AMLO
Otra vez la investidura
López Obrador ha logrado reinar sobre un país que todavía no sabe vivir sin tlatoanis. Nada hay en el horizonte, fuera de sus enfermedades, que anuncie su caída; nada que, en medio de la destrucción de su poder omnímodo, pueda detenerlo.Para Elena Ponaitowska
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).–López Obrador tiene una obsesión con la investidura. Nadie como él ha hablado tanto de ella y la ha defendido hasta lo absurdo. La primera vez que lo hizo fue en enero de 2020, cuando las victimas llegamos a Palacio Nacional a pedirle una explicación pública de por qué había traicionado la agenda de Justicia Transicional pactada con él y trabajada con su gobierno para crear lo que aún nos debe: una política de Estado en materia de Justicia y Paz.
“No voy a manchar la investidura –dijo después de acusarnos de ser un show–. Imagínense que voy a estar esperando aquí, y la prensa conservadora, fifí y nuestros adversarios dándose vuelo… yo haciéndole el caldo gordo a los conservadores (…) ¡Qué barbaridad! Vilipendiado el presidente, hasta que alguien le dijo sus verdades.”
Lo ha hecho tres veces más negándose a asistir, por las mismas razones, a las entregas de las preseas Belisario Domínguez: “Yo no voy a esos actos –dijo al referirse a la que recientemente se le otorgó a Elena Poniatowska– porque hay muchas agresiones. Están muy enojados nuestros adversarios. Entonces montan un espectáculo (…) y tengo que cuidar la investidura presidencial”.
La idea que AMLO se ha hecho de ella nada tiene que ver con lo que ahora significa: la entrega de un cargo de responsabilidad pública que lo obliga a realizar ciertas actividades específicas, en su caso relacionadas con la Presidencia de una República, como sancionar leyes, nombrar y remover secretarios de Estado, celebrar tratados internacionales… La suya es religiosa, semejante a las de las antiguas monarquías por las que el rey era investido de un poder divino y arbitrario que sólo concluía con su muerte. Luis XIV y su famoso “El Estado soy yo” es su más extrema expresión. El rey no era Dios, pero investido de su poder, reinaba en su lugar, de manera vicaria.
Después de la revolución francesa, que cambió la idea de Dios por otra menos pretensiosa, pero igual de aberrante, el Estado, muchos gobernantes han querido volver a encarnar esa figura. Napoleón la llevó hasta la desmesura, coronándose a sí mismo emperador delante del Papa en una ceremonia que recuerda las más antiguas entronizaciones imperiales.
En su biografía, La corte del zar rojo, Simon Sebag Montefiore cuenta que cuando Stalin ya consolidado en el poder fue a visitar a su madre, ésta le preguntó: “¿En qué te convertiste?”. Stalin respondió: “En una especie de zar”. Ese sueño está en menor o mayor grado en todo hombre o mujer de poder. En México lo encarnaron Santa Anna y Porfirio Díaz, lo soñó Juárez, que murió antes de hacerlo posible, y lo vivió Calles, reinando, durante varios años, como un dios detrás del trono de quienes lo sucedieron.
Desde entonces no hubo otro presidente, hasta López Obrador, que lograra hacerlo. Alguno lo intentaron en el transcurso de su mandato y fracasaron. López Obrador, sin embargo, lo asumió desde que el 1 de diciembre de 2018 fue investido con la banda presidencial. A partir de ese momento se mimetizó con ese rey de rostro adusto, cuyo cuerpo está formado de millones de seres humanos que lo contemplan arrobado y en cuyas manos lleva el báculo del poder espiritual y la espada del poder mundano, que aparece como una síntesis del Estado en el frontispicio del Leviatán de Hobbes. Desde entonces, en su imaginario y el de sus fieles, él y la investidura se volvieron un mismo ser. Semejante al de los reyes absolutistas, su cuerpo, lleno de las evidentes limitaciones físicas y espirituales que le conocemos, se transformó en el cuerpo impoluto de un Dios llamado Pueblo: un ser, diría Jesús Silva Márquez, que, como los soberanos absolutos, ocupa el espacio de la nación entera porque en su boca reside la ley, en sus brazos la bondad y la justicia, en su mirada la moral y en su puño el destino de todos. Por ello, nadie que no sean aquellos que se le acercan para expresar su sumisión y recibir sus dádivas, puede tocarlo, interpelarlo, pedirle cuentas a riesgo de mancharlo y en enlodarlo. Para ellos la difamación, el insulto que, salido de sus labios, es la condena eterna y el desprecio. Investido, en su imaginario y el de sus fieles, no de un mandato jurídico y político, sino de lo divino, él decide qué está bien y qué está mal. Por ello no recibió a las víctimas el 26 de enero de 2020. Por ello, dos meses después de insultarlas y depreciarlas, fue a saludar a la madre del Chapo. Por ello se negó a asistir a las últimas entregas de la medalla Belisario Domínguez, la más reciente de las cuales, para justificación de su investidura y desgracia de Belisario y Poniatowska, terminó en un ridículo sainete. Como todo resentido, la investidura le sirve al mismo tiempo para ocultar la miseria de su inteligencia y reinar con la sordera de los dioses.
¿Podrá consolidarla? En todo caso y pese a escasos actos de republicanismo que han limitado algo de su desaforada megalomanía, López Obrador ha logrado reinar sobre un país que todavía no sabe vivir sin tlatoanis. Nada hay en el horizonte, fuera de sus enfermedades, que anuncie su caída; nada que, en medio de la destrucción de su poder omnímodo, pueda detenerlo. Hijos de Pedro Páramo, estamos, como en Comala, condenados a padecer su monstruosa, trasnochada e insoportable investidura.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.