Andrés Manuel López Obrador

AMLO: el desvanecimiento del Estado

El populismo no es estatista. Ni siquiera los adalides de izquierda procuran reforzar al Estado, porque eso significaría acotarse a sí mismos: las instituciones presuponen normas, tienen cauces, imponen límites.
lunes, 14 de marzo de 2022 · 11:01

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).–El populismo no es estatista. Ni siquiera los adalides de izquierda procuran reforzar al Estado, porque eso significaría acotarse a sí mismos: las instituciones presuponen normas, tienen cauces, imponen límites. El líder populista obtiene su fuerza de la vinculación directa con la gente y por ello recela de todo tipo de intermediación. Ve las estructuras estatales, en particular las que no puede manejar a su antojo, como un obstáculo a su liderazgo. Su apelación a la democracia participativa es el reflejo de su aversión a la existencia de otros representantes políticos, al fin y al cabo intermediarios. No es que rechace la representatividad, es que desea detentar su monopolio. De ahí su predilección por el gobierno plebiscitario: mientras él posea la exclusividad de la interpretación, en tanto sea el exégeta de la voluntad popular, optará por preguntarle a los gobernados qué debe hacer. En tal circunstancia, la respuesta será siempre la que él quiere.

Para el populismo, pues, el Estado es en buena medida un estorbo. Si desconfía del aparato burocrático del Ejecutivo, especialmente ahí donde hay servicio civil de carrera, con más razón ve al Legislativo como un rival que le resta representación y al Judicial como un impostor que pretende contrapesarlo. El gobernante populista se proclama conductor de una gesta histórica, que enfrenta intereses muy poderosos y exige ampliar su discrecionalidad. Es él y nadie más quien representa a la población, que es la que manda y sabe. No debe extrañarnos que además de acaparar el poder pretenda validar la información y a veces hasta el conocimiento. Las élites son el enemigo (su aliado contra el elitismo suelen ser las redes sociales). Las cúpulas representan al establishment, al statu quo, y engañan al ciudadano de a pie. Solo él posee la verdad, porque solo él entiende al pueblo.

Uno de los comunes denominadores del populismo es su antiestatismo. Tomemos el peculiar ejemplo mexicano, Andrés Manuel López Obrador, en varios sentidos incatalogable. Detesta la intermediación. En sus primeras decisiones eliminó el financiamiento a estancias y guarderías manejadas por organizaciones de la sociedad civil, argumentando que es mejor que el gobierno diera el dinero directamente a las madres. Hubo quienes dijeron que lo hacía por ser estatista. Luego arremetió contra los fideicomisos y se adueñó del fondo minero, que beneficiaba a los municipios en los que la minería es actividad primordial, y declaró que ese dinero iría directamente a los habitantes de esas municipalidades. Hubo quienes dijeron que lo hacía por ser centralista. Recientemente canceló las escuelas de tiempo completo y anunció que el dinero que se ahorraría se lo entregaría directamente a las mamás y los papás de los niños. Ya no hubo quien dijera que su resorte primario es el estatismo o el centralismo. Ha quedado claro que lo que lo mueve es el afán de concentrar el poder no en la cosa pública o en la Federación sino en su persona. No quiere un Estado fuerte, al contrario; quiere un liderazgo providencial por encima de la institucionalidad (creo que nos equivocamos al calificar su política energética como estatista: es “gobiernista”).

AMLO quiere borrar de México los organismos autónomos. Como en los otros casos que menciono, en este también justifica su decisión en el dispendio y la corrupción existentes. No propone reformarlos, depurarlos ni fusionarlos; anhela desaparecerlos de un plumazo. Son estructuras estatales y por tanto estorbosas, no le permiten decidir todo y menos hacerlo como le gusta, casuísticamente y a discreción. Peor aún, son reductos tecnocráticos, guaridas de neoliberales que sabotean su transformación. Y es que el Estado no es más que el garante de los intereses de los conservadores. El Estado, en última instancia, se ha de desvanecer. No es Marx, es Friedman. No es la sociedad sin clases, es el negative income tax, la transferencia directa y en efectivo a los individuos. Con un plus clientelar: la ayuda no viene del jefe de las instituciones nacionales sino de la encarnación misma de la nación, como sentenciaron algunos senadores en su penoso manifiesto, ese que tanto lo complació. ¿A alguien le queda duda de que AMLO, con todas sus contradicciones ideológicas, es populista y como tal es antiestatista?

Le disgustan los equilibrios democráticos. Acepta cualquier instancia “independiente” siempre y cuando esté dirigida por un “liberal”, es decir, por un partidario de la 4T o una persona obediente a sus designios. Por eso, por su obediencia, AMLO asigna tantas tareas a las Fuerzas Armadas. Varias veces ha confesado que no ha podido darles más porque no se dan abasto. Si por él fuera les daría toda la administración pública, pues además de leales operan sin asomos de horizontalidad y no tienen ambiciones electorales. Quizá sea esa, la que representan los militares mexicanos, la única institucionalidad que valora, y su aprecio puede emanar justamente de la distancia que han guardado de la política desde 1946. No le compiten, no aspiran al poder. Además, considera a los soldados como pueblo uniformado, y en consecuencia como parte de su base social (a diferencia de la burocracia clasemediera). No sólo es su comandante supremo: es su intérprete.

No imagino a AMLO alegando “el Estado soy yo”. Ni falta que hace: además de la nación, él encarna al pueblo y a la patria, según dice Morena con el aval de su adalid. En semejantes condiciones, ¿quién necesita al Estado?

Análisis publicado el 13 de marzo en la edición 2367 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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