Historia
Picasso en Francia: un extranjero siempre vigilado
Radicado en París desde principios del siglo XX, el pintor fue objeto de una estrecha vigilancia policiaca, pues se le consideraba anarquista y a las autoridades galas les causaba pánico esa corriente de pensamiento.Radicado en París desde principios del siglo XX, Picasso fue objeto de una estrecha vigilancia policiaca, pues se le consideraba anarquista y a las autoridades galas les causaba pánico esa corriente de pensamiento. Aunado a ello, el pintor era extranjero en un país que entonces se destacaba por su xenofobia. Las vicisitudes del pintor en esa etapa de su vida son desmenuzadas por la historiadora Annie Cohen-Solal en su reciente volumen Un extranjero llamado Picasso.
PARÍS (Proceso).- El primer informe de la policía francesa sobre Picasso se remonta al 18 de junio de 1901 y está firmado por el comisario Rouquier: “Picasso trabaja como artista pintor. Lo visitan desconocidos. Recibe cartas y periódicos de España. Pintó últimamente un cuadro que representa a soldados extranjeros que golpean a un mendigo caído en el suelo. En su cuarto hay otros cuadros que representan a madres de familia pidiendo limosna a burgueses que las rechazan (…). Sus horas de salida y regreso a casa son irregulares. Cada noche sale con Manach (sic) y regresa en la madrugada. (…) De todo eso resulta que PICASSO comparte las ideas de su compatriota MANACH que lo hospeda. Por lo tanto cabe considerarlo también como anarquista”.
Subrayada varias veces en rojo, la última frase implica una vigilancia estricta… A partir de 1901 y durante cuatro décadas, el artista más influyente del siglo XX, radicado en forma permanente en Francia, estará en la mira de la policía, y mientras más pasen los años, más nutrido se volverá el Dossier d’Etranger, no. 74 .664 de Ruiz. Picasso, dit Picasso. Pablo, né le 25.10.81. Malaga. Peintre.
Por si eso fuera poco, en 1940, a pesar de su inmensa fama internacional, las autoridades galas rechazarán su solicitud de naturalización.
“¡Cuidado! –advierte la reconocida historiadora Annie Cohen-Solal–, la policía no persigue a Picasso, lo trata ‘solamente’ con la dureza que manifiesta contra los extranjeros radicados en Francia a finales del siglo XIX y en la primera mitad del XX. Los controles a los que está sometido el artista son cada vez más drásticos: obligación de mantener informada a la delegación de policía de su barrio de cada salida del país y de cada regreso a Francia, así como de sus idas y vueltas a provincia, obtención de una cédula de identidad de extranjero, tomas de huellas digitales para un sinnúmero de trámites… Semejante coerción mantiene a Picasso en una precariedad administrativa apremiante de la que nunca se quejó y que nadie sospechó.”
Y es precisamente esa vulnerabilidad –faceta desconocida de la vida del autor de Guernica– la que descubrió Cohen-Solal, cuyas biografías del filósofo Jean-Paul Sartre (1985), de Leo Castelli –promotor del expresionismo abstracto estadunidense (2010)– o del pintor Mark Rothko (2013) son consideradas trabajos de referencia.
Según confía a la corresponsal, la escritora se sumergió seis años en los archivos de la Prefectura de Policía de París, en los de la Nación y del Museo Picasso de esta ciudad, así como en varios archivos privados. Lo hizo, recalca, con la tenacidad de un detective y un júbilo matizado de estupefacción e indignación que iban creciendo al filo de su investigación… Cohen-Solal plasmó sus hallazgos inéditos en Un extranjero llamado Picasso, libro de 728 páginas galardonado con el premio Femina-Ensayo el pasado 25 de octubre, y asumiéndose como curadora de Picasso el Extranjero, una exposición inaugurada el 3 de noviembre en el Museo de la Historia de la Inmigración.
Montmartre
En 1901 Picasso visita por segunda vez París, ciudad que lo atrae al tiempo que lo desestabiliza, pues no habla francés y dispone de escasos recursos. En 1900, antes de cumplir 19 años, el ya talentoso pintor pasó tres meses en la capital francesa con su amigo Carlos Casagemas. Ambos van a la Exposición Universal para ver el cuadro que expone Picasso en el pabellón español, pero dedican la mayor parte de su tiempo a museos y galerías de arte. Por la noche frecuentan tabernas de mala muerte del barrio marginal y rebelde de Montmartre, cuna de la Comuna de París en 1871 (cuyas heridas distan de haber sanado aun después de 30 años).
Los acoge la comunidad anarquista catalana instalada en Montmartre, a la que pertenece Pere Mañach. Ese comerciante de arte, atípico y de probidad dudosa, percibe de inmediato el talento de Picasso y convence a Ambroise Vollard, galerista parisino audaz, para que exponga los cuadros de ese joven español desconocido. Es la razón por la que el artista vuelve a París el 2 de mayo de 1901 y se hospeda en casa de Mañach.
Picasso no lo sabe, pero desde el inicio del affaire Dreyfus –la falsa acusación de “alta traición” contra el capitán Alfred Dreyfus por parte de una coalición política nacionalista y antisemita que sacude y divide Francia entre 1894 y 1906– la Prefectura de Policía de París desarrolla y perfecciona un sistema de control fuera de lo común, que conforme pasa el tiempo logra juntar 4 millones de informes y 2 millones de expedientes sobre “individuos sospechosos o con antecedentes judiciales”.
Cohen-Solal subraya que “esa Dirección General de Investigaciones es tan novedosa y eficiente, que autoridades policiales de numerosos países hacen el viaje a Francia para observar su funcionamiento”, antes de precisar que tal institución está gangrenada por una xenofobia que se va agudizando al filo de los años y culmina con su colaboración estrecha con los ocupantes nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Si bien Picasso sale de noche con Mañach, de día trabaja con una energía impresionante, logrando pintar 64 cuadros en siete semanas, entre los cuales resaltan obras maestras de su primer periodo, como La enana, En el Molino Rojo, La bebedora de ajenjo, La espera (Margot)…
Chocan, asombran o fascinan los retratos saturados de colores de prostitutas envejecidas, demasiado maquilladas, de hombres y mujeres adictos a la morfina o de mujeres miserables jalando hijos demacrados que el artista presenta en la Galería Vollard. El 17 de junio de 1901, entusiasta, Gustave Coquiot, crítico de arte del diario Le Journal, predice: “Mañana se celebrarán las obras de Pablo Ruiz Picasso”.
Al día siguiente, después de haber leído esa nota, Rouquier crea el expediente Picasso, juntando rumores y chismes malévolos recolectados por cuatro soplones que espían al pintor desde su primera estadía en Francia.
Frustrado, el comisario debe admitir que Picasso no asiste a las reuniones anarquistas de Montmartre ni despliega actividad política alguna.
Recalca Cohen-Solal: “Por lo tanto, el comisario usa su relación con Pere Mañach y las temáticas de sus cuadros, poblados de personajes de los bajos fondos, para acusarlo de anarquista. Son sus únicas pruebas. Y por extravagante que parezca, ese expediente patético es el punto de partida de un fichaje policial sistemático de 40 años”.
En 1905, por ejemplo, el prefecto de policía de París exige al comisario de Montmartre que ubique “a ese señor Picasso” y que lo mantenga informado “sobre su actitud”.
Picasso vive entonces apartado de sus compatriotas anarquistas. Desde 1904 está instalado en el Bateau-Lavoir, un conjunto de unos 30 insalubres talleres de artistas, adosados a la colina de Montmartre, que cuentan con una sola llave de agua y un solo baño para todos los inquilinos.
Pese a sus condiciones de vida más que precarias, el pintor considera esa época como la más feliz de su vida. En 1907 lo visita Daniel-Henry Kahnweiler, un alemán cultísimo de 24 años quien acaba de abrir una pequeña galería de arte en París y presiente de inmediato la importancia de la revolución cubista en gestación en ese taller miserable.
A pesar de su juventud, Kahnweiler logra desarrollar una red de contactos internacionales que le permite promover las obras de sus artistas –André Derain, Maurice de Vlaminck, Fernand Léger, Georges Braque y por supuesto Picasso– en Alemania, Europa Oriental y Rusia.
Según explica Cohen-Solal, a diferencia de sus homólogos galos, galeristas, críticos de arte y coleccionistas de estos países frecuentan asiduamente su galería y el taller de Picasso para adquirir obras.
Hasta su reconocimiento oficial en Francia a finales de los cincuenta, Picasso se tropieza no sólo con un laberinto administrativo-policiaco inextricable, sino también con el desdén de las grandes instituciones culturales galas y de sus coleccionistas privados, a excepción de contados estetas distinguidos y adinerados que le compran cuadros y lo protegen cuando lo necesita.
El escándalo provocado por la presencia de cuadros cubistas en el Salón de Otoño de 1912 da la medida de la cerrazón oficial ante el surgimiento de ese cuestionamiento radical de la representación artística del mundo que, según se afirma en casi toda la prensa, “amenaza la identidad nacional francesa”.
“Es intolerable que el Estado haya acogido en el Grand Palais una exposición que acumula las cosas más feas, triviales y vulgares que se pueda imaginar”, protesta un miembro del Consejo de París antes de lanzarse contra los pintores cubistas, a quienes califica de “malhechores que se comportan en el mundo de las artes como los apaches (grupo de delincuentes) en la vida diaria”. El debate degenera y acaba sacudiendo la Cámara de Diputados: “No hay que estimular la basura. Hay basura en las artes como en cualquier parte”, advierte enfurecido el diputado Jules-Louis Breton…
El impulso de De Zayas
Picasso no da crédito. Al tiempo que lo vigila la policía y que periodistas y políticos estigmatizan el cubismo, sus cuadros adornan los palacios de Sergei Shchukin y de los hermanos Iván y Mijaíl Morozov –dos coleccionistas multimillonarios rusos– junto con los de Renoir, Manet, Gauguin, Cezanne, Van Gogh… Los admira la élite cultural rusa.
“La obra de Picasso también se da a conocer en Estados Unidos gracias a un mexicano”, enfatiza Cohen-Solal; hace hincapié en el papel precursor de Marius de Zayas, un erudito de 30 años cuya acomodada familia, oriunda de Veracruz, se exilia a Nueva York durante el porfiriato.
De Zayas visita el Salón de Otoño de 1910 y en seguida escribe a su amigo Alfred Stieglitz, célebre fotógrafo y galerista estadunidense de vanguardia: “La verdadera estrella es un español cuyo nombre se me escapa…” Unos días más tarde precisa: “Es en la obra de Picasso que tienes que buscar las municiones para tus futuros combates”.
El 28 de marzo de 1911 se inaugura Early Recent Drawings and Water Colors by Pablo Picasso en la mítica Galería 291, de Stieglitz. Es la primera muestra de una larguísima lista. Despierta interés, desconcierto y polémicas, pero abre muchas puertas en Estados Unidos mientras las de Francia están cerradas con candado. ¿Como explicar ese fenómeno cuando París se vanagloria de ser la capital mundial del arte? Según Cohen-Solal, pesa mucho el recuerdo de la derrota militar que infligió Alemania a Francia en 1871 y flota en la atmósfera gala una mezcla malsana de frustración, deseo de revancha y nacionalismo desenfrenado.
“En ese siniestro contexto la ‘colusión’ entre un comerciante alemán de arte, un artista español, coleccionistas rusos, checos, alemanes y estadunidenses, convierten el cubismo en un movimiento vanguardista que acumula todos los vicios denunciados por los ‘buenos franceses’: charlatanismo, embuste, complot contra la integridad del país. En realidad es una guerra del bien contra el mal, de los ‘franceses honestos’ contra ‘peligrosos’ extranjeros”, dice la historiadora.
Y comenta divertida: “Cabe recordar que en 1911, en plena histeria nacional por el robo de La Gioconda del Museo del Louvre, el expediente policial de Picasso se ‘enriquece’ con un nuevo documento”.
La historia es conocida: Picasso compra en 1907 dos cabezas de piedra, hispano-romanas, a Joseph Géry Pieret, secretario de su gran amigo, el poeta Guillaume Apollinaire. No lo sabe, pero fueron robadas del Louvre.
Géry Pieret confiesa su delito en 1911 en Le Petit Journal. La reacción de la policía no se hace esperar: el ladrón acaba en la cárcel, Apollinaire pasa varios días detenido, Picasso aguanta horas de interrogatorios y la prensa se deleita con el escándalo. Los dos artistas demuestran su inocencia y no hay persecución judicial en su contra. Sin embargo, una nota manuscrita encontrada por Cohen-Solal en el Dossier d’Etranger, no. 74.664 señala que “en septiembre de 1911, Picasso, Pablo Ruiz fue interrogado acerca de esculturas en su posesión y que habían sido robadas en el Louvre por un tercero”.
Llega el fatídico 3 de agosto de 1914: Alemania declara la guerra a Francia. Picasso se despide de sus amigos Braque y Derain, movilizados al frente. El ambiente se vuelve más hostil contra los extranjeros que no salen a defender a Francia. La opinión pública los tacha de espías del enemigo o de vividores. La policía no se queda atrás.
Pero la situación es peor para Kahnweiler, a quien la guerra sorprende en Italia. El galerista no quiere servir en el ejército alemán ni enrolarse en el francés, por lo cual acaba exiliándose en Suiza. A principios de noviembre de 1914 el Estado francés considera su galería como “empresa de nacionalidad enemiga” y confisca todos sus bienes, entre los que destacan alrededor de 700 obras de Picasso: dibujos, pinturas, esculturas, grabados, un biombo y un fresco…
Sintiéndose a la vez “mutilado y desposeído”, el artista mueve contactos influyentes para recuperar el fruto de años de trabajo. Nunca lo logrará.
Comenta la historiadora: “Entre 1921 y 1924 el Estado organiza cuatro subastas durante las cuales se venden todas las obras de los pintores contratados por Kahnweiler. Muchos compradores adquieren las de Picasso, no porque las admiraran, sino con afán de especulación”.
La República Española
1932 es un año pródigo para Picasso. Después de haber sido expuesta en múltiples galerías privadas europeas y estadunidenses, su obra se exhibe por primera vez en un museo, el prestigioso Kunsthaus de Zúrich. “Es un paso más en la conquista de su legitimidad internacional”, resalta Cohen-Solal.
En entrevista con un periodista español el día de la inauguración de la muestra, el pintor asegura: “Jamás crearé obras artísticas animado por el deseo de servir el arte político, religioso o militar de país alguno…”. Medio año más tarde, en abril de 1933, Picasso celebra en París el segundo aniversario de la República española con sus amigos franceses, entre ellos los surrealistas. Pasa temporadas en su país natal, donde es acogido como una gloria nacional.
En febrero de 1936 el Frente Popular español gana las elecciones; en julio del mismo año Francisco Franco encabeza una sublevación militar y un mes más tarde el flamante gobierno republicano le ofrece a Picasso la dirección honoraria del Museo del Prado y le encarga una “obra monumental” para el pabellón de la Exposición Universal de París de 1937.
“Luego todo se acelera a una velocidad impresionante”, advierte Cohen-Solal, quien describe en su libro la destrucción, el 26 de abril de 1937, de la ciudad vasca de Gernika-Lumo, atacada por 44 bombarderos de la fuerza aérea nazi y 13 de la italiana fascista. El genocidio hunde a Picasso en una crisis mayor, que exorciza trabajando como nunca antes encerrado en su taller de la Rue des Grands Augustins durante 35 días, olvidándose a menudo de dormir. Así nace Guernica, fresco trágico que se convierte en ese entonces y para siempre en el símbolo de la resistencia contra el fascismo.
La indefectible solidaridad de Picasso con sus compatriotas republicanos, que se manifiesta tanto en actos públicos como en su apoyo económico, llama cada vez más la atención de los servicios de inteligencia galos, cuyos informes se van acumulando en el Dossier d’Etranger, no. 74.664.
El artista también está en la mira de los nazis. Como las obras de Max Beckmann, Otto Dix, Vasili Kandinski, Paul Klee, Marc Chagall, Max Ernst, entre muchos otros, las de Picasso se exhiben en Múnich en julio de 1937 en la muestra Entartete Kunst (Arte Degenerado). Y, como gran parte de ellas, acaban quemadas en marzo de 1939.
Considerado enemigo por el franquismo –la ejecución del poeta Federico García Lorca en agosto de 1936 le duele al tiempo que lo aterra–, designado como depravado por Hitler, Picasso se siente amenazado por todas partes. El 3 de abril de 1940 solicita su naturalización a las autoridades galas. Lo apoyan en ese trámite varios admiradores y coleccionistas franceses con poderosos contactos en el gobierno. En balde.
A finales de mayo de 1940 la Dirección General de la Cuarta Sección de la Brigada Criminal de los Servicios de Inteligencia saca un informe implacable contra el artista, que detalla Cohen-Solal. Así acaba el documento de cuatro páginas: “En conclusión, ese extranjero carece de títulos que podrían justificar su naturalización; al contrario, teniendo en cuenta lo que exponemos en las páginas anteriores, cabe considerarlo como altamente sospechoso desde el punto de vista nacional”.
Y precisa: “El artista dispondría de una imponente fortuna depositada en el extranjero. El señor Picasso cuyas ideas parecen favorables a las doctrinas extremistas, otorgaba subsidios al gobierno republicano español y fue nombrado conservador de sus museos (sic)”.
Entre las pruebas de las convicciones subversivas de Picasso vuelve a relucir su “anarquismo” de 1901 y denuncias muchísimo más recientes, basadas en chismes, así como en opiniones antifrancesas supuestamente proferidas en cafés del barrio parisino de Saint-Germain-des-Prés o en su intención de heredar a la Unión Soviética su obra concebida y realizada en Francia.
Picasso no tiene tiempo de reaccionar, pues la ocupación de Francia por los nazis, a finales de julio de 1940, vuelve caduca su solicitud de naturalización, que cae en el olvido.
Después de meses de investigación, Cohen-Solal logra identificar al autor del informe policial que difama a Picasso. Se trata de un tal Emile Chevalier, juzgado después de la guerra por su colaboración asidua con los nazis. Ese inspector principal de los servicios de inteligencia pertenece a una célula secreta de ultraderecha muy activa en el Ministerio del Interior y se vanagloria de sus talentos de pintor. Aprovecha inclusive sus amistades nazis para vender sus pinturas seudoimpresionistas a coleccionistas alemanes. Aborrece a Picasso.
A lo largo de la Segunda Guerra Mundial, que pasa en gran parte en París, el artista vive al acecho en la Rue des Grands Augustins. No deja de trabajar y, explica Cohen-Solal, elabora una astuta estrategia de autoprotección abriendo las puertas de su taller a una gran variedad de personajes: oficiales nazis estetas, franceses que colaboran con las fuerzas de ocupación, miembros de redes de resistencia y coleccionistas internacionales que compran sus cuadros.
Eso no impide la irrupción de soldados alemanes que lo insultan antes de pisotear sus cuadros, señala un informe policial de enero de 1943. Es dentro de esa misma estrategia de autoprotección que en octubre de 1944 Picasso se afilia al Partido Comunista francés.
Esa decisión no excluye en absoluto sus convicciones personales, asegura la historiadora, antes de recordar que el artista es un comunista atípico cuya independencia personal y creativa no se cuestiona en las altas esferas del PC francés, ni tampoco en Moscú, aun si un abismo lo separa del realismo socialista. Tener en sus rangos al creador más prestigioso del planeta no tiene precio.
El destino rocambolesco del Dossier d’Etranger, no. 74.664 atestigua el interés político del Kremlin por Picasso. En 1942 los nazis seleccionan expedientes policiales y judiciales franceses que consideran sumamente valiosos, entre ellos el suyo, los amontonan en una barcaza especialmente acondicionada y los envían vía fluvial a Berlín.
En 1945 las fuerzas soviéticas recuperan gran parte de los archivos del Tercer Reich y los mandan a Moscú. El Dossier d’Etranger de Picasso se convierte en un tesoro que no quiere soltar la URSS. No es sino hasta 1994, bajo la presidencia de Boris Yeltsin, que Francia logra repatriar el expediente… comprándolo.
En la posguerra, el Partido Comunista juega un papel importante en Francia y particularmente en la democratización de la cultura. Un sinnúmero de ciudades administradas por “camaradas” del PC le piden obras al maestro para enriquecer los museos municipales y familiarizar a los franceses con el arte moderno. Entusiasta, Picasso regala obras. Y, paradoja suprema en un país tan centralizado, es en provincia donde sus cuadros y esculturas empiezan a integrarse al patrimonio cultural de Francia.
El “affaire” Malraux
En 1947, por fin, el museo de Arte Moderno de París abre sus puertas a artistas desdeñados durante décadas, entre los cuales se distinguen Henri Matisse, Georges Braque, André Derain y Picasso.
Todos venden sus cuadros menos Picasso, que regala 10. Un año más tarde el Estado lo agradece otorgándole una credencial de Residente Privilegiado. Picasso no vuelve a pedir su naturalización y es sólo en 1958 que “se le sugiere” solicitarla. El artista recibe varias cartas al respecto de “emisarios” de Georges Pompidou, entonces jefe de gabinete del presidente Charles de Gaulle. No se molesta en contestar, por lo cual enfatiza Cohen-Solal: “Ser francés le hubiera sido útil en los sombríos años de la guerra. Pero a estas alturas el pintor más celebrado del planeta ya no lo necesita. Vive serenamente en el sur de Francia, donde se apasiona por la cerámica y el grabado, sin abandonar la pintura y la escultura”.
En 1966 el escritor André Malraux, ministro de Cultura de De Gaulle, se encarga personalmente de supervisar una gigantesca retrospectiva de 800 obras del maestro expuestas en el Grand Palais, el Petit Palais y la Biblioteca Nacional de Francia. Es un acontecimiento cultural sin precedente.
Picasso se da el lujo de no asistir a su inauguración y rechaza la Legión de Honor, máxima condecoración gala, que le ofrece Malraux. La vida da vueltas y el desdén cambia de campo.
En realidad Picasso tiene cuentas pendientes con Malraux: no olvida el homenaje vibrante que el ministro de Cultura rinde a Braque la noche del 3 al 4 de septiembre de 1963 durante el funeral de Estado del artista.
Según cuenta Cohen-Solal, en esa oportunidad el exintegrante de las Brigadas Internacionales, que combatió al lado de los republicanos españoles, atribuye el nacimiento del cubismo a Braque, el genio francés, y “a sus amigos de 1910”, sin una mínima mención a Picasso.
En todo caso es gracias a la Ley Malraux, promulgada el 31 de diciembre de 1968, que queda en Francia parte de la herencia de Picasso, integrada a su muerte –el 8 de abril de 1973– por 880 pinturas, mil 335 esculturas, 7 mil 89 dibujos y bocetos, 220 cuadernos adornados con 5 mil dibujos, 880 piezas cerámicas…
Conforme a esa disposición legal muy oportuna, los herederos de Picasso liquidan sus derechos de sucesión con parte de ese tesoro colosal, valuado en más de mil millones de francos. Así se constituye la colección del Museo Picasso, que se inaugura el 28 de octubre de 1985 en el Hotel Salé, una de las mansiones más espectaculares del siglo XVII, en el corazón histórico de París. El museo es uno de los 10 más visitados de la capital.
El último capítulo de las desventuras de Picasso con los servicios de inteligencia se escribe en Estados Unidos, aclara Cohen-Solal: el 19 de diciembre de 1944, J. Edgar Hoover, fundador del FBI, que dirige durante casi medio siglo, lee, horrorizado, “Why I became a comunist”, texto de Picasso publicado en el periódico The New Masses.
Alarmado, pide una investigación exhaustiva sobre el artista. Picasso, cuya obra lleva 30 años expuesta en galerías privadas y museos de todo el país, se convierte de la noche a la mañana “en amenaza para la seguridad nacional estadunidense”. Es lo que aparece en su expediente policial no. 100-337396, de 187 páginas, conservado en los archivos del FBI. A partir de 1947 es la CIA la que se encarga de vigilar al artista y lo seguirá haciendo hasta su muerte.
Remata Cohen-Solal: “Picasso nunca obtendrá su visa para Estados Unidos. Nunca visitará el país que juntó las más importantes colecciones de sus obras, que organizó las muestras más interesantes de sus creaciones y publicó los análisis más pertinentes de su trabajo”.