Guerra en Ucrania

El conflicto bélico en Ucrania: “Pax cultura” (Primera de dos partes)

A comienzos del siglo XI el gran príncipe de Kiev, Yaroslav El Sabio, ordenó la edificación de la catedral de Santa Sofía, que se erigió como el santuario más importante en la entonces capital Rus de Kiev (Kyiv, en ruso ucraniano).
sábado, 12 de marzo de 2022 · 15:28

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– A comienzos del siglo XI el gran príncipe de Kiev, Yaroslav El Sabio, ordenó la edificación de la catedral de Santa Sofía, que se erigió como el santuario más importante en la entonces capital Rus de Kiev (Kyiv, en ruso ucraniano) y que rivaliza en importancia con la catedral de Hagia Sophia (sabiduría divina) de Estambul. La colegiata de Kiev conserva mosaicos y murales bizantinos espléndidos, y está circunvalada en su costado norte por el Gran Campanario de Lavra y el edificio de las Celdas de los Ancianos. En su entrada principal se encuentran la Residencia Metropolitana y la iglesia de El Refectorio. El ingreso a este conglomerado se hace por tres accesos, en los que sobresalen las Puertas de Zaborovsky.

A estos monumentos se suma la iglesia de El Salvador –edificada fuera de la muralla del monasterio y al norte de Kiev, en una región conocida como Berestovo–, y en forma sobresaliente el Monasterio de las Cuevas, fundado en 1069 por San Antonio El Eremita de Kiev o de Pechersk (983-1063) y por San Teodosio de Kiev o de las Cuevas (1029-1074). Este complejo religioso cobró una importancia singular y fue restaurado en los años treinta y cuarenta del siglo XVII por el teólogo moldavo Petro Mohyla (1596-1647), conocido por su nombre romanizado de Petro Symeonovych Mohyla.

La religión ortodoxa

De acuerdo con la primera crónica eslava del siglo XII (Crónica de Néstor), San Antonio introdujo en la comunidad rusa las prácticas teológicas del Monasterio de Esphigmenou, ubicado en Monte Athos, al norte de Grecia. Fue célebre por su renombre como eremita y la paulatina agregación de más seguidores a su movimiento hizo viable la fundación del Monasterio de las Cuevas. Junto con Teodosio de Kiev, elaboró la norma religiosa que se esparció por toda Rusia; punto de origen del misticismo monástico ruso conforme al modelo bizantino.

Ese corpus teológico tuvo su basamento en los escritos de los antiguos egipcios y de los monjes palestinos, en las prácticas ermitañas de Monte Athos y en la espiritualidad comunitaria del Monasterio de Studion de la antigua Constantinopla. Ya para el año 1250 este movimiento cenobítico contaba con más de 50 monjes como obispos.

De esta manera, el Monasterio de las Cuevas contribuyó a la formación y el desarrollo de monjes rusos, y en su época de esplendor promovió la educación, el arte y la medicina. Fuertemente hostigado durante la Segunda Guerra Mundial por las tropas alemanas, en la actualidad es uno de los centros de peregrinaje cristianos más visitados en el mundo por las reliquias que alberga y por las iglesias de sus catacumbas laberínticas.

En 1990 fue declarado patrimonio cultural de la humanidad por su valor universal sobresaliente (Outstanding Universal Value, o OUV, por sus siglas en inglés), y representa uno de los legados cardinales que se singulariza por la interacción entre la cultura Rus de Kiev y el imperio Bizantino.

Con el tiempo, empero, los constantes cambios geopolíticos transformaron la cognación entre Moscú y Kiev en una filiación compleja, mal avenida y de constantes azoramientos.

El escenario europeo

La destrucción del legado cultural ha sido una constante en la historia de la humanidad; el saco era un privilegio, connatural del jus belli, que le asistía al triunfante desde la época romana. Roma implantó el sistema de saqueo de obras de arte de los pueblos sometidos a su dominación como botín para la soldadesca. De esta manera, bronces y estatuas esculpidas en mármol, entre otros objetos, completaban el cortejo glorioso de los generales romanos. Esta regla pendante bello que legitimaba el saco en la guerra perduró por muchas centurias.

La devastación durante la Primera Guerra Mundial resultó especialmente severa con el patrimonio cultural, como fueron los casos de la Biblioteca de Lovaina en agosto de 1914 en Bélgica, de la catedral francesa de Reims en septiembre del mismo año y del campanario y la catedral de Arras, también en Francia, en octubre de 1914 y junio de 1915. La Segunda Guerra Mundial fue aún más traumática: los despojos y el pillaje de bienes culturales campearon en Europa, sobre todo durante la ocupación militar alemana.

La destrucción del patrimonio cultural desafía cualquier imaginación en tanto que es correlativa a la inestabilidad, la pobreza y el debilitamiento de las autoridades, principalmente las destinadas a preservar el orden público.

La legalidad

En el ámbito del derecho internacional empero se han hecho y siguen haciéndose esfuerzos importantes para proteger el patrimonio cultural; en la historia europea, tratados como los de Osnabrück y Münster (Paz de Westfalia) dan buena cuenta de ello.

En el siglo XIX empezaron a hacerse más evidentes las iniciativas de esta naturaleza. En el continente americano, Franz Lieber, filósofo estadunidense de origen alemán y profesor de Columbia College –ahora Universidad de Columbia, de Nueva York–, elaboró un código de conducta en tal sentido para el ejército de Estados Unidos. Mediante la Orden General número 100, que abolía la destrucción deliberada del patrimonio cultural, el presidente Abraham Lincoln promulgó este código en abril de 1863.

Pero fueron las convenciones de La Haya de 1899 y de 1907 las que regularon una normativa específica de las leyes y costumbres de la guerra, tanto para acciones terrestres como marítimas y de observancia para las partes beligerantes.

Estas convenciones servirían de marco normativo a los tribunales militares internacionales de Nüremberg y de Tokio (IMTFE, por sus siglas en inglés), que les dieron plena vigencia a las mismas para juzgar a los perpetradores del pillaje de bienes culturales y a los causantes de destrucción sistemática del patrimonio cultural durante la Segunda Guerra Mundial. En sus articulados se distinguen dos vertientes: la relativa a las hostilidades mutuas y la concerniente al supuesto de ocupación militar.

En abril de 1935, en el interregno de las dos guerras mundiales, se elaboró el Tratado sobre la Protección de las Instituciones Artísticas y Científicas y los Monumentos Históricos (Pacto Roerich), que fue inicialmente concebido por el pintor y filósofo ruso Nicholas Roerich (1874-1947) e introdujo la salvaguarda de los bienes culturales como basamento de la paz y la seguridad internacional. Conforme al pacto, esas instituciones y monumentos deben considerarse neutrales y ser protegidos por las partes en conflicto. La bondad del tratado es que se hace extensivo tanto en tiempos de conflicto armado como en tiempos de paz.

El pacto lo auspició el museo Roerich de Nueva York y su elaboración estuvo a cargo de Georges Shklyave, miembro del Instituto de Altos Estudios Internacionales de la Universidad de París; fue aprobado por la Séptima Conferencia Internacional de los Estados Americanos en diciembre de 1933, efectuada en Montevideo, Uruguay, y por la Unión Panamericana. México es Estado parte del tratado (Diario Oficial de la Federación del 18 de agosto de 1937).

El Pacto Roerich abreva del Acta General de Berlín de 1885 y de la Convención de Saint Germain-en-Laye de septiembre de 1919 e introduce por primera vez la noción de monumentos culturales en estos ámbitos de análisis. El presidente estadunidense Franklin D. Roosevelt llegó a sostener que este tratado posee una significación espiritual que trasciende a su texto.

En su calidad de embajador de México en Estados Unidos en el álgido periodo internacional y binacional de 1935 a 1945, Francisco Castillo Nájera (1896-1954) fue uno de los promotores de la aprobación del Pacto Roerich. Perteneciente a la egregia prosapia y a la excelsa tradición de la diplomacia mexicana, Castillo Nájera encabezó la secretaría de Relaciones Exteriores de octubre de 1945 a noviembre de 1946.

Las atrocidades de la Segunda Guerra motivaron la creación de la Carta fundadora de la ONU y de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, así como de la Convención sobre el Genocidio y de las Convenciones de Ginebra de agosto de 1949.

Más aún, después del cataclismo social y cultural provocado por ese conflicto bélico, la comunidad internacional volvió a sumar esfuerzos encaminados a la protección del patrimonio cultural, que culminaron con la aprobación, en abril de 1954, de la Convención para la Protección de los Bienes Culturales en Caso de Conflicto Armado, y de su Primer Protocolo (Diario Oficial de la Federación del 3 de agosto de 1956) y tres resoluciones. Los puntos tangenciales de esta convención son palpables en las convenciones de Ginebra de 1949 e impulsan al análisis a sostener su complementariedad.

El mexicano Jaime Torres Bodet, en la época director general de la UNESCO, refirió que esta convención había establecido los fundamentos de una “Cruz Roja para los bienes culturales”; expresión afortunada que se replicó con profusión durante los trabajos en La Haya. Sin duda, este instrumento es un verdadero código de bienes culturales, y sus premisas forman parte del derecho internacional consuetudinario.

La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas la ratificó desde el 4 de enero de 1957, y Ucrania un día después. El Pacto de Roerich sirvió como modelo inicial para esta convención y gran parte de su articulado reconoce ese origen.

Epílogo

Como toda codificación del derecho internacional humanitario, en la convención referida se procuró lograr un equilibrio entre las exigencias humanitarias de una parte y militares de la otra. No es un exceso sostener que en ella se hicieron demasiadas concesiones a las exigencias castrenses, lo que ameritó el reproche de que se había transgredido la sabia moderación. La convención se acota a situaciones de empleo de armas convencionales; en armonía con la legislación del derecho humanitario, en ella se evadieron temas trascendentes como el uso de armas de destrucción masiva, especialmente las nucleares.

La frase latina Si vis pacem, para bellum (“Si quieres la paz, prepárate para la guerra”), atribuida al escritor romano Flavius Vegetius Renatus (Epitoma rei militaris, ca. s. IV), tiene un grave contenido maquiavélico que se cierne ahora sobre la humanidad.

* Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas

Ensayo publicado el 6 de febrero en la edición 2366 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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