Alfredo López Austin

Tributos

Alfredo López Austin, me entregó una copia del texto que había publicado en la revista Hojarasca y que después había recopilado en su hermoso libro El conejo en la cara de la Luna.
domingo, 21 de noviembre de 2021 · 14:55

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Una inolvidable mañana de 2007, poco antes de iniciar su cátedra sobre cosmovisión mesoamericana en el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, el doctor Alfredo López Austin se dirigió a mi persona en estos términos: “escribí un ensayo sobre Ziryab, un precursor de la guitarra y fundador del que parece ser el primer conservatorio europeo y creo que, a lo mejor, te motivará para indagar más sobre él y su influencia. Tal vez te sirva para tu columna en Proceso”.

Y junto a la inesperada alocución me entregó una copia del texto que había publicado en la revista Hojarasca y que después había recopilado en su hermoso libro El conejo en la cara de la Luna.

Me bastó leer el primer párrafo para quedar atrapado en su prosa poética: “El laúd, la voz del aduar,1 nació del zureo de las palomas. Cuando el laúd cantó en los pabellones palaciegos conoció los versos de las esclavas. Como su panza es comba sus sonidos se le revolvieron dentro, salieron para enredarse en la cadencia de los poemas, rodearon las fuentes de los jardines, giraron junto al perfume del sándalo y supieron envolver a los amantes. Adormilados ya los sonidos por el roce de las sedas y el calor de los cuerpos, fueron a reposar en lo más negro de unas ojeras”.

Huelga decir que mi reacción ante el soleado gesto, como todos los demás que irían sumándose, incontables en su cauda de solidaridad y sintonía humana, habría de convertirse en una gratitud desconfinada e inextinguible. Hoy, a un mes de su abandono de la dimensión terrena, puedo aseverar que la asistencia a sus cátedras ha sido uno de los momentos más trascendentes y plenos que la vida de estudiante me haya regalado. En sus disertaciones académicas y, desde luego, en el ámbito de la interrelación amistosa descubrí al hombre recio cuyos decires trazaban nuevas órbitas alrededor de los mitos y al sabio caballeroso cuyas estelas de conocimiento vibraban impalpables en las honduras del tiempo pero, sobre todo, conocí al amigo que sabía abatir los muros de la incomunicación y prodigaba su afecto con la naturalidad de la hierba.

La generosa provocación no dio tantos frutos como ambos habríamos esperado, sin embargo, algo más logró esclarecerse sobre este personaje a quien Alfredo –así nos exigía que lo llamáramos sus alumnos– le había dedicado horas de investigación. Entre aquello que él plasmó en su ensayo y lo poco que yo pude añadir quedó en claro que la oscuridad en que yacía su trayectoria era una verdadera afrenta. Sintetizo lo fundamental:

Abu l-Hasan Ali ibn Nafi, apodado Ziryab –o pájaro negro en persa–, nació alrededor del año 789 en el califato de Bagdad. Se distinguió como poeta, gastrónomo, músico y pedagogo. Por celos de su maestro de laúd tuvo que huir de su tierra natal para afincarse, después de un arduo peregrinaje, en el emirato de Córdoba, donde Abderramán II lo recibió con los brazos abiertos. Con el mecenazgo de éste introdujo refinadas costumbres en su corte y, como bien estableció Alfredo, fundó el primer conservatorio de Europa; como ulterior audacia, dictaminó que en él se aceptaran alumnas. En la corte cordobesa se le conoció como árbitro del buen gusto ya que influyó en la vestimenta y la cocina, amén de introducir revolucionarias innovaciones musicales. Con él entraron en al-Ándalus las melodías greco-persas que conformarían mucha de la música tradicional de la península ibérica. Añadió al laúd una quinta cuerda –de color rojo y al resto también lo coloreó– y sustituyó el plectro de madera por otro elaborado con una garra de águila.

Tuvo muchos aciertos en la gastronomía. Incorporó nuevas verduras como el espárrago y firmó el menú de tres tiempos: sopa, plato principal y postre. Determinó, igualmente, el uso de copas de cristal para las bebidas, por ser más efectivas que el metal. Además, se le atribuye el invento de las albóndigas y la moda de llevar un tipo determinado de ropa según el clima y la estación. Asimismo, creó un desodorante?, promovió el baño cotidiano e inventó, al parecer, una pasta de dientes que se popularizó de inmediato. Murió sexagenario en 857, en el ápice de su fama y fortuna.

Debo decir que esta información funcionó como simiente de un texto que intitulé Girasoles de insidia (Proceso 1702), en el cual mencioné las reformas que Ziryab realizó sobre el laúd, para volverse germen de la guitarra; vinculando el todo con las aportaciones de Manuel M. Ponce al repertorio guitarrístico. Naturalmente, la publicación aludida lo llevó como dedicatario. Anoté, con esa timidez que nunca logré apaciguar del todo, sintiendo que ofrendaba algo insulso frente a la avasalladora sombra de su cultura y quilate intelectual: Al maestro y amigo Alfredo López Austin. En contraparte, su texto germinal rebosaba de alusiones poéticas, de referencias a la medicina, de nexos con la música en el México antiguo y de cuestionamientos filosóficos.

Sobre el color de las cuerdas implantado por Ziryab, Alfredo disertó: “Es común encontrar en las diversas tradiciones americanas que cuatro colores, asociados a los cuadrantes de la superficie terrestre, sean los símbolos de un orden que rige al universo. En Mesoamérica los cuatro colores representan la correspondencia entre los tiempos y los espacios. En los confines del mundo hay cuatro árboles que sostienen los cielos, y por el interior de sus troncos corren las fuerzas divinas que proceden de lo alto y de lo bajo. Los colores pueden variar; es posible también que junto a los cuatro colores de los extremos aparezca un quinto, el del árbol central, el eje del cosmos. ¿Y la música? ¿Qué valor tuvo la música en la concepción mítica de los mesoamericanos? ¿Cómo se une la música al orden del espacio/tiempo en el complejo de los cuatro colores? Los antiguos nahuas tuvieron un mito donde incluían como personajes a los músicos celestes”.

Y, en ese tenor, explicó el mito según el cual Tezcatlipoca mandó a un emisario a la casa del Sol para que de ahí bajara a la tierra una orquesta compuesta por músicos vestidos de cuatro colores. Así, con la música vuelta materia terrestre, en sus palabras: “La conquista del señor de la noche sobre los criados del Sol muestra la forma en la que cada unidad de tiempo va surgiendo, por turnos, por cada uno de los árboles cósmicos. El tiempo, a su vez, es la unión de las dos fuerzas contrarias: las luminosas y las oscuras, las coloridas y las negras, las diurnas y las nocturnas, las secas y las húmedas. Se instalan la alternancia y los ciclos. La música hecha de baile y fiesta se convierte así en el símbolo del giro de los dioses convertidos en tiempo. Representan la existencia sobre la superficie de la tierra de un movimiento que crea todas las realidades históricas”.

Imposible omitir el párrafo conclusivo, ya que en él vibra la sabiduría envuelta de reflexiva espiritualidad que nutrió a su pensamiento. Remató, logrando una apología inédita de los instrumentos musicales: “La expresión humana de la belleza se hace equivalente a la suprema belleza de los dioses: al orden geométrico del movimiento. La danza –fusión máxima de lo divino y lo humano– es el giro de colores que sigue el mandato de los instrumentos músicos”.

Vinieron después otras sugerencias emanadas de sus obras, como la redacción de otro artículo (Fecalismo a ultranza –Proceso 1823–), en el que intenté hacerle algunos contrapuntos a su extraordinario libro Una vieja historia de la mierda y, cómo olvidarlo, fui honrado con su inconmensurable ayuda para acometer, a cuatro manos, la complicada escritura del libreto para la ópera Motecuhzoma II sobre músicas de Vivaldi.

Tampoco puedo soslayar que nuestros desventajosos intercambios contemplaron pasmosas dádivas librescas de su parte –a veces acompañadas de quesos de su natal Chihuahua– y, de la mía, los humildes discos caseros que iba elaborando cada fin de año para regalárselos a los amigos y familiares más cercanos… Hasta que, el día aciago se aposentó enmudeciendo y cercenando todo lo terrenal que le fue propio. Innumerables, los tributos se multiplican rompiendo barreras en nuestro limitado espacio humano: le llevo música a su sepelio, me acerco tiernamente a Martha Rosario, su viuda, rodeándola con el color de mi melancolía, intercambio palabras con su hijo Leonardo, renovando así un vínculo de afecto destinado a la permanencia, y me reencuentro con la persona –una querida amiga y condiscípula de los seminarios de Alfredo– que, verdaderamente ha logrado tributarle los mejores homenajes sonoros, con los que su obra se eleva a la dimensión oculta donde flotan libres las emociones. Se trata de Anastasia Sonaranda, a quien interpelo para que nos comparta alguna de sus composiciones…2

Concluyo, apesadumbrado en mi precario entendimiento de los ciclos vitales, apelando a la ley cósmica de que todo lo vivo perece y que la muerte es la fuente de toda forma de vida. El tributo a su recuerdo se transmutará en la savia de muchos porvenires…   

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1      Pequeña población de árabes nómadas formada por tiendas o cabañas.

2      Púlsese el código QR impreso. Y aguárdese una entrevista alusiva.

Reportaje publicado el 14 de noviembre en la edición 2350 de la revista Proceso cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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