Desaparecidos
El infierno
Ante las atrocidades que a lo largo de los siglos han generado los sueños de un mundo bueno y justo, la tesis de Kant crea un problema que, según Georges Steiner, debe formularse mediante una pregunta: “¿por qué nuestros más bellos empeños se transforman en infiernos?”.El cristianismo redujo el infierno a un asunto después de la muerte: un castigo, poblado de tormentos monstruosos realizados por demonios, a quienes en la vida se portaron mal. La ortodoxia de los teólogos y filósofos cristianos, siguiendo a Aristóteles, definen ese sitio retratado por Dante como un lugar donde el “bien está ausente”.
Kant, sin embargo, mira de otra manera. No cree en el mal ni en el infierno como “ausencia de bien”. No cree tampoco en demonios con cuernos y rabos que atormentan a quienes hicieron daño en esta vida. Entendía, por el contrario, que el mal y el infierno son una fuerza encarnada en el tiempo y la historia.
Ante las atrocidades que a lo largo de los siglos han generado los sueños de un mundo bueno y justo, la tesis de Kant crea un problema que, según Georges Steiner, debe formularse mediante una pregunta: “¿por qué nuestros más bellos empeños se transforman en infiernos?”. Pensemos, por ejemplo, en las propuestas originales de López Obrador. La 4T implicaba un sueño de igualdad, un ponerle límite a la corrupción, a los vínculos del poder político con el crimen organizado y a la militarización. Tres años después, tenemos el país militarizado más allá de lo imaginable, los crímenes del pasado sin resolver, vínculos cada vez más profundos y evidentes del poder político con los cárteles de la droga, un aumento de esas atrocidades que la ortodoxia cristiana reserva a los malvados, pero aplicada aquí a los inocentes, una ausencia de empatía con quienes padecen el horror, y una extraña capacidad para consentirlo y justificarlo. ¿Qué sucedió? No lo sé. Lo que, sin embargo, puede decirse es que, mirado desde Kant, el mal y sus infiernos tienen una capacidad mayor de habitar, difundirse y justificarse en nombre del bien. El poeta viene aquí en ayuda del filósofo. Según Isaías 14, el demonio –la representación alegórica del mal– no es el ser aterrador que nos presentan los relatos más ortodoxos del cristianismo, sino un ser de claridad, “Lucifer” (etimológicamente, “el portador de luz”), a quien la soberbia (“exceso de valoración”) cegó: un estado del alma en el que el exceso de claridad termina por oscurecer.
No sólo le ha sucedido a AMLO, sino a quienes, en nombre del bien que dijo que haría y lo llevó a la Presidencia, han sucumbido a su oscuridad. Muchos de los que en 1994 acompañaron al zapatismo, en 2011 al Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y en 2014 a Ayotzinapa, y que, al lado de los indígenas y de las víctimas de la violencia, enfrentamos las colusiones de los gobiernos de Salinas, Calderón y Peña Nieto con el crimen organizado, hoy no sólo callan ante las atrocidades que suceden bajo la 4T, nos acusan también, a quienes seguimos denunciando el infierno y proponemos caminos de salida, de pertenecer a la derecha y, en el caso de los zapatistas, de ser “extemporáneos”. Como en su momento la izquierda sartreana lo hizo con Albert Camus por denunciar los gulag soviéticos, esta gente pretende reducir el asunto del mal a una cuestión ideológica y acallar, en nombre del bien que dicen encarna, el incremento del horror. Cegados de bondad ideológica borran el compromiso que López Obrador asumió con las víctimas para enfrentar los crímenes del pasado y del presente. A la ya larga lista de desapariciones, masacres, destazamientos, campos de exterminio que continúan su macabra marcha, se suman los hallazgos de La Bartolina, poblado a 25 km de Matamoros, Tamaulipas –el epicentro del horror–, una zona de exterminio conocida por el Estado desde 2016 y oculta hasta ahora en el silencio.
Recientemente, los colectivos de víctimas obligaron al Estado a asumir su responsabilidad. El hallazgo es aterrador: media tonelada de restos y fragmentos óseos que agregados a los descubiertos en el pasado suman 760 kilos. Esto sólo es la punta de un campo de exterminio equivalente a Auschwitz: “El predio –revela Jacobo Dayán– es de 600 m2 y hasta la fecha se ha trabajado en 5 m2, según los colectivos, y 20 m2, según algunas autoridades”. A la negligencia de estas últimas (la FGR se niega a realizar una intervención a fondo de la Bartolina) hay que agregar ocho campos más en la misma Tamaulipas, en San Luis Potosí, Coahuila y Nuevo León, que es posible que sigan operando y que a una buena parte de los adherentes a la 4T, como a las anteriores administraciones y a la llamada derecha, no sólo no les importan, sino que lo justifican con el silencio o culpando sólo al pasado. Yo tenía esperanzas de que frente a la ceguera de López Obrador, quienes, desde la “izquierda”, acompañaron a los zapatistas y a las víctimas, dijeran: “No sabemos lo que está sucediendo, pero después de casi 30 años de infierno no podemos aceptar esto y exigimos avanzar, a propósito de la consulta del 1 de agosto, por el camino de la justicia transicional que López Obrador pactó con las víctimas al inicio de su mandato”. Un asunto de dignidad, de grandeza, de humanidad. Por desgracia, la soberbia ciega y termina, en nombre de un bien cargado de ideología, por solapar lo inhumano y distorsionar la verdad y el sentido. Si continúan así, el país se ahogará en el infierno que buscan combatir. Nada hay más infernal, castrado, emasculado y perverso que la soberbia de los que se creen la luz.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.