambio pacífico de gobierno, permitir el pluralismo de ideas e intereses, expandir la esfera de derechos de las personas, incluyendo la autonomía individual y autodeterminación. Sin embargo, esos valores no necesariamente llegan a ser compartidos por toda la sociedad. Para muchas personas, la democracia es valiosa en tanto produce ciertos resultados: paz, bienestar, estabilidad, igualdad. ¿Qué pasa cuando la democracia no logra satisfacer las expectativas ciudadanas?
La respuesta que ofrece el texto resulta un tanto cruda: la democracia debe reformarse, debe innovar, debe cambiar. Przeworski sostiene que, con demasiada frecuencia, los defensores de la democracia caen en una posición puramente reactiva, oponiéndose a cada movimiento de los líderes populistas, sin ofrecer una propuesta sobre cómo se pueden mejorar las instituciones democráticas para generar los resultados que la ciudadanía espera. Esta posición defensiva no reconoce las frustraciones y descontentos muy reales que comparten importantes partes de las sociedades contemporáneas.
Lo que la democracia necesita, hoy más que nunca, es el reconocimiento de sus fallas y deficiencias y la capacidad de sus defensores de innovar, de proponer soluciones viables que atiendan a las críticas y demandas legítimas de quienes no se han visto –o sentido– beneficiados por su desempeño. En palabras de Przeworski: “Defender la democracia requiere más que oponerse a todo lo que hace el gobierno. La oposición debe ser más que una expresión de ira. Defender la democracia requiere un programa positivo y orientado al futuro para reformarla”.
En última instancia, debemos recordar que la democracia no es una idea fija e inamovible. Su construcción y vigencia son resultado de un proceso de renovación constante, en el que es indispensable tanto un compromiso firme con los principios fundamentales, como la flexibilidad en cómo los aplicamos a las circunstancias cambiantes.
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Texto de Opinión publicado en la edición 0015 de la revista Proceso, correspondiente a septiembre de 2024, cuyo ejemplar digital puede adquirirse en este enlace.