Ernesto Villanueva
Justicia y ciudadanía: la reforma que lo cambió todo
Con esta elección judicial se construyó algo más que un procedimiento: se abrió un nuevo pacto entre justicia y sociedad.CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Las elecciones para renovar la mitad del Poder Judicial de la Federación (con excepción de los Ministros donde hubo un cambio total) así como la renovación integral de varios estados ha generado un importante debate en el círculo rojo por lo que hace a la forma y el fondo de las elecciones en cuestión. Desde mi punto de vista estos comicios fueron una experiencia inédita. Veamos.
Primero. Debe quedar claro: el debate sobre el modelo de acceso al Poder Judicial ya no es tema. Fue una discusión legítima, sí, pero que se resolvió por las vías constitucionales. El Poder Reformador habló, deliberó y decidió. El nuevo diseño ya no está en disputa. Discutir hoy si debe o no haber elección judicial es, jurídicamente, un ejercicio estéril. La Constitución ya cambió. El marco legal está vigente. El país ya votó. Lo relevante ahora no es revisar lo que pudo ser, sino construir a partir de lo que ya es. La elección judicial fue legal, sí. Pero fue mucho más que eso. Representó un cambio profundo, que —para ser sinceros— no se había visto en la historia del país. Porque por primera vez, quienes imparten justicia llegaron ahí no por nombramiento político no por acuerdos en la opacidad, sino por el voto directo de la gente. Todo empezó con la reforma constitucional de 2024. Se modificaron los artículos 94 y 95. A partir de ahí, se elaboró una ley reglamentaria que estableció las bases del proceso: quiénes podían participar, cuáles eran los requisitos, qué criterios debía evaluar la ciudadanía. Hubo debates. Hubo registros abiertos. Pero lo más importante no fue el procedimiento técnico, sino lo que implicó simbólicamente: que por primera vez la ciudadanía tuvo voz y voto en la composición del Poder Judicial. Eso no es menor. La legalidad dejó de ser un trámite para convertirse en una vía de apertura democrática. Hoy, el derecho y la voluntad popular ya no están separados por un muro de solemnidad. Se cruzan. Se escuchan. Este paso no solo cambia el cómo se elige, sino el qué representa el juez. Ya no es un funcionario aislado, formado en la oscuridad, sino alguien con un mandato social. Esa transformación no debilita al sistema. Lo obliga a renovarse.
Segundo. Durante décadas, el Poder Judicial fue, sin duda, el espacio más distante del ciudadano común. Se hablaba con solemnidad del “juez natural”, pero casi nadie sabía cómo llegaba al cargo, quién lo proponía o bajo qué criterios se decidía su nombramiento. La toga era un símbolo de autoridad, sí, pero también de silencio, de jerarquía inquebrantable, de decisiones tomadas desde un lugar que parecía ajeno a la vida cotidiana de las personas. Se asumía que el saber técnico bastaba. Que bastaba dominar los códigos, las jurisprudencias, los principios procesales. Se decía que la neutralidad institucional garantizaba justicia. La realidad, sin embargo, desmintió esa creencia. La desconfianza pública, el aislamiento del juez, la falta de explicación detrás de muchas resoluciones y la nula rendición de cuentas terminaron por mostrar los límites de ese modelo. Ya no basta con haber hecho carrera en los tribunales. Tampoco basta con repetir fórmulas jurídicas como un mantra técnico. Hoy, la ciudadanía exige claridad, escucha, coherencia. Y eso no convierte a los jueces en candidatos perpetuos ni en figuras populares. Lo que hace es abrirlos al juicio social. Los vuelve sujetos de evaluación pública. Y eso no es una amenaza. Es una expresión de madurez democrática. El juez no es solo un técnico de la ley. Es, también, un representante de la justicia. Y eso implica una forma distinta de ejercer el cargo: con más sensibilidad, más apertura, más conexión con el entorno social al que sirve. La toga ya no es solo un símbolo de autoridad. Es, también, un recordatorio del deber de responder con razones, con integridad y con conciencia del lugar que se ocupa. El juez no es solo un técnico de la ley. Es, también, un representante de la justicia. Y eso implica otra forma de ejercer el cargo: con más sensibilidad, más apertura y menos distancia.
Tercero. Con esta elección judicial se construyó algo más que un procedimiento: se abrió un nuevo pacto entre justicia y sociedad. Un entendimiento básico y profundo. Si el pueblo elige, entonces tiene derecho a observar, cuestionar y recordar. La toga ya no es blindaje. Es compromiso público. Esto no pone en riesgo la independencia judicial. La fortalece desde otro lugar: desde la legitimidad social. Antes, los jueces respondían solo a sus superiores o al expediente. Ahora, también responden —aunque de manera indirecta— a quienes votaron por ellos. No se trata de dictar sentencias por popularidad. Se trata de actuar con integridad sabiendo que hay una memoria cívica que observa. Este nuevo modelo no es perfecto, claro que no. Hay desafíos. Falta consolidar mecanismos de evaluación ciudadana. Faltan indicadores claros. Faltan garantías de igualdad real en el acceso a las candidaturas. Pero es un avance. Un paso en la dirección correcta. El reto ahora es cultural. Que la ciudadanía entienda que la justicia también le pertenece. Que no es asunto de jueces y abogados solamente. Que detrás de cada decisión judicial hay derechos, personas, contextos. Y que exigir rendición de cuentas no es populismo: es democracia. Este cambio llegó para quedarse. La legitimidad judicial ya no se construye solo desde arriba. También se construye desde abajo, desde la confianza ganada y no otorgada. Y eso es lo que transforma un sistema legal en un sistema justo. No perfecto. Pero más humano, más cercano, más legítimo.
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