Colombia
Cárceles en Colombia: entre el hedor, el horror y el dominio criminal
Las cárceles colombianas, que albergan a 97 mil reclusos, son –como en otros países latinoamericanos– nidos de corrupción, violencia, drogadicción, las dominan los grupos criminales, son insalubres, sus instalaciones son obsoletas y los internos no tienen ninguna posibilidad de resocialización.Las cárceles colombianas, que albergan a 97 mil reclusos, son –como en otros países latinoamericanos– nidos de corrupción, violencia, drogadicción, las dominan los grupos criminales, son insalubres, sus instalaciones son obsoletas y los internos no tienen ninguna posibilidad de resocialización. Diego Arias, experto en el tema, las describe como fuente de “un hedor, una pestilencia, un aroma como a muerte (…) que se queda impregnado en uno”.
MEDELLÍN, COL. Colombia (Proceso).– Para Diego Arias, la miseria humana tiene un olor característico que se percibe en toda su crudeza en las cárceles. “Es un hedor, una pestilencia, un aroma como a muerte”, asegura, y ese olor nunca se va, “se queda impregnado en uno”.
Él aún siente el vaho de miles de hombres hacinados que sufren y que se matan entre ellos con cepillos dentales convertidos en puntas afiladas, con varillas cortadas de las rejas, con jeringas rebosantes de sangre de los presos enfermos de sida.
Diego Arias cree que, hasta hoy, huele a cárcel. “Mi familia me lo ha dicho y uno trata de dejar la cárcel en la cárcel, pero cuando se pasa por ahí, uno queda impregnado de cárcel, y eso es algo que produce náusea”.
Y no es que Diego haya estado en prisión por cometer delitos sino que ha trabajado en el sistema penitenciario la mayor parte de su vida. Ingresó como dragoneante (custodio) en 1996.
Con ese grado lo enviaron a la cárcel de máxima seguridad de Itagüí (aledaña a Medellín), donde estaban los sicarios más temibles del narcotraficante Pablo Escobar, entre ellos Mugre, Ñeris, Lamba, Valentín Taborda y Freddy González Franco, quien era parte del combo de “Los Hermanos Exterminio”. Esos criminales eran los privilegiados del penal.
Mientras custodiaba a algunos de los peores delincuentes de Colombia, Diego se dio tiempo para estudiar leyes. Luego hizo dos maestrías –en teoría jurídica y en derechos humanos– y un doctorado en derecho. Hoy es director de la Escuela Penitenciaria Nacional, donde se forman los futuros dragoneantes, y promueve una reforma estructural al sistema carcelario colombiano.
Cree que la resocialización de los internos es posible y piensa que es viable atacar la corrupción que tiene tomadas las prisiones y que propicia casos que resultan inaceptables para la sociedad colombiana.
Hace unos días, el delincuente Ober Ricardo Martínez Gutiérrez, El Negro Ober, transmitió un video desde la prisión de máxima seguridad de Girón, en el nororiente de Colombia, en el que amenazaba de muerte a fiscales, policías y comerciantes a los que extorsiona desde la cárcel.
El Negro Ober, quien purga una condena de 50 años y apareció en el video fumando un cigarro de mariguana y ostentando dos grandes anillos, reaccionó así luego de que su esposa, Julieth Vanessa Martínez, fuera detenida, acusada de manejar las finanzas del grupo criminal que el delincuente controla desde la prisión.
El caso provocó un generalizado repudio pues dejó expuesto, otra vez, un sistema de corrupción que permite que un delincuente con ese prontuario siga manejando sus rentas criminales en una prisión de máxima seguridad y, además, tenga acceso a drogas y a un celular con el que graba sus videos, cual youtuber. Unos días antes de ese escándalo se había conocido que el año pasado, oficiales de la policías y custodios penitenciarios fueron cómplices de la fuga de Juan Larinson Castro, Matamba, un alto jefe del Clan del Golfo, principal banda criminal de Colombia.
Aunque El Negro Ober fue trasladado a otro penal y el director de la prisión donde grabó el video fue cesado, el episodio presionó al Congreso a agilizar el debate de la iniciativa de reforma penitenciaria que fue presentada en febrero pasado y que introduce un enfoque de derechos humanos y resocialización a un sistema que ha sido descrito por la Corte Constitucional colombiana como “inconstitucional”, por la masiva violación de garantías individuales que se produce en las prisiones.
Los “murciélagos”
“La cárcel”, dice Diego Arias, “es una sociedad pequeña, en la que hay desde indigentes hasta exministros y empresarios. Las clases sociales se reproducen ahí con más intensidad. Los ricos y los jefes mafiosos tienen celulares, cocineros, escoltas, visitas de prostitutas y el control de los patios. Las rémoras (como se llama a los presos más desamparados) no tienen nada, son lo último en la cadena del ser humano. Algunos duermen parados porque no hay espacio o se turnan con otros para dormir a ratos en el suelo”.
Algunos de los que duermen de pie se atan a las rejas con una sábana, para no desplomarse. Los custodios los llaman “los internos murciélagos”.
El fenómeno del encierro, cuenta Diego, es despiadado. “Llega usted por un delito leve, con una cobija, con una colchoneta que le trae la familia, con su radiecito… y de pronto llegan dos tipos y le dicen: ‘Viejo, esa colchoneta, ese radiecito y su cobija y sus gafas y sus zapatos y su reloj son míos’, y lo dejan en calzoncillos y le toca dormir en el piso o parado”.
Los internos con dinero pagan por protección y los delincuentes avezados compran un chuzo (puñal artesanal) y ponen límites, a veces al costo de su vida. Otros se vuelven sirvientes de los caciques que controlan los pabellones. Los guerrilleros, paramilitares, políticos, empresarios y exfuncionarios tienen sus áreas de confinamiento y en ellas están a salvo.
El sistema de privilegios se basa en el poder económico o de intimidación de los reclusos. Hay quienes pueden pagar los 100 mil pesos colombianos (20 dólares) que puede costar una hamburguesa; los 500 dólares en que se cotiza una botella de whisky y los cuatro mil dólares que se paga a los custodios por un celular. Las drogas valen diez veces más que en la calle.
Si el dinero no basta, los capos recurren a la amenaza. “Les dicen a los custodios: ‘Yo sé dónde vives, tu esposa es muy linda, tus hijos van a tal escuela, y no queremos que les pase nada’, y eso intimida a cualquiera”.
Los reclusos mexicanos
Uno de los grupos de privilegiados en las cárceles de Colombia son los narcotraficantes mexicanos que han sido capturados en este país y que viven su reclusión custodiados por los sicarios de sus socios colombianos.
“Los mexicanos (hay 42 internos de esa nacionalidad en Colombia) tienen comodidades, les preparan comida especial y tienen tabletas y celulares muy sofisticados (encriptados) para comunicarse al exterior”, señala Diego.
En 1998, cuando era custodio en la cárcel Modelo de Bogotá, Diego comenzó a involucrarse en el movimiento sindical de trabajadores penitenciarios. Entre 1999 y 2001, en la Modelo hubo 95 muertos y 17 desaparecidos en enfrentamientos entre paramilitares, guerrilleros y bandas del narcotráfico, en los que se usaron granadas, fusiles y pistolas.
“Hubo muchos descuartizamientos de cuerpos. Las armas las entraban en el rancho (en la comida), en los bultos de papa y arroz, en las visitas… entraba de todo, estupefacientes, licor, es imposible controlar eso porque no hay tecnología, no hay personal, y hay corrupción. Hoy los estupefacientes entran también con drones o las lanzan con caucheras (resorteras)”, asegura.
En esa época Diego comenzó a cuestionar el modelo penitenciario, las injusticias que produce y el estado de fragilidad laboral de los custodios.
“Un dragoneante tiene un palito –dice–, una macana, y pasa a ser un simple espectador, porque no puede controlar a cientos de personas que se dan bala. Lo que hace es esperar a que todo pase y saca los muertos. A algunos los han chuzado (picado) con jeringas llenas de sangre de portadores de sida”.
Y es que la cárcel en sí misma es violenta. “El hecho de encerrar un individuo por 10, 20, 30 años ya es un ejercicio de extrema violencia. Por eso es que ahí ocurren tantas cosas malas”, afirma Diego, quien fue dragoneante en varias prisiones y luego, cuando se tituló de abogado, fue funcionario.
La Ley del Talión
Diego Arias dice que los códigos carcelarios son una forma de autogobierno cuya observancia “es sagrada”. A un abusador sexual, otros reclusos lo pueden violar “dos o tres noches seguidas” porque ellos, por lo general, aborrecen los delitos contra niños y mujeres, y “esos casos los castigan con la Ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente”. Otra norma es que nadie se puede meter con la visita conyugal o una pareja, “ni coquetear siquiera”.
Diego repite mucho la palabra “muerte”. La muerte siempre ronda como una sombra en los penales, donde hay asesinos, violadores, criminales de lesa humanidad, delincuentes redomados y “gente que ha matado con saña”.
En las noches, cuenta Diego, cuando todos duermen, los guardias ven “entes que cruzan” los pasillos de concreto y los patios vacíos. Son siluetas veloces que en algunos casos quedan registradas en las cámaras.
Considera que “esas energías, que se perciben con mucha fuerza”, son producto de los horrores que ocurren en esas comunidades hacinada en las que campesinos que se robaron un ternero conviven con sicarios, asesinos en serie, esquizofrénicos, terroristas que han cometido ataques con explosivos y paramilitares que decapitaron a sus víctimas y jugaron futbol con sus cabezas.
“En esa locura, la mayoría de los privados de libertad, yo creo que más de 70 por ciento, viven drogados o alicorados –asegura–. Es una forma de evadirse. Hay mucha gente enferma ahí, con problemas mentales o de salud”.
Señala que también los custodios, que suman 12 mil –la mitad de los que necesita el sistema–, padecen graves trastornos psicológicos por el régimen laboral tan exigente y por las presiones que viven en sus labores de control y vigilancia de una población carcelaria efervescente y volátil.
“Usted, como dragoneante, entra a una cárcel a las 7 de la mañana, y a las 10 de la mañana ya está reventado, no da más, por el olor, por el ambiente que se respira ahí…” Un dragoneante es “como un preso asalariado”. Su sueldo es de unos 400 dólares mensuales y no percibe horas extras.
“Es una esclavitud moderna”, dice Diego, autor de siete libros sobre sistemas penitenciarios.
Las tragedias
Hace unos meses Diego se encontró en una cárcel en Bogotá a una esforzada joven de 24 años, Patricia, que estudiaba medicina y que en una noche de parranda universitaria acabó en forma circunstancial en un departamento en el que la policía encontró drogas, armas y un secuestrado. Sin recursos para contratar un buen abogado, acabó sentenciada a 26 años de prisión.
“Ella estaba en el momento y en el lugar equivocados. Su familia no tiene dinero para hacer una apelación y su expectativa es que va a salir a los 50 años a empezar de cero, con el estigma… aquí decimos que la cárcel es para los de ruana (jorongo, es decir, para los campesinos, para los pobres)”.
El caso que más ha impactado a Diego es el de una mujer que asesinó a su bebé de dos meses, abrió el cadáver, lo llenó de cocaína e intentó tomar un vuelo para España. Fue detenida en el aeropuerto de Bogotá por policías que advirtieron la palidez del pequeño difunto. “La vi en la cárcel del Buen Pastor (en Bogotá) y hablé con ella, pero era una autómata”.
La reforma que viene
Diego Arias, quien además de doctor en derecho es filósofo, cree que la llegada del izquierdista Gustavo Petro a la Presidencia es una oportunidad para emprender un cambio del sistema penitenciario, que es reflejo de un país con un conflicto armado y golpeado por la violencia criminal.
Su diagnóstico, que aplica para cualquier país de América Latina, es que las cárceles colombianas, que albergan a 97 mil reclusos, son nidos de corrupción, violencia, drogadicción, están hacinadas “hasta en 200%”, son insalubres, sus instalaciones son obsoletas y los internos no tienen ninguna posibilidad de resocialización.
Diego Arias es autor de un estudio en el que urge a emprender una reforma estructural al sistema penitenciario colombiano. Propone unificar todos los regímenes penitenciarios en una sola institución, tratar la drogadicción permitiendo el consumo regulado de mariguana en los penales y crear colonias agroindustriales en las que los reclusos puedan involucrarse en proyectos productivos y ambientalmente sostenibles.
El experto sabe que la tarea principal es dignificar la vida de decenas de miles de privados de la libertad, que en su gran mayoría son de mínima o mediana peligrosidad y tienen el perfil para otorgarles penas alternativas a la prisión, como libertad vigilada, el pago de fianzas y trabajo comunitario.
De hecho, el ministro colombiano de justicia, Néstor Osuna, coincide con Diego en que el sistema penitenciario “es un rotundo fracaso”.
Diego Arias considera que la iniciativa del gobierno para reformar el sistema penitenciario es positiva, porque amplía la posibilidad de que los responsables de delitos cumplan sus penas de manera extramuros, pero “se queda corta, porque no aborda los problemas endémicos y estructurales”.
Reportaje publicado el 9 de abril en la edición 2423 de la revista Proceso cuya edición digital puede adquirir en este enlace.