Colombia

Iván Duque, presidente de un país en llamas

Colombia cumple un mes sumida en una crisis y el presidente Iván Duque sólo atina a reprimir brutalmente las protestas y culpar a agentes externos –el gobierno venezolano, en primer lugar– de este caos que amenaza con desbordarse.
sábado, 5 de junio de 2021 · 15:39

Colombia cumple un mes sumida en una crisis detonada por una iniciativa de reforma fiscal que el presidente Iván Duque ya retiró… pero el paro nacional en marcha incluye otras peticiones, como una renta básica universal y subsidios a la educación y a la salud. Y el mandatario sólo atina a reprimir brutalmente las protestas y a culpar a agentes externos –el gobierno venezolano, en primer lugar– de este caos que amenaza con desbordarse.

BOGOTÁ.- Un mes después del inicio de un paro nacional contra el gobierno del presidente Iván Duque –quien propuso una impopular reforma fiscal–, Colombia está sumida en la peor crisis de su historia reciente y en una espiral de violencia urbana que incluye asesinatos de manifestantes por parte de la Fuerza Pública, incendios de edificios públicos, saqueos de comercios y bloqueos de las principales vías de comunicación.

El suroccidente del país enfrenta un severo desabasto de productos básicos y de combustible; el transporte público de las principales ciudades opera parcialmente por la quema de estaciones y autobuses, y los desiguales enfrentamientos entre policías antimotines y jóvenes manifestantes se han vuelto parte de la cotidianidad nocturna en barrios populares de Cali y Bogotá.

“Esto es un estallido social que desbordó al gobierno y que el presidente Duque está gestionando pésimamente”, dice a Proceso la directora de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), María Victoria Llorente.

Duque no quita el dedo del renglón. Hace unos días puso a su consejero de Seguridad Nacional, Rafael Guarín, a recorrer varios medios locales para insistir en la tesis de que el conflicto que vive Colombia es producto de un “plan desestabilizador” impulsado por el presidente venezolano Nicolás Maduro, la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las disidencias de las FARC.

Para Llorente ese discurso “es un despropósito, porque le otorga a Maduro y a las guerrillas un poder y una capacidad que no tienen, y porque termina estigmatizando a millones de colombianos que han salido a protestar porque tienen quejas legítimas”.

La teoría del complot que esgrimen el gobierno y el ultraderechista partido oficial, Centro Democrático, es considerada por organismos de derechos humanos como un intento de justificar la cruenta represión desatada contra los manifestantes. De hecho, lo sucedido en Colombia en el último mes es uno de los más graves episodios de violencia estatal en América Latina en este siglo.

Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) y la ONG Temblores, que se han convertido en referentes para documentar las violaciones a los derechos humanos en las protestas, la Fuerza Pública colombiana es responsable de 44 homicidios de manifestantes y civiles armados y actores sin identificar han asesinados a otros 17, lo que arroja un total de 61.

Las víctimas que se han registrado en Colombia en un mes son más que las 46 muertes de manifestantes que, de acuerdo con un informe de la ONU, fueron responsabilidad de fuerzas de seguridad de Maduro en Venezuela en 2017, cuando el presidente chavista reprimió las masivas movilizaciones en su contra, que se prolongaron cuatro meses.

Temblores ha documentado la muerte de dos policías durante las protestas en Colombia, así como 3 mil 155 casos de violencia policiaca –105 al día, en promedio–, 46 manifestantes con afectaciones oculares y 22 víctimas de abuso sexual por parte de la Fuerza Pública. Indepaz, por su parte, tiene un registro de 346 desaparecidos durante un mes de movilizaciones, más de 11 cada día en promedio.

Por eso no fue extraño el duro pronunciamiento que emitió el martes 25 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre la situación en Colombia, en el que condenó “las graves violaciones de derechos humanos registradas durante las protestas sociales” y en el que urgió al gobierno de Duque a regular el uso de la fuerza.

Duque negó ese día el ingreso inmediato a Colombia de una misión de la CIDH para verificar la situación humanitaria, y el organismo respondió a ese portazo con un informe en el que reportó que en al menos mil 38 protestas se presentaron muertes, desapariciones, heridos y agresiones sexuales contra manifestantes “como consecuencia del uso desproporcionado e ilegítimo de la fuerza”.

Luego el presidente reculó y dijo que la CIDH puede ingresar a Colombia cuando quiera, pero el duro informe ya había tenido un impacto en Washington, donde se encontraba la canciller Marta Lucía Ramírez intentando convencer a la administración de Joe Biden de que el gobierno colombiano respeta el derecho a la protesta y los derechos humanos.

Ramírez envió el jueves 27 una carta a la CIDH en la que condiciona la visita de la misión humanitaria a que se acuerde una agenda que satisfaga al gobierno y, sobre la fecha, señaló que sería después de la audiencia pública sobre Colombia que el organismo tiene programada para el próximo 29 de junio.

Llorente señala que en esta coyuntura la mirada internacional sobre Colombia retrocedió a las épocas en que este país era conocido a escala global por los capos de la droga y la producción de cocaína, sólo que ahora es visto “como sinónimo de violación a los derechos humanos”.

Mano dura

En diciembre de 2001 el entonces presidente argentino Fernando de la Rúa ordenó el desalojo de la Plaza de Mayo, donde se habían concentrado miles de manifestantes que pedían la destitución del mandatario por un paquetazo económico que incluyó la retención de los depósitos bancarios. La acción represiva, ocurrida el 20 de diciembre de ese año, dejó cinco manifestantes muertos. Esa noche, De la Rúa renunció.

Ese hecho se mantuvo como el mayor acto de represión estatal del siglo XXI contra una protesta pública en América Latina hasta 2017, cuando Maduro enfrentó con la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) las manifestaciones en su contra tras haber despojado de sus poderes a la opositora Asamblea Nacional.

En esas protestas, que se prologaron del 1 de abril al 31 de julio de 2017, la GNB y agentes del Estado asesinaron al menos a 46 manifestantes, según un informe de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.

“Sólo en contadas ocasiones las autoridades han condenado los incidentes de uso excesivo de la fuerza –señala el reporte sobre Venezuela– y en la mayor parte de los casos han negado la responsabilidad de las fuerzas de seguridad en tales incidentes y han calificado repetidamente a los manifestantes de ‘terroristas’.”

Y ahora Duque, uno de los más enconados críticos del régimen venezolano, ha llamado reiteradamente “terroristas” a manifestantes colombianos y se ha negado a condenar las violaciones a los derechos humanos cometidas por la Fuerza Pública durante las protestas.

Llorente considera que la Fuerza Pública sigue actuando así frente a la protesta porque no hay, a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de las democracias occidentales, un estamento civil controlando a la policía y a los militares.

“Colombia es un país que tiene un uso de la violencia desproporcionado –dice Llorente–: se acabó el conflicto con las FARC en 2016, pero desde entonces han asesinado a más de mil líderes sociales (mil 181) y a más de 200 excombatientes (270). La violencia, desgraciadamente, es un distintivo de Colombia.”

Matar para intimidar

Juan Guillermo Bravo, de 21 años, trabajaba en el sector informal, cuando podía, para mantener a su hija de dos años. Era un futbolista habilidoso y en ocasiones organizaba partidos de futbol en la populosa Comuna 21 de Cali, en el suroccidente de Colombia, para ganar unos pesos.

Como integrante de la Plataforma Local de Juventud Comuna 21 participaba en el paro nacional junto con cientos de muchachos de ese sector del oriente de Cali golpeado por la pobreza y la marginación social.

Era parte de la Primera Línea de ese grupo, la encargada de proteger a los manifestantes, con escudos artesanales de lámina, de los balines y de los cartuchos de gases lacrimógenos del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) de la policía.

Todos los días acudía al “punto de resistencia” que mantienen los jóvenes en la Avenida Ciudad de Cali, un retén que forma parte de las protestas y en el que sólo permiten durante el día el paso de la gente del sector que va a su trabajo y de servicios públicos.

Según Guarín, Primera Línea –un formato que se replica a escala nacional y en el que participan madres de familia con escudos de lámina– es “una organización delincuencial y una consigna de acción violenta que ataca a la policía y que tiene financiamiento de quienes quieren desestabilizar a Colombia”.

El viernes 21, Juan Guillermo y sus compañeros de la Plataforma Local de Juventud Comuna 21, encabezados por su vocero, Julián Torres, participaron en un diálogo con empresarios, congresistas, funcionarios locales y dirigentes comunitarios en el que reiteraron sus demandas: apoyo para estudiar, desmonte del Esmad y garantías para la protesta pacífica.

“El 29 de abril, el segundo día de protestas, el Esmad y la Policía Militar nos dispararon por protestar pacíficamente. Nos querían matar, nosotros corrimos. Así actúan ellos cuando nosotros estamos contra la violencia”, dice Julián Torres a Proceso.

La madrugada del viernes 21, dos días después de la reunión de diálogo, Juan Guillermo y cinco jóvenes más salieron del “punto de resistencia” hacia sus casas para ir a descansar. A tres cuadras del sitio los abordaron dos hombres en una motocicleta y con el rostro cubierto. Uno de ellos se bajó de la moto, sacó una pistola, caminó hacia Juan Guillermo y le disparó a la cabeza. El joven murió un día después en un hospital.

“Fue un acto de intimidación contra nuestro movimiento. Es la única explicación que tengo. Hay un patrón que se repite en el que civiles armados atacan a manifestantes. Lo estamos viendo mucho en Cali”, dice Julián Torres.

Civiles con armas de fuego, que se desplazan en lujosas camionetas y que en algunos casos, según se aprecia en videos que circulan en las redes sociales, actúan con la complacencia de la policía, han disparado en Cali contra indígenas y jóvenes que participan en las protestas.

Julián Torres, quien estudia matemáticas con una beca en la universidad, dice que el principal motor de la protesta es el hambre.

Cali y los municipios del suroccidente colombiano han sido el epicentro del paro nacional en Colombia y los que han puesto la más alta cuota de muertos a causa de la represión.

En medio de la pandemia, la pobreza aumentó en Cali 65% y la pobreza extrema 182%, porcentajes que triplican al promedio nacional. “Nosotros no tenemos armas –dice Julián Torres–, tenemos hambre”.

Secuencia del caos

Videos que circulan en las redes sociales muestran el caos: policías que disparan contra manifestantes, civiles con armas de fuego que balean a otros civiles, encapuchados que queman edificios y roban motocicletas de comercios con fachadas destruidas y funcionarios que hablan de la participación rusa en el estallido social que vive Colombia.

Llorente, politóloga especializada en seguridad y defensa, dice que es posible que en medio del estallido social grupos radicales –como el ELN– estén reclutando jóvenes en zonas urbanas para propiciar actos de destrucción y tratar de radicalizar la protesta.

“Pero esto”, asegura, “no explica lo que está pasando: aquí hay una protesta nacional que surge de la inconformidad social y no porque el ELN o fuerzas oscuras la estén organizando”.

Hay zonas del país, señala la directora de la FIP, donde persisten situaciones de violencia con el ELN, las disidencias de las FARC y bandas criminales disputándose el negocio del narcotráfico, “pero aquí han cambiado muchas cosas desde la firma del acuerdo de paz con las FARC”, en noviembre de 2016.

Para Llorente, quien ha sido consultora de la OEA y de la Oficina de la ONU contra las Drogas y el Delito, Colombia “se está pareciendo cada vez más a México (donde las bandas del narcotráfico dominan regiones enteras) y cada vez menos al país que teníamos cuando había un conflicto armado con las FARC, cuyo origen era político”.

En Tuluá, municipio 80 kilómetros al noreste de Cali, hay gran actividad de grupos del narcotráfico. La noche del martes 25 se desarrollaba una protesta en el centro de la ciudad y por la carretera panamericana ingresó una unidad del Esmad que reprimió a los manifestantes y detuvo a 22 de ellos.

En esta ocasión, a la policía y al Ejército no les dio tiempo de bloquear la señal de teléfonos celulares y de datos móviles en la ciudad, como lo hacen cotidianamente en los barrios populares de Cali y Bogotá.

Durante la madrugada del miércoles 26 se corrió la voz, por las redes sociales, de que había que concentrarse de nuevo en el centro de Tuluá “para liberar a los compañeros detenidos”. A las cuatro de la madrugada cientos de personas habían acudido a esa zona.

En cuestión de minutos, todo se desbordó. Los manifestantes comenzaron a atacar edificios públicos y comercios, que fueron saqueados, y de pronto comenzó a arder el Palacio de Justicia, un complejo que concentra juzgados, tribunales y miles de expedientes judiciales.

Un grupo de personas obstaculizó el paso de los bomberos y el Palacio de Justicia ardió. El gobierno responsabilizó del hecho a quienes quieren “desestabilizar al país”. “Es evidente que fue una acción concertada y que hubo una fuerza articuladora”, dijo a periodistas el alcalde de Tuluá, John Jairo Gómez, quien, sin embargo, no se atrevió a señalar culpables.

Llorente dice que si el Esmad no hubiera intervenido en Tuluá quizá los ánimos no se hubieran exacerbado. “Hay estudios que muestran que las manifestaciones acaban escalando, de acuerdo con el nivel de violencia que emplea la Fuerza Pública para contenerlas”, asegura la experta, y dice que ese tipo de protocolos se tienen que revisar en la necesaria reforma a la policía que demandan los convocantes del paro nacional.

La debilidad de Duque

En medio del paro nacional, Duque se ubicó como el mandatario más impopular en la historia de Colombia, al menos desde que se realizan estudios de opinión, con una desaprobación de 76% y un respaldo de 18%.

Llorente señala que la debilidad de Duque acaba permeando a todas las instituciones del Estado y dificulta encontrar una salida a esta crisis.

El gobierno lleva sentado dos semanas con representantes del Comité Nacional del Paro, pero las partes ni siquiera han acordado un protocolo de garantías para la protesta pacífica, paso previo a las negociaciones, porque los representantes de Duque exigieron a última hora un compromiso para suspender los bloqueos de vías.

Llorente dice que, un mes después del paro nacional, el gobierno carece de un “mecanismo de salida” a esta crisis y no sabe cómo gestionarla, lo que puede complejizar aún más el estallido social que remece a Colombia.

Mientras tanto, Freddy Bermúdez, agente de la fiscalía, fue linchado el viernes en Calí, luego de que disparó su arma de fuego contra un grupo de manifestantes, dos de los cuales perdieron la vida.

Según testigos, Bermúdez cruzó a la fuerza en su motocicleta un piquete de manifestantes en el sector La Luna de esa ciudad y cuando trataron de detenerlo sacó su arma y mató a dos de ellos. Tres cuadras más adelante el agente fue detenido por un grupo de jóvenes, quienes lo lincharon con piedras y a golpes.

El mismo viernes, en la zona rural de Candelaria, cerca de Calí, fue asesinado por civiles otro joven manifestante identificado como Sebastián.

Reportaje publicado el 30 de mayo en la edición 2326 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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