José Vicente Anaya y su poesía
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Conocí personalmente al poeta José Vicente Anaya en 1981, luego de una charla que acababa yo de dar en el Museo Carrillo Gil, con el tema de la revista de poesía El corno emplumado, desaparecida ya en ese momento. Una vez terminada la conferencia, aquel joven se me acercó para saludarme y decirme que luego de la desaparición del Corno había soñado que tendría que haber una continuación de la revista y que él la haría.
Alforja, revista de poesía, publicación que él fundó y codirigió, primero con Jorge González de León y después con José Ángel Leyva, de 1997 a 2008, fue la realización de aquel sueño, me dice en una plática que sostenemos a principios de 2014, en que lo entrevisto con el propósito de escribir unas líneas acerca de su persona y de su trabajo poético.
José Vicente nació en Villa Coronado, Chihuahua, en 1947. A los 20 años llegó a la ciudad de México –procedente de Tijuana, a donde se había mudado con su familia siendo todavía un infante, con el propósito de estudiar sociología en la UNAM–. Había leído ya a Herbert Marcuse y a Norman O. Brown, que analizaban y documentaban los cambios que se estaban dando en la sociedad del mundo y en el individuo. Más tarde, ya en los años setenta, estudió la carrera de letras hispánicas también en la UNAM. De 1975 a 1978 formó parte del movimiento “infrarrealista”, del cual es uno de sus miembros fundadores y autor de uno de los manifiestos del grupo. De su manifiesto, Anaya le dijo a Roberto Ponce de la revista Proceso en mayo de 2014:
“El espíritu principal de mi manifiesto es una actitud anarquista, libertaria, contestataria, rebelde ante cualquier opresión y censura. Así sigo pensando.”
Como estudiante universitario, le tocó la suerte de participar en el movimiento estudiantil de 1968: un trauma que cimbró a todo el país; una herida en el rostro de México que ha tardado ya demasiado tiempo en cerrar.
Tlatelolco
“Salí por piernas de la plaza de Tlatelolco y por un milagro me salvé. Me tocó saber que los balazos eran reales. Sentí los impactos de las balas en la gente y en las paredes. Yo estaba con un grupo de unas 60 personas, en un lado de la plaza. Al principio creímos que era una provocación, unos cohetes. Luego caímos en cuenta de que eran balazos. Acordamos no separarnos y nos movimos juntos hacia la parte trasera de un edificio. Intentamos entrar, pero las puertas estaban cerradas. Una señora, madre de uno de los que estábamos allí, enfrentó a los soldados y les gritó ¡Asesinos! Otro soldado nos hizo señas con los ojos de que saliéramos por un lado. Así lo hicimos. Fue un milagro.
“Después de aquello viví dos años de exaltación, de miedo continuo. Me despertaba llorando por las noches. Los manifestantes de aquel acto público éramos jóvenes desarmados que idílicamente sentíamos que era posible lograr un cambio. Algunos de aquellos jóvenes de Tlatelolco desesperados y desilusionados se organizaron después en los años setenta en grupos armados. Yo retomé en cuanto pude la literatura, escribir poesía y prosa, traducir y estudiar –y empecé a peregrinar por el país.” (…)
Un poeta lavador de coches
José Vicente conoció al poeta Juan Martínez en Tijuana en 1965. El poeta estaba lavando un coche, labor que hacía de manera gratuita, sin esperar a que lo recompensaran. Si le daban algún dinero, estaba bien. Si no, también. Él no cobraba. Se hicieron amigos. Juan había hecho un voto de humildad. Un día le dijo a Vicente de memoria su largo poema “Prendas…”. Anaya quedó fascinado. (…)
La amistad de Martínez marcó a Anaya “para siempre”, dice. “Juan ha sido una de las influencias decisivas en mi vida y en mi poesía.” Aquel poeta elogió sus poemas, en particular Híkuri. “Son buenos mensajes”, le dijo; así llamaba Martínez a sus propios poemas: “mensajes”. Las conversaciones que sostenían entre ellos eran casi todo el tiempo comentarios sobre los contenidos de la vida espiritual.
“Pero nuestra comunicación era hacernos compañía mutua y era casi siempre sin palabras, una especie de telepatía –y eso me ocurre también con mi hija (Andrea)–; todo eso está en mi poesía; subrepticiamente lo sigo propiciando”, dice Anaya. “El mundo de la otredad es posible. Juan Martínez me lo mostró y reconoció en mí el contacto con ese mundo”, agrega. (…)
“Híkuri”
(…) Híkuri es un registro de las realidades de la vida humana, de sus grandezas y de sus miserias; y también un poema de amor, de aprecio y gratitud por la vida y las revelaciones; esas visiones que Platón avaló, aunque previniéndonos contra ellas por el poder subversivo que poseen: “Las realidades se miran con el ojo del alma”. Unas realidades que Anaya registra y que enriquecen, con la sencillez y grandeza de su cotidianidad, nuestra poesía:
Jalando una fábrica pasa mi padre con una lentitud que enreda nudos ( en las piernas y rengueando, cayendo en hoyos ( cada rato, un periódico despintado de sudor ( entre las manos o una cajita negra de muerto para ( llevar sus alimentos. Mi madre es quien se levanta a ( despertar al mundo/ con sus ruidos de trastos toca ( la batería (para Charlie Parker […] mete unos panes en la cajita que ( se llevará su esposo/ mañana le quitaré esa comida ( tosca, y en su lugar le pondré unas margaritas que me puedo robar del cementerio/
“Piratas/poetas”
Este es el título de uno de los varios espléndidos libros de Anaya, en el que selecciona, comenta y traduce a seis poetas de su predilección: Antonin Artaud, César Vallejo, Allen Ginsberg, Arthur Rimbaud, William Carlos Williams y Marge Piercy (y, en colaboración con Ingrid Audirac, un fragmento de “El condenado a muerte” de Jean Genet); además de media docena de otros ensayos entre los que destaca uno dedicado a “Cuba socialista”, en el que hace un análisis personal y comprometido de la revolución que se ha llevado a cabo en aquel país.
El libro está centrado en “los extraños”, esos poetas que, como apunta Anaya en el prólogo, experimentan y propician de muchas maneras un exilio dentro de su propia sociedad, sintiendo atracción por todos los proyectos de cambio, por todas las destrucciones de la vida pragmática, “viviendo en el universo de la Otredad y diferenciándose entre sí”. (…)
Un entusiasmo y respeto semejante muestra Anaya por los otros poetas a los que rinde homenaje en este libro, uno de los 30 libros de poesía, ensayos y traducciones que tiene publicados. Anaya ha trabajado sin tregua en su literatura al mismo tiempo que ha sabido ganarse el pan y sostener a su familia.
Editor, viajero, traductor, ha podido combinar en su vida el viaje hacia adentro y también el otro, hacia afuera; el trabajo arduo, persistente, disciplinado en la soledad de la mesa de trabajo y asimismo la contemplación en el recorrido del mundo, atravesando ciudades y acumulando vivencias en comunión con la naturaleza en selvas, sierras y desiertos. Participante en su momento de la cena literaria, aunque situado geométricamente en el lado de enfrente del stablishment, al que el infrarrealismo desafiaba, a ese movimiento lo animó e inspiró, afirma, la música de Bob Dylan, los Doors, los Rolling Stones y, desde luego, la poesía beat, que ha sido y es su mentora y modelo.
“Y lo lúdico, lo de disfrutar la vida, el amor libre…” (…) le dice a Iván Cruz Osorio en entrevista publicada en la revista Viento en Vela: “yo siempre he insistido en que el grupo original somos un promedio de veinte poetas, entre otros Víctor Monjaraz, Lorena de la Rocha, Mara y Vera Larrosa, Juan Esteban Harrington, Lisa Johnson, Bruno Montané y el peruano José Rosas Ribeyro.”
Lo que es quizá la poética personal de José Vicente Anaya puede ser leída en su manifiesto: “…ser infrarrealista significa estar en la vida misma, que se comporta y expresa como esas galaxias donde lo extraordinario sucede cotidianamente, lo imposible es posible y los actos inciden en maravillas inesperadas”. (…)
en mi pueblo, Villa Coronado, ( habla el polvo con aliento de fuego que trae del desierto qué quiere decirme el polvo con esa seca voz… Haikús y cuentos cortos chinos
Breve destello intenso (el haikú clásico del Japón) es otro libro de Anaya que contiene sus traducciones al español de estos breves poemas de 17 sílabas, que van aquí precedidos de un prólogo iluminador, interesante recuento histórico de la evolución que ha experimentado esta forma de poesía japonesa –sólo en sus contenidos, no en su forma– desde sus orígenes hasta el día de hoy, incluso en México, a donde fue trasplantada por José Juan Tablada luego de su viaje al Japón a principios del siglo XX (…)
Largueza del cuento corto chino es otro de los libros de Anaya y con él aparecen comentarios del poeta Marco Antonio Campos y del escritor chino Wu Yuanshan, que elogian el esfuerzo desplegado por el antologador y el prologuista del texto, que escribe: “Cuantificar a la literatura china como muy abundante es poco… asombra más la calidad de esa literatura; esa imaginación que en pocas palabras a veces se desborda incontenible o nos deja un destello en la mente…”.
Destellos que son indicios de un sendero que conduce hacia la libertad, fulgores que son señales, dedos que apuntan a la luna en un gesto que encarna la pregunta fundamental de la existencia y que, como en el cuento zen, debe ser ineludiblemente respondida. Todo lo anterior y más es la poesía, la prosa y en general el trabajo literario de José Vicente Anaya, su labor como hombre de letras, polígrafo, traductor, editor, viajero, cincelador de una obra que es indicio de su búsqueda personal de una verdad –la suya– pero cuya lectura puede ayudar a otros en su propia indagación existencial o vital.
Luego de codirigir Alforja –“que fue el alter ego del Corno”, dijo en aquella conversación a principios de 2014–, de impartir clases de literatura durante tres años en el “Seminario Nellie Campobello” en Durango, de dirigir talleres de escritura en varias ciudades del país –entre otros el taller “Juan Martínez” de poesía, en Tijuana, durante un año–, Anaya se ha recluido en los últimos tiempos, alejado de la ruidosa cena literaria: “Quería entrar a un periodo de soledad: encerrarme en mí mismo y en mi departamento”. Ha considerado, dijo, “irme a vivir como monje a un monasterio trapense en Estados Unidos”. Y añadió, culminando esta conversación: “Hoy vivo entre dos aguas: soy budista y católico a la vez”. Tres aguas, pensé yo; la del poeta también, actividad que en cierto modo Vicente vive como una liturgia, una práctica religiosa. Una religión que parece rozar el ateísmo como prueba suprema de su fe:
El único poder trascendente lo tienen los gusanos devorando cadáveres a través de los siglos y los siglos. Amén. l
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* Nació el 14 de agosto de 1935 en Cuernavaca, Morelos. Fue corresponsal en Japón del periódico Excélsior dirigido por Julio Scherer. Premio Internacional de Poesía Zacatecas 2011, al año siguiente obtuvo el Xavier Villaurrutia de escritores para escritores.