La peor de las fronteras europeas
El río Evros, en la frontera greco-turca, es la ruta natural de los migrantes de Medio Oriente que buscan entrar a Europa. Ahora, gracias a un acuerdo firmado hace tres años por la Unión Europea y Turquía, se limita la llegada de refugiados a través de las islas griegas. Y esto da pie a una serie de historias de terror en las que la fuerza pública de Grecia juega un vergonzoso papel: uniformados griegos detienen a quienes cruzan el río, los torturan, los vejan… y los devuelven a suelo turco, donde los buscadores de asilo deben empezar desde cero cada vez.
EVROS, Grecia (Proceso).- A finales de octubre la afgana Gur Wutai, su hija de 13 años y un sobrino se embarcaron en un bote inflable en la orilla turca del río Evros, junto con otros refugiados. Apretujados y en silencio.
Su hija y su sobrino eran la única familia que le quedaba a Wutai luego de una disputa entre clanes en su lejano Afganistán.
Atrás quedaban 4 mil 600 kilómetros desde Mazar-e Sharif, por suelo afgano, iraní y turco y la estancia en los miserables barrios de inmigrantes de Estambul en espera de un traficante. El pago: mil euros por cabeza.
El bote alcanza la otra orilla del río. Están en Europa. Desembarcan desconcertados por la oscuridad del bosque que los rodea. “La policía griega nos arrestó en Alejandrópolis. Nos enviaron a la comisaría y de allí a una cárcel. En la prisión nos quitaron los documentos, los celulares y los cargadores y los tiraron a la basura”, relata.
Gur Wutai está ahora atrapada en el campo-cárcel de Fylakio (en el norte de Grecia) junto a otros 240 refugiados. Si hubiera llegado tres años antes, las autoridades griegas le habría facilitado un documento y habría podido continuar su viaje hacia el corazón de Europa.
Las islas
Se cumplieron tres años del acuerdo antimigratorio firmado por la Unión Europea (UE) y Turquía, que limita la llegada de refugiados a través de las islas griegas; pero si se pone un obstáculo aquí, si se cierra una frontera allá, las rutas darán un rodeo para seguir su camino, siempre con la misma dirección: del país pobre al país próspero.
Muchas veces esta redefinición de las rutas implica tomar sendas peligrosas. Por ejemplo, muchos de los que antes intentaban entrar a territorio europeo por la frontera greco-turca, ahora lo hacen por las aguas mediterráneas, en mar abierto. Así que se ha elevado la proporción de mortalidad: si en 2015, en medio de la crisis de los refugiados, cuando llegó a la UE más de un millón de migrantes, hubo 3 mil 771 muertes en el mar; el año pasado, cuando apenas llegaron a Europa poco más de 140 mil migrantes, murieron 2 mil 277.
En Grecia, con las fronteras de los países balcánicos cerradas, los campos de refugiados, especialmente los de las islas, están hacinados.
“El campamento de Vathy, en la isla de Samos, tiene capacidad para 650 personas. Pero ahora mismo hay más de 4 mil 200. La mayoría, en tiendas de campaña fuera del campamento. La situación es trágica. No tienen agua ni baños. Hay basura por todos lados, hay mosquitos y ratas. La gente vive en medio del bosque a merced del frío y de la lluvia”, dice a Proceso el coordinador de Médicos Sin Fronteras en la isla, Antonis Rigas.
“El acuerdo de la UE ha tenido un efecto muy malo, porque deja atrapadas en Grecia, en particular en las islas, a miles de personas. Y no funciona. Hay gente que lleva un año esperando a que su petición de asilo sea contestada. Hay mujeres embarazadas, niños, ancianos, personas con problemas de salud mental porque han sido torturadas en sus países de origen”, sigue.
Parte de ellos, los considerados migrantes económicos y no refugiados, podrían ser devueltos a Turquía en virtud del acuerdo firmado en 2016, lo que hace la espera más tensa. Por ello, la ruta de entrada a Grecia ha tomado un nuevo derrotero: cada vez más personas, en lugar de tratar de ganar territorio europeo a través de las islas del mar Egeo, usan la frontera del río Evros. Allí no rige el acuerdo antimigratorio, por lo que quienes alcanzan la orilla griega no pueden ser devueltos… en teoría.
El Evros hace de barrera natural a lo largo de los más de 200 kilómetros de frontera que comparten turcos y griegos. Es un río caudaloso, de fuertes corrientes. “Es demasiado peligrosa esta ruta. Tardamos una hora en cruzar el río”, dice un joven paquistaní, también detenido en Fylakio.
Se estima que de los 18 mil migrantes que llegaron a Grecia por esta vía el año pasado, unos 50 murieron en el río, ahogados o por hipotermia.
El caso del joven Firas
Eran las cinco de la tarde de un día de agosto del pasado año cuando el grupo con el que viajaba Firas partió de Estambul. Hacía seis semanas que había abandonado Siria. Sus padres lo habían encomendado a una familia vecina que también huía del país: Firas tenía 17 años y se acercaba la fecha en que recibiría el llamamiento a filas del gobierno. El adolescente, que es kurdo y cuyo nombre se cambia para proteger su identidad, no quería participar en una guerra que ha costado ya medio millón de muertes.
La furgoneta, conducida por los traficantes, los llevó hasta un punto cercano a la ciudad turca de Edirne, fronteriza con Grecia y Bulgaria. “Caminamos siete horas y pasamos al otro lado en barcas. Luego dormimos lo que quedaba de la noche en un bosque. Por la mañana nos detuvo la policía griega”. Ahí comenzó su calvario.
“Nos llevaron a un calabozo y nos pidieron entregar todas nuestras posesiones. Los agentes llevaban las caras tapadas. Después comenzaron a pegarnos. Por la tarde de aquel día nos condujeron de nuevo al río. Nos juntaron con un grupo personas que habían detenido y, por turnos, dos policías griegos nos llevaron a la orilla turca”.
Semanas más tarde lo volvió a intentar. Ocurrió lo mismo. Sólo que esta vez, a las golpizas se unieron hombres en uniforme militar. Al terminar, les quitaron hasta la ropa y los devolvieron a Turquía en calzones.
“Es algo que últimamente ocurre mucho, aunque nadie en Grecia admite que pasa”, asegura Panayota Xenidu, encargada de protección a la infancia del campo de Fylakio: “Cuando los refugiados llegan a territorio griego a veces los detiene la policía, les quitan los teléfonos, los documentos, los tiran al agua, y a la gente la devuelven a Turquía”.
Es una práctica conocida como pushback, prohibida por las convenciones internacionales de la ONU y por la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, por mucho que se aplique a personas como Firas, que han entrado en el país por medios ilegales.
Y es algo sistemático en este trozo de la frontera griega, denuncian organizaciones como Human Rights Watch y el Consejo Griego para los Refugiados (GCR). El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) recabó cerca de 300 casos sólo en 2018.
Hubo una tercera vez para Firas. Nuevamente cruzaron el río en dirección a Grecia, la policía los detuvo y los llevó a un edificio abandonado. El adolescente sirio y sus compañeros de viaje estaban aterrorizados. “Así que esa vez les dijimos que éramos turcos”. La represión y purgas que siguieron al intento de golpe de estado de 2016 han hecho que miles de personas escapen de Turquía, y la mayoría son bien recibidas en los estados de la UE.
La estratagema funcionó y Firas fue conducido a Fylakio. “Me dijeron que ahí estaba a salvo, así que les conté la verdad. Pero como soy menor de edad, debía quedarme en el campo, mientras que la familia con la que viajaba pudo salir y continuar su camino”.
En el campo se estaba bien. Hizo amigos y los funcionarios y empleados de las ONG lo respetaban. Pero él tenía prisa. Quería intentar llegar a Alemania, donde reside su hermano mayor desde hace años. Otros compañeros lo convencieron de que hiciera un test de edad. Estos exámenes, realizados por forenses analizando los huesos del interesado, no son del todo exactos, especialmente si la diferencia es tan pequeña: a Firas sólo le quedaba medio año para cumplir 18. Hizo la prueba y dio positivo. Le entregaron los papeles del ACNUR y del gobierno griego que lo acreditaban como solicitante de asilo y lo dejaron ir.
Tomó un autobús en dirección a Salónica, la segunda mayor ciudad de Grecia y puerta de entrada a la ruta migratoria de los Balcanes. “Veinte minutos después la policía detuvo el autobús. Varios agentes subieron a registrarlo y me ordenaron bajar junto a otros cinco sirios. Me pidieron los papeles y les enseñé los del ACNUR. Los rompieron en mi cara. Nos metieron en una patrulla y nos llevaron a comisaría”.
Firas no entendía nada. Dio a los policías de la comisaría el nombre y contacto del funcionario que llevaba su caso en Fylakio. Le respondieron agarrando su cabeza y estampándola contra la pared. Comenzó a llorar. “Siéntate”, le ordenaron. Luego, como al resto de detenidos, lo obligaron a desnudarse y la emprendieron a puñetazos y patadas. Entumecidos y ateridos, los abandonaron en el calabazo. “Hacía mucho frío. Fuera nevaba. No teníamos mantas para cubrirnos ni nos dieron comida o agua. Al final tuvimos que beber agua del escusado”.
Al día siguiente, cuando se abrió la puerta de la celda, entraron varios policías y militares armados con tubos de plástico. Volvieron a darles una paliza. “Luego nos metieron en un coche y nos llevaron al río, pero antes de devolvernos al otro lado, nos pegaron una vez más”.
El secreto
Si las dos primeras veces Firas fue objeto de pushback, esta tercera puede catalogarse, sin temor a equivocarse, de secuestro. No es el único. Dimitris Koros, abogado del GCR ha acumulado diversos testimonios. Como el de AA, un sirio que residía legalmente en Alemania y que en el verano de 2017 acudió a Alejandrópolis para encontrarse con su mujer, que acababa de cruzar la frontera. Pero fue detenido por agentes de policía que, sin reparar en su documentación, lo encapucharon y lo enviaron a Turquía en un bote. Después de ello, ha intentado hasta 10 veces cruzar a Grecia, todas sin éxito.
“No tenemos imágenes de lo que ocurre en la frontera, porque es zona militar. Pero hemos conseguido numerosos testimonios que prueban estas prácticas. Incluso el Consejo de Europa ha concluido que existen estas prácticas”, afirma Koros.
El problema, admite, es identificar a los culpables: la mayoría de los implicados despojan sus uniformes de todo distintivo y se cubren la cara con pasamontañas. “Sabemos que hay policías y militares implicados. Incluso hemos escuchado rumores de la presencia de paramilitares, civiles armados que se unen a las partidas policiales. Tampoco podemos estar seguros sobre la participación del Frontex (la policía fronteriza europea), pero al menos cooperan mirando para otro lado”.
Hay un modus operandi: los migrantes y refugiados son capturados a orillas del río o lejos de la frontera –siempre en la provincia de Evros–, retenidos en comisarías, cuarteles o edificios abandonados y finalmente devueltos a través del río.
“El transporte de un lugar a otro se hace habitualmente en vehículos sin signos oficiales”, comenta un activista de la localidad de Orestiada. Allí, este corresponsal pudo ver dos furgonetas, sin placas, junto a la estación del tren –donde donde se han producido algunas de las “capturas”– y otras tres sin identificación policial, estacionadas durante la noche (el momento en que se suelen producir las detenciones) en el espacio reservado para autos oficiales de la comisaría. Durante el día habían desaparecido.
La respuesta del gobierno griego es siempre la misma: “No existen estas prácticas”. Dicen lo mismo los ministerios y la policía: “No hacemos pushback”.
“Desde 2008 estamos desbordados por las avalanchas de inmigrantes, pero siempre hemos respetado la ley, las normas internacionales”, alega el comisario de Orestiada, Pascalis Siritudis, ante la pregunta del reportero. Y remata con una advertencia: “No olvide que ésta no es sólo la frontera de Grecia, sino también de la Unión Europea”.
Firas sigue sin entender nada. Después de varios días vagando por Estambul, alimentándose de lo que encontraba en la basura, otros refugiados sirios le ofrecieron compartir su modesto apartamento. Ahí lleva más de dos meses, pero no tiene dinero ni documentos y sí mucho miedo a que lo puedan detener y devolver a Siria.
Se pregunta por qué no le dejan regresar a Grecia si, de acuerdo con la ley, tiene derecho a ello. Una fuente del ACNUR reconoce que las oficinas griega y turca de la organización están al tanto de su caso. Pero es “un caso complicado”. Según todos los documentos oficiales, Firas se halla aún en Grecia y, por tanto, si las autoridades helénicas le permitiesen regresar, implicaría reconocer que lo devolvieron ilegalmente a través del Evros. Ese río que se ha convertido en la frontera más oscura de Europa.
Este reportaje se publicó el 14 de abril de 2019 en la edición 2215 de la revista Proceso