Felipe de la Mata Pizaña

¡Gracias!

En principio, un libro no es, ni puede ser, una pieza propagandística. A diferencia de una propaganda, un libro no se difunde públicamente para consumo masivo.
martes, 16 de abril de 2024 · 05:00

Hace unas semanas se publicó el libro “¡Gracias!” de la autoría de Andrés Manuel López Obrador (Planeta, 2024). Este libro tiene como particularidades que su autor es el presidente de la República y que fue publicado en vísperas del inicio de las campañas electorales de este año.

La publicación del libro provocó una denuncia ante el INE por parte de la candidata Xóchitl Gálvez. La denunciante afirmaba que mediante algunas frases se pretendía influir en el electorado a favor de la candidata Claudia Sheinbaum. De esta manera, aseguraba que se incidía en inequidad en la contienda de cara a la próxima jornada electoral del 2 de junio. Además, la denuncia solicitaba medidas cautelares en su modalidad de tutela preventiva: pedía la suspensión de todas y cada una de las publicaciones relacionadas con el libro, su difusión, venta e incluso la publicidad del mismo.

La Unidad Técnica de lo Contencioso Electoral del INE desechó la queja. En la sesión del 27 de marzo pasado, la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación confirmó ese desechamiento. Yo voté con la mayoría de las magistraturas a favor de esa conclusión.

Este caso nos permite reflexionar acerca de las consecuencias que habría tenido la eventual admisión de una denuncia relacionada con la venta y distribución de un libro. El primer problema que se presenta es si un libro puede o no considerarse como propaganda, y si, en esa medida, las autoridades electorales tienen facultades para impedir su difusión. Considero que ni el INE ni el Tribunal Electoral cuentan con dichas facultades, con independencia de quién es el autor del libro.

TEPJF. Desecha queja. Foto: Germán Canseco.

La pregunta viene a cuento porque el procedimiento especial sancionador en materia electoral obedece a una lógica y a una necesidad muy clara. A través de este procedimiento se busca que la propaganda se ajuste a límites constitucionales y legales. Por eso, se trata de una vía expedita mediante la cual se investigan y sancionan posibles irregularidades en la propaganda electoral.

Sin embargo, a mi juicio, no puede considerarse que los libros editados legítimamente, y distribuidos para su comercio, sean susceptibles de equipararse a propaganda. En principio, un libro no es, ni puede ser, una pieza propagandística. A diferencia de una propaganda, un libro no se difunde públicamente para consumo masivo. Su información no se propaga, ni se administra sin que el receptor del libro lo quiera. Su contenido no tiene las capacidades de instalarse en vías públicas. Un libro se consume específicamente por un lector interesado en las ideas o en la información plasmada en sus páginas.

En ese contexto, los libros no pueden sujetarse a censura alguna. Un libro es, ante todo, un medio de comunicación dialógica que, en principio, pretende ser privada o íntima. Si alguien compra un libro, tiene la pretensión de leerlo o puede de hecho leerlo para sí mismo. Generalmente los libros son leídos en silencio, esto es, en privado. Así, la lectura de un libro implica un proceso de comunicación entre el autor y el lector que voluntariamente lee sus ideas. El lector debe tener el ánimo de acceder a las páginas del libro. Es la voluntad del lector de conocer o de recibir la información que ofrece el autor de un libro lo que realmente define a la naturaleza de la transacción comunicativa.

De ahí que, en el análisis debe considerarse que, en principio, los libros no son susceptibles de ser investigados, sancionados o censurados por las autoridades electorales en el contexto de un procedimiento sancionador. Las autoridades electorales tenemos competencia para juzgar propaganda, no para juzgar libros. Además, abrir las puertas al escrutinio de contenidos de los libros implicaría una restricción al mercado editorial y a la libertad de las casas editoriales de producir, publicar y distribuir una obra publicada. El solo hecho de esa posibilidad colocaría a las editoriales en la expectativa negativa de que su actividad puede ser sujeta a sanción, lo que, por sí mismo, provocaría un efecto inhibidor a la circulación de las ideas.

Gálvez. Inconformidad. Foto: Octavio Gómez.

En una sociedad democrática los libros no son obligatorios. No puede imponerse su lectura, ni de ninguna otra fuente de información, más allá del ámbito escolar o, posiblemente, de las necesidades de formación profesional. En una democracia, los libros tampoco pueden prohibirse. La historia nos ha enseñado que sólo en los regímenes dictatoriales o autoritarios se ha llegado a suspender la publicación de libros, o incluso a destruirlos.

Por ello, el solo hecho de permitir el inicio de un procedimiento para valorar el contenido de un libro, en los hechos y con independencia de su resultado, sería reconocer un mecanismo de posible censura, lo cual, por sí mismo, resulta inadmisible en una democracia constitucional. Como dice Irene Vallejo, “los libros nos convierten en herederos de todos los relatos: los mejores, los peores, los ambiguos, los problemáticos, los de doble filo. Disponer de todos ellos es bueno para pensar y elegir”. Tiene toda la razón.

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*Magistrado Electoral del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación

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