Javier Sicilia

Poder, propaganda y corrupción

A quienes el poder ha corrompido a grados absolutos se vuelve esclavo de las pasiones que engendra. Habrá entonces que seguir resistiendo.
sábado, 12 de octubre de 2024 · 07:00

En estos tiempos miserables se ha vuelto un lugar más que común citar la frase del historiador Lord Acton: “Todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. La frase está tomada de una carta dirigida al obispo Mendell Creighton que, como otros, defendió el dogma de la infalibilidad papal promulgado durante el Concilio Vaticano I en 1869. Acton había sido un férreo opositor a él: “Los grandes hombres –decía en esa misma refiriéndose al Papa y a los reyes– son casi siempre malos (…) No hay peor herejía que el hecho de que el cargo santifique a quien lo posee”. 

Como el profundo católico que fue, Acton sabía que el poder es una desproporción y como tal corrompe, es decir, altera por putrefacción hasta pervertir absolutamente. Atribuido a los dioses o a Dios, el poder en manos humanas conduce a las arbitrariedades y las atrocidades más espantosas. Por eso Acton, que era un liberal, buscaba que se le limitara. 

Jesús de Nazaret, en el que Acton creía y cuya presencia alimentaba su crítica, lo sabía mejor: censuró abiertamente el poder y nuca permitió que lo identificaran con él. Se mantuvo al abrigo de sus tentaciones. Lo mismo hizo Gandhi, un contemporáneo de Acton. 

Jesús y Gandhi tenían muy claro que servir a los otros implica renunciar al poder, negarse a su atroz espejismo. Cuando, por el contrario, se cree en él, es imposible no sucumbir a sus seducciones que el Evangelio expresa mediante las tentaciones del desierto: transforma esas piedras en panes, posee todos los reinos, desafía la gravedad, en síntesis, corrompe el orden, la proporción y el límite de la vida. Pero, como eso es humanamente imposible, los políticos suelen mentir, seducir, intimidar y mostrar una imagen de impoluta grandeza como la que la humanidad le atribuye a Dios y a los dioses. Son, diría Freud, narcisistas y los mejores, es decir, aquellos a quienes el poder corrompe de manera absoluta, deberían estar en un psiquiátrico.

Pese a ello, la historia no ha dejado de producirlos. De Nerón, a Castro y Pinochet, pasando por sus paradigmas más sobrecogedores, Hitler y Stalin, el poder es pródigo en monstruos. Pese también a saber de sus atrocidades y estragos, sus figuras continúan seduciendo a las mayorías que las encumbran y las deifican. 

Nuestra época las procura compulsivamente. Tump, Milei, Ortega, Díaz-Canel, Putin, Netaynyahu, Orbán, Bukele, por nombrar sólo algunos, son muestra de ello. Nadie escapa a su presencia. Nosotros tenemos a López Obrador. 

¿Por qué –se me dirá– seguir ocupándose de él, si ya se fue? Porque además de que es el paradigma más cercano que tenemos de las corrupciones absolutas del poder, su figura, deificada hasta la abyección, continúa presente en la llamada 4T, en Claudia Sheinbaum, en los 35 millones de personas que votaron por él transubstanciado en ella, en las Cámaras, en las instituciones de las que se apoderó, en las exaltaciones y odios que continúa suscitando y lo alimentan; está allí como un Pedro Páramo presente en su ausencia, de manera vicaria, como un dios en su iglesia.

AMLO. Propaganda amplificada vía redes sociales. Foto: Montserrat López  

¿Cómo se producen esas figuras? Las explicaciones filosóficas, antropológica, sociológicos e históricas que se han dado y continúan dándose son tan complejas como el fenómeno que las produce. Una de ellas, potenciada por la crisis civilizatoria que atraviesa el mundo y los desarrollos de la tecnología de la comunicación, tiene que ver con la propaganda.

Hace tiempo, en octubre de 2021, en un artículo de Proceso, “En el espejo de Hitler”, comparé la capacidad de López Obrador de movilizar y reproducir a las masas con la de Hitler. Veía en ello uno de los fundamentos de su poder. 

El artículo provocó no sólo el escozor de sus hordas de seguidores y de sus innumerables granjas de bots, sino la molestia del propio López Obrador que, además de los epítetos que suele lanzar a los que llama “adversarios”, me acusó de exagerar. He vuelto a releerlo después de tres años y me doy cuenta de que no me equivoqué, que su capacidad de reproducir la masa y de echar a andar los mecanismos más primitivos de sus deseos está sostenida en la propaganda. 

No sé si López Obrador o los políticos que cité leyeron a Hitler y a los teóricos del nazismo o si esa lógica forma parte de la naturaleza del poder, pero si se tiene la curiosidad de leer los Lineamientos del Ministerio de Propaganda de la Alemania nazi que, como señala Jacobo Dayán, “estaban delineados desde que Hitler escribió Mi lucha”, es posible encontrar algo de la manera en que esos seres se construyen y generan una profunda corrupción social. 

Paloma Sánchez-Guernica los resume en su novela histórica Últimos días en Berlín: “La propaganda debe limitarse a un número de ideas y repetirlas incansablemente, presentándolas una y otra vez desde diferentes perspectivas, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. Sin fisuras ni dudas. Si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad”. “Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño será el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; además tiene gran capacidad para olvidar”. 

“Reunir diversos adversarios en una categoría o individuo. Los adversarios han de constituirse en suma individualizada”. “Cargar sobre el adversario los propios errores o defectos, respondiendo al ataque con el ataque. Si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan”.  

Eso, amplificado por las redes sociales, produce, como en el nazismo, una obediencia bovina y una corrupción difícil de extirpar, sobre todo por la estructura que López Obrador cimentó en México y la abyecta devoción que consiguió de sus seguidores por medio de esa propaganda. 

Sheinbaum. Negar la realidad. Foto: Eduardo Miranda 

Sheinbaum es de esa misma estirpe. Como su maestro, no sólo mintió y malversó la realidad para llegar a un poder que López Obrador volvió absoluto, continúa haciéndolo: niega que el país esté sometido al crimen organizado, su Estrategia de Seguridad es idéntica a la de su mentor, mantiene la propaganda mañanera y tiene cerca a Jesús Ramírez Cuevas, el Goebbels de López Obrador.

A quienes el poder ha corrompido a grados absolutos se vuelve esclavo de las pasiones que engendra. Habrá entonces que seguir resistiendo.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.

 

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