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"Kakistocracia"

La kakistocracia está así en todas partes, en el presidente –que la acentúa con su temperamento voluntarista, autoritario, hipócrita y resentido–; en su equipo y su partido, lleno de corrupciones; en sus intelectuales, cegados de ideologías extenuadas; en los partidos, tan putrefactos como Morena.
lunes, 30 de mayo de 2022 · 11:03

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– La palabra suena horrible. Lo es. Está relacionada con el vocablo indoeuropeo kakka (“cagar”), que en griego se transformó en kakos (“mal, malo”) y también en kakistos (“peor”). Significa el “gobierno de los peores”. El término no se encuentra en ninguno de los grandes fundadores de la filosofía política.

Se dice que surgió en el siglo XVIII, pero que adquirió carta de naturalización con la entrada que se encuentra en el Diccionario de sociología de Frederick M. Lumley en 1944, que la define como “un estado de degeneración de las relaciones humanas en que la organización del gobierno está controlada y dirigida por gobernantes que ofrecen toda la gama, desde ignorantes y matones electoreros hasta bandas y camarillas sagaces, pero sin escrúpulos”. Aparece, después, dice Stathmó Akrópoli, en un artículo de 1974 del filósofo argentino Jorge García Venturini y en 2001 en el libro de Michelangelo Bovero, Una gramática de la democracia. Pero no es sino hasta recientes fechas que muchos analistas, como Pablo Hiriart, Betty Zanolli o Peggy Noonan, han comenzado a ponerla de moda para definir cierto tipo de regímenes, como el de la autonombrada Cuarta Transformación, el de Trump o el de las dictaduras latinoamericanas actuales. Es, podría decirse, una forma moderna de lo que, según Zanolli, era la oclocracia, el “gobierno de las muchedumbres”, término acuñado por Polibio de Megalópolis, antecesor de Tito Livio, en su obra Historias, para definir la corrupción de la democracia. Cuando el gobierno del pueblo, la democracia, comenta Zanolli a Polibio, comienza “a extralimitarse y a menospreciar las leyes, los valores y las costumbres, se transforma en oklos, lo que hoy podríamos denominar muchedumbre o masa enardecida, furibunda e irracional”. En el momento en que la soberbia se apodera del pueblo “y comienzan a imperar la violencia y la anarquía” surge eso que hoy se define como kakistocracia, el más corrompido de todos los regímenes políticos porque implica “la degeneración extrema de toda constitución armónica de la sociedad”.

No hay que darle demasiadas vueltas para ver en el gobierno de López Obrador la definición que hacen Lumley de la kakistocracia y Zanolli de la oclocracia. Sin embargo, esa forma de gobierno no es privativa suya, al grado de que, como lo piensan muchos, con la extinción de su régimen volveremos a recuperar la democracia. Nada más lejos de la realidad. El gobierno de López Obrador, en el que la kakistocracia ha llegado a manifestarse en formas extremas, es sólo uno de los múltiples síntomas de una enfermedad más terrible, la de una profunda crisis civilizatoria que golpea a la humanidad y que viene de lejos. Sus primeros síntomas en México comenzaron a hacerse sentir con el gobierno de Salinas de Gortari, se agravaron con el de Fox y entraron en un tobogán con Calderón y Peña Nieto, para expresarse en todo su horrible esplendor con el de López Obrador.

La kakistocracia está así en todas partes, en el presidente –que la acentúa con su temperamento voluntarista, autoritario, hipócrita y resentido–; en su equipo y su partido, lleno de corrupciones; en sus intelectuales, cegados de ideologías extenuadas; en los partidos, tan putrefactos como Morena; en las Cámaras, cuyos pleitos y alardes de ignorancia recuerdan las reyertas de mercado; en sus colusiones con el crimen organizado; en los altísimos índices de impunidad que hay en todos los estados del país; en las redes criminales, que día con día crecen al amparo de los partidos y sus gobernanzas; en el resentimiento que surge de la vida de la nación como salitre en una casa abandonada; en el vómito diario de las redes sociales.

Creer que los candidatos de la oposición en las próximas elecciones intermedias o un candidato de unidad de la misma oposición en las de 2024 podrán cambiar las cosas es no entender lo que una crisis civilizatoria significa. Una crisis de ese tamaño quiere decir que las instituciones políticas que tuvieron un sentido durante un largo periodo histórico, entraron en fase terminal. Lo que en política quiere decir que el régimen que desde la Ilustración –después de agotarse las monarquías que terminaron en tiranías y las aristocracias que degeneraron en oligarquías– consideramos el mejor, la democracia, entró también en una fase crítica; no en la oclocracia, que en la Roma de Polibio tenía aún remedio, sino en la kakistocracia que, como lo señala Bovero, combina en sí misma, además del caos y la barbarie del resentimiento, lo peor de otros regímenes: la tiranía, la oligarquía y la demagogia.

Hasta allí hemos llegado y no hay manera de volver atrás, como suele pensarse. El modelo se agotó y cualquier intento de volver a él sólo ahondará más la kakistokrasia. El problema es grave y exige pensar en formas civilizatorias inéditas. Hay que recordar que “crisis” significa “momento de decisión”, y “civilizatorio”, aquello que nos hace humanos. Es fácil decidir. Pocos pueden afirmar que no tomaron ya el partido de lo humano en su corazón. Lo difícil, lo casi imposible, fuera de pequeñas acciones que hacemos en nuestra vida diaria, es realizarlo en medio de un muladar político que ha contaminado todo lo que significa gobierno y ha degradado la vida moral del pueblo.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México. 

Este análisis forma parte del número 2378 de la edición impresa de Proceso, publicado el 29 de mayo de 2022, cuya edición digital puede adquirir en este enlace

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