Cultura
Desde la entraña Picasso, padre y brujo
Esta es una aproximación que explora por primera vez el mundo afectivo de Picasso con su hija Maya a través de escultura, gráfica, fotografía y documentos de archivo, pero también aspectos de la personalidad del artista, como su relación con lo mágico y la superstición.La oferta del Museo Picasso de París es un ejemplo de cómo, en un esfuerzo por responder a los nuevos estímulos de la realidad, museos y galerías han ido transformando las concepciones temática, museográfica y curatorial. Esta es una aproximación que explora por primera vez el mundo afectivo de Picasso con su hija Maya a través de escultura, gráfica, fotografía y documentos de archivo, pero también aspectos de la personalidad del artista, como su relación con lo mágico y la superstición. Quien dirige la visita a Maya-Ruiz-Picasso, hija de Pablo, en la cual participó Proceso, es la cocuradora Diana Widmaier-Ruiz-Picasso, hija de Maya.
PARÍS (Proceso).- Los caminos de Pablo Picasso y Marie-Thérèse Walter se cruzan el 8 de enero de 1927 en el Boulevard Haussman, afuera de Las Galerías Lafayette, famoso almacén en esta ciudad.
La belleza clásica de Marie-Thérèse, su perfil griego, subyugan al pintor, quien la aborda sin rodeos diciéndole: “Me gustaría retratarla. Soy Picasso”.
Marie-Thérèse tiene 17 años y vive con su madre. Le encanta el deporte, la pintura no le llama la atención ni le suena el nombre del paseante atrevido, según contará décadas después en una de sus escasas entrevistas.
Artista renombrado, Picasso acaba de cumplir 46 años. Comparte su tiempo entre largas horas solitarias de creación y una vida mundana con el tout París artístico que fascina a Olga Khokhlova, una de las bailarinas estrellas de los célebres Ballets Rusos, con quien se casó en 1918.
Marie-Thérèse vacila varios días antes de tocar a la puerta del estudio de la calle de la Boétie, y muy pronto nace una relación pasional entre el pintor y su musa.
Es una pasión secreta, pues Marie-Thérèse es menor de edad e implacables son los celos de Olga, hastiada por los incesantes deslices amorosos de Picasso.
Extrañadamente esa relación incandescente que Picasso plasma en obras luminosas de gran intensidad erótica, siempre seguirá envuelta en la penumbra.
“Maya, mi madre, nace de esa pasión secreta en 1935”, cuenta Diana Widmaier-Ruiz-Picasso, nieta del artista y cocuradora de la muestra Maya-Ruiz-Picasso, hija de Pablo, exhibida actualmente en el Museo Picasso de París.
“En realidad mi madre se llama María de la Concepción, en homenaje a la hermana menor de Picasso fallecida en 1895, cuando tenía siete años, pero de niña decía maia en lugar de María y se impuso Maya”, dice Diana mientras inicia un recorrido por la muestra con un grupito de periodistas.
Historiadora de arte, autora de varios ensayos sobre Marie-Thérèse Walter, esa mujer elegante cuyo parecido físico con Picasso impresiona, lleva una década trabajando sobre el catálago razonado de las esculturas de éste, y años soñando con destacar ante el lugar muy peculiar ocupado por su madre –que acaba de cumplir 87 años– en la vida y la obra del artista.
“Maya es la primera hija de Picasso. Nace 14 años después de Paul, hijo de mi abuelo, y Olga Khokhlova, y una década antes de Claude (1945) y Paloma (1947), hijos de la relación de Picasso con Françoise Gilot”, precisa, y enfatiza:
“Su nacimiento agudiza las tensiones entre Olga y Picasso, accelera su separación, mas no el divorcio, que Olga rechaza. Su negativa impide que mi abuelo reconozca a su hija, y es como padrino que Picasso asiste al bautizo de Maya en junio de 1942.”
Intensa es la relación entre el maestro y su primera hija, pero sólo dura hasta 1955. Las veleidades de independencia de Maya tropiezan con el carácter posesivo de su padre. Diana no aclara el motivo de la ruptura de su madre con Picasso, que dura hasta la muerte de éste último en 1973. Insiste en cambio sobre la decisión de Maya de emprender una carrera de historiadora de arte en 1980, convirtiéndose en reconocida experta internacional de la obra del pintor nacido en Málaga, España, en 1881.
En 2017 Diana Widmaier-Ruiz-Picasso rinde un primer homenaje a Maya en una muestra organizada con la Galeria Gagosian. Es un preludio a la doble muestra actualmente albergada por el Museo Picasso.
La primera, curada por Emilia Phillipot, directora de las colecciones del museo, presenta y contextualiza un conjunto de ocho obras del artista –seis pinturas, una escultura, un cuaderno de dibujos y una figura de arte polinesio– obsequiadas al Museo Picasso por Maya Ruiz-Picasso como pago de impuestos de donaciones.
Sobresalen dos retratos: uno muy austero, Don José Ruiz, padre del artista, que Picasso realiza en 1895 a la edad de 14 años, con un dominio magistral del claroscuro, y otro lleno de humor. Ese segundo retrato resbosante de ternura es el de Emilie Marguerite Walter, madre de Marie-Thérèse y abuela de Maya, que Picasso inmortaliza en 1939 obviamente seducido por su rostro regordete, su piel rozagante y sus lentes redondos.
La segunda exposición, Maya Ruiz-Picasso, hija de Pablo, es una inédita inmersión en la intimidad de Picasso y Maya.
“De sus cuatro hijos, Maya es la que más a menudo representa Picasso en pinturas y dibujos. Tenemos conocimiento de 14 retratos de Maya pintados entre 1938 y 1939. Logramos reunir 12. Es una proeza, ya que gran parte de esos retratos pertenecen a coleccionistas privados y están esparcidos en el mundo”, comenta orgullosa Diana Widmaier-Ruiz-Picasso.
Expuestas todas juntas, las semblanzas de esa niña de carácter templado, vestida como marinero o con ropa de colores vivos, cargando, según los cuadros, un barquito, una muñeca, un caballo de madera o cazando una mariposa, componen un fresco tan jubiloso como críptico.
A menudo se entremezclan el perfil griego y sensual de Marie-Thérèse y el rostro malicioso de Maya, un muñecote que la chica aprieta con ternura tiene los rasgos de su padre, una sugerencia poco subliminal de sexo feminino aparece en el tronco negro sobre el que está sentada Maya…
“Los retratos pintados de Maya reflejan a la vez la complejidad de las exploraciones plásticas de Picasso y la atención que presta a los cambios físicos y psíquicos de su hija”, explica Diana, que habla de “cubismo psicólogico” para definirlos.
Agudizan la sensación de inmiscuirse en la intimidad del pintor las numerosas fotos expuestas por primera vez del artista teniendo a su hija recién nacida en los brazos, con orgullo y asombro, jugando con ella en jardines y playas o posando a su lado en el balcón del departamento del Boulevard Henri IV en agosto de 1944, para festejar la liberación de París.
Nos acercan aún más a la complicidad con su hija algunos “tesoros conservados religiosamente” por Marie-Thérèse y Maya.
“En el trabajo previo a esa exposición me metí de lleno en la colección de mi madre y descubrí archivos sorprendentes. Me llamaron la atención unos cuadernos de escuela y de colorear en los que padre e hija dibujaban a cuatro manos”, comenta Diana mientras miramos cuadernillos amarillentos y frágiles adornados por arlequines, bailarinas, payasos y un sinnúmero de gallinas, caballos, perros.
“Estas siluetas de animales dibujados sin levantar el lapiz del papel con los que Picasso llena los cuadernos de Maya, le permitieron transmitir a su hija su pasión por la forma y la línea pura. Pero a Picasso le gustaba también observar cómo dibujaba Maya. Ambos se impregnaban de las características plásticas del otro. La exploración de los dibujos enlazados de Picasso y Maya hablan tanto de su complicidad como del deseo de Picasso de dilucidar los misterios de una creación espontánea, rebelde, libre de aprendizaje”, subraya la nieta del artista.
Sigue explicando: el genio precoz de Picasso lo privó de una cierta forma de “inocencia creativa”. Picasso decía que sus primeros dibujos nunca hubieran podido ser exhibidos en una exposición de obras infantiles, porque carecían de cierta torpeza y de “naiveté” (ingenuidad).
Cuenta también:
“Un día, viendo justamente una muestra de dibujos infantiles, exclamó: ‘Cuando tenía su edad yo dibujaba como Rafael, pero me tocó toda una vida para aprender a dibujar como ellos’.”
Diana Widmaier-Ruiz-Picasso movió cielo y tierra para pedir prestados juguetes de madera, cartón y papel que Picasso creó para Maya. Algunos pertenecen a la colección del Museo Picasso, muchos a coleccionistas privados. Una vez más deslumbra el arte con el que Picasso logra convertir materiales humildes en objetos poéticos. Armado con tijeras y papel de envolver, el artista crea un teatrito y sus actores… Cortadas y dobladas, tarjetas de invitación se vuelven pájaros.
“Es difícil saber qué estatus asignaba Picasso a estos objetos –reconoce Diana–. ¿Los consideraba como obras o simples juguetes? En todo caso son el eco de los objetos de papel cortado que confeccionaba cuando era niño y que conserva el Museo Picasso de Barcelona.”
La sala más singular de la muestra Maya Ruiz-Picasso, hija de Pablo es sin duda la que Diana llama Memorabilia, en relación –explica– tanto con el místico sueco Emmanuel Swedenborg (que afirmaba estar en contacto con Dios y los espíritus, y usaba esa palabra –“recuerdos” en latin– para referirse a sus “visiones”–, como a los surrealistas y los dadaístas.
“Picasso no tira nada, nunca –enfatiza su nieta–. Lo conserva todo, desde el polvo hasta la factura de la lavanderia, pasando por las cartas de las mujeres que compartieron su vida. Un día comentó a Jaime Sabartés, su amigo íntimo y fiel secretario : ‘¿Por qué debería tirar lo que me hizo el favor de llegar hasta mi ?’.”
Sigue diciendo Diana:
“En su libro Vivir con Picasso, Françoise Gilot describe el estudio de la calle de La Boétie atascado desde el piso hasta el techo, y apunta, por ejemplo, que una caja de cerillos vacía se encontraba al lado de una acuarela de Georges Seurat”, al tiempo que señala con una leve sonrisa un mostrador en el que están expuestos media docena de mechones de cabello identificados cada uno por palabras escritas a mano en papelitos burdamente rasgados.
Pedazos de cabello de Picasso cortados por el mismo, años 1940- 1945, se puede leer en uno de ellos. Más asombrosas aún resultan varias cajitas de plástico llenas de sus uñas cortadas.
Picasso cree en la magia negra y teme que personas mal intencionadas usen estos residuos de su cuerpo para hacerle mal de ojo. Durante años los entrega a Marie-Thérèse, quien fiel a esa misión de confianza los conservará hasta su muerte. Maya toma el relevo, convirtiendolos en extrañas reliquias. Y finalmente Diana los descubre en los archivos de su madre.
“¡No di crédito! ¡Llevaban tantas décadas guardados, intocados, misteriosos! Manipularlos me causó una emoción intensa”, confiesa.
En esa misma sala Memorabilia se exponen dos gabardinas, un saco, varios pares de zapatillos y zapatos del artista, todos bastante gastados. Por el mismo temor supersticioso de ser embrujado, Picasso no los regala ni los tira nunca. Sólo a veces acepta deshacerse de ellos quemándolos.
Diana conocía unas creencias de su abuelo, pero verlas materializadas así la impresiona tanto que decide investigar el tema a fondo.
Asesorada por Philippe Charlier, médico y antropólogo que dirige el departamento de Investigación y Capacitación del Museo Branly, empieza a profundizar en esas supersticiones que el artista había heredado de su doble origen andaluz e italiano, y acaba indagando su sentido mágico y su espiritualidad. Es el tema de Picasso Sorcier (Picasso brujo), libro publicado el pasado mes de marzo.
“Las supersiticiones más anodinas aterran a Picasso –relata Diana–: cruzarse con un gato negro, aventar un sombrero en una cama, dejar un paraguas abierto en una habitación. Pero la más radical concierne a su testamento, que se obstina en no querer redactar. ‘Eso atrae a la muerte’, dice a las personas inconscientes que se atreven a tocarle el tema.”
El pavor que le inspira la sola mención de la palabra testamento, y su empeño en conservar sus más pequeños garabatos o los primeros zapatitos de sus hijos, hunde a los herederos en una situación casi inextricable. Se requieren tres años para hacer el inventario completo de todo lo que amontona en sus casas, estudios y guardamuebles.
A lo largo de su vida, Picasso conserva mil 885 pinturas, 7 mil 89 dibujos, mil 228 esculturas, 6 mil 112 litografías, 2 mil 800 cerámicas, 18 mil 95 grabados, 3 mil 183 estampas, 149 cuadernos de dibujos y esbozos, ocho alfombras, 11 tapices… y 200 mil archivos y objetos personales.
En la plática con los periodistas, mientras visitamos la exposición, Diana insiste en la importancia del polvo que se acumula en los estudios de su abuelo y lo cubre todo.
Y, según aclara, Picasso considera el polvo como una huella infinita –casi impalpable, al límite de lo inmaterial– de sí mismo. Es una alegoría del tiempo. Significa a la vez la disolución de todas las cosas y su subsistencia. Pero sobre todo, el polvo protege. Es lo que explica un día al gran fotógrafo Brassaï: “Siempre prohibí que se hiciera limpieza en mis estudios, porque siempre conté con la protección del polvo. Es mi aliado. Siempre le permití que se instalara donde quisiera.”
“En realidad –insiste Diana–, mi abuelo estima sin ambigüedad alguna que las cosas poseen ‘un ser interior’, ‘un alma secreta’ cuya función es proteger, no por medios físicos, sino mágicos. De ahí su insistencia en guardarlo todo. De ahí la importancia que tiene en su obra y su vida el arte de las civilizaciones no europeas”.
En el capítulo de Picasso Brujo dedicado a las artes primigenias, Diana reproduce unos parrafos de Vivir con Picasso, de Françoise Gilot, en los cuales el artista recuerda su primera visita al Museo de Etnografía de París, en 1907, junto con el pintor André Derain. Le asquean y lo deprimen el abandono y el olor a humedad del lugar, pero decide quedarse para “examinar esas máscaras, todos esos objetos que los hombres habían realizado para que cumplieran una misión sagrada, mágica, para que les sirvieran de intercesores con las fuerzas desconocidas y hostiles que los rodeaban. Así buscaban estos hombres superar sus temores, dándoles color y forma.
“Entendí entonces que eso era el sentido de la pintura. No es un proceso estético, es una forma de magia que se interpone entre el universo hostil y nosotros, una manera de tomar el poder imponiendo una forma a nuestros miedos como a nuestros deseos. El día en que entendí eso, supe que había encontrado mi camino.”