Estro Armónico

Hijos pintitos de tigre (y IV)

Sus últimos cuatro años de vida, don Aniceto los consume de manera vertiginosa, a pesar del declive gradual de su salud, sin descuidar ninguna de sus múltiples actividades como médico, presidente del Consejo Superior de Salubridad.
domingo, 29 de agosto de 2021 · 16:37

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Como recordará el memorioso lector, la entrega pasada de esta serie hubo de interrumpirse en el momento de hablar sobre la orquestación del “Episodio” operístico Guatimotzin, una obra icónica con la que arranca fehacientemente el nacionalismo musical mexicano, del eminente médico y refinado músico Aniceto Ortega del Villar (1825-1875); por tanto, ahora nos abocamos a eso, amén de concluir la narración acercándonos a José Ortega y Espinosa (1860-1940), su tercer hijo, y de quien ya adelantamos que también fue un portento en cuanto a su capacidad de trabajo y multidisciplinariedad.

Sin más, tornemos raudos a la emblemática partitura, aunque vale la pena repetir que quedó inconclusa, no sólo por la carencia de un libreto, sino por la cortedad de tiempo del que dispuso el atareado galeno para componerla –tuvo únicamente dos semanas y en medio de una actividad profesional que apenas le daba tregua– y tenerla lista para su estreno en el Gran Teatro Nacional el 13 de septiembre de 1871, justo para las tímidas conmemoraciones por los 350 años del derrumbe del imperio mexica.

Leamos el propio testimonio de don Aniceto al respecto:

… ha sido una temeridad mía el presentar al público ese episodio musical que todavía está en embrión; pero Tamberlick (el célebre tenor italiano que encarnó al héroe de la resistencia indígena) me manifestó deseos de cantar alguna composición mía, lo que me lisonjeaba sobremanera; encargué el libreto a Cuéllar, y el pobre Pepe se enfermó al comenzarlo; tuve que improvisarme poeta por fuerza; formé el esqueleto de la pieza; escribí los primeros versos a cálamo veloz, entre visita y visita; apunté el primer coro al salir de mi clínica; el aria de Cuauhtémoc, mientras almorzaba; el dúo en mi cama, a las doce o la una de la noche, después de las dos horas que consagro precisa y diariamente, al acostarme, a mis estudios profesionales; y de la misma manera que comencé la obra, tuve que concluirla, esto es, a ratos perdidos, con mil interrupciones, abrumado de cansancio, a veces enfermo o desvelado, preocupado constantemente con mis enfermos, alternando un trozo de instrumentación con la redacción de las observaciones que hago cada día en la Maternidad, o con la corrección de una prueba de las obras que estoy escribiendo, o con el estudio o la experiencia de un fenómeno de espectroscopía… El maestro Moderatti me pidió Guatimotzin para su beneficio; apenas llegaba yo entonces a la mitad del acto; no me quedaban ya más que ocho o diez días; tuve que trabajar con festinación y de ahí nacen mil imperfecciones. Así, no pude desarrollar la acción conforme lo tenía proyectado. (…) En suma, el Episodio lo escribí, por pequeños fragmentos, cada vez que tenía un momento de libertad, y por esto no cesaré de repetir que es un bosquejo informe, trunco, inacabado, que tal vez concluiré y puliré algún día, cuando mis enfermos me lo permitan...1

Sobra decir que ya no le alcanzó la existencia para culminar su obra, pues ni su inmenso cúmulo de trabajo ni la precariedad de su salud se lo consintieron; de cualquier manera, aún en el estado embrionario en que quedó, la obra constituye un parteaguas en la cultura patria. Veamos por qué…

Para empezar, es la primera aproximación melodramática a un héroe nacional y para ser cantada en español, proeza esta última que refutó de tajo el imperialismo lingüístico –implantado en México– que campeaba en la ópera desde su nacimiento a finales del siglo XVI en Italia. Además, en la “Danza y marcha tlaxcalteca” se plasma una certera búsqueda para reproducir –hasta nos es dado saber es la primera dentro del género– los ritmos del México antiguo y, según una narración de uno de sus nietos,2 el imaginativo creador tuvo la brillante idea de yuxtaponer sobre la orquestación del romanticismo europeo, los sonidos de los instrumentos musicales prehispánicos, idea de un arrojo impensable para la época, donde lo relativo a los paisajes sonoros previos a la conquista estaba sumido en una bruma espesa que nadie se atrevía todavía a despejar (empezarán a hacerlo 50 años después los autodenominados “nacionalistas”).

Pese a que la densa partitura –requiere de las secciones de cuerdas, alientos y percusiones completas– no los consigna, es asombroso imaginarnos las sonoridades de huehuetls, teponaztlis, ocarinas, tlapitzallis o flautas de barro, caparazones de tortuga, caracoles, raspadores u omechicahuaztlis, hermanándose en lúcida simbiosis sonora con la paleta acústica que llegó del viejo mundo. Y para hacer más verosímil el impacto sensorial, el doctor Ortega dispuso de los instrumentos musicales auténticos… Así lo relata su nieto: “Procedió el maestro Moderatti a ensayar la obra, con la particularidad que pudo verse que figuraban los legítimos instrumentos musicales que tenían en el museo, porque como mi abuelo era un hombre sumamente honorable y muy bien relacionado, tenía amigos en todas partes, así que el señor Malanco, que era entonces director del museo, no tuvo inconveniente en prestárselos para el mayor éxito de la obra”.

Es superfluo aseverar que el Episodio cayó en el olvido tras su estreno, mas no fue por su carencia de méritos melódicos, sino por la referida carencia de un libreto que lo estructure dramáticamente, y por la deseada conclusión musical que ya no pudo materializarse (hay algunos intentos recientes de subsanación, pero ninguno eficaz).3

Sus últimos cuatro años de vida, don Aniceto los consume de manera vertiginosa, a pesar del declive gradual de su salud, sin descuidar ninguna de sus múltiples actividades como médico, presidente del Consejo Superior de Salubridad, maestro de la Escuela de Medicina y del Conservatorio, pianista activo, compositor, investigador científico, director del Hospital de Maternidad, cónyuge premuroso y padre de 11 hijos de cuya educación básica, en analogía con el ejemplo que tuvo en el hogar paterno, intenta no desentenderse, sobre todo en la enseñanza musical.

Valga la cita de algunas de sus contribuciones postreras en aras de catar ulteriormente la valía de su legado y su persona. En 1872 publica sus Estudios físico-químicos, fundando una nueva teoría acústica –aún por discutirse– basada en las leyes de la vibración molecular. En 1873 compone y ejecuta una pieza para piano titulada La madre y la hija, en donde combina la Marcha real española y su Marcha Zaragoza para dirimir rencores, idealizando, en sus propias palabras, “el amor entrañable entre México y España, entre la madre cariñosa y la hija emancipada”.4 En 1874 emite un acucioso dictamen sobre los árboles de eucalipto en pos de su beneficiosa siembra en la avenida de la Reforma y la Alameda. Y poco antes de expirar su último suspiro, en noviembre de 1875, estudia a cabalidad varias legislaturas extranjeras sobre higiene pública, creando un nuevo código sanitario para el país. Deja en el tintero la escritura de otra ópera, esta vez con un libreto de Vicente Riva Palacio y la musicalización de los cantos de Nezahualcóyotl que tendrían que haberse escuchado en la apertura de una casa-museo en honor de rey poeta que alojaría tesoros ocultos de la civilización mexica…

Con respecto a su prole, debemos anotar que a todos –sus seis hijas y cinco varones– les enseñó a tocar el piano, y que dos de ellos sobresalieron profesionalmente como concertistas. Como norma familiar todos aprendieron, además, un oficio y ejercieron una profesión. Los filarmónicos fueron Enriqueta, la primogénita, con quien el doctor Ortega tocó innumerables veces, a cuatro manos, en presentaciones públicas, y José, su tercer vástago que, como ya anunciamos, descolló por sus inusuales capacidades y talentos. José vio la luz en San Luis Potosí, en la hacienda familiar del Peñasco –aún en pie–, donde aprendió a deleitar sus sentidos con la contemplación de la naturaleza. Eso se tradujo en el desarrollo de una sensibilidad que encontró varios causes de expresión, a cual de mayor solidez. Una vez concluida su carrera de ingeniero –por ejemplo, fue él quien diseñó, por orden de Porfirio Díaz, el elevador del Castillo de Chapultepec–, dividió su quehacer entre la pintura, la dramaturgia –de su autoría sobrevive un monólogo teatral– y la música. Como su padre, dominó el teclado e incursionó ampliamente en la composición. En reconocimiento a la semilla que germina, hoy sacamos a la luz una obra suya inédita en la que palpitan, a través de las generaciones, los frutos de una educación amorosa y bien dirigida. Pintitas y melodiosas son, en efecto, las crías de un tigre que ama la música…   

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1 Entrevista de Alfred Bablot publicada el 17 de septiembre de 1871 en El Siglo Diez y Nueve.

2 La narración mecanografiada de Guillermo Ortega Hay (1898-1989) no está publicada, mas yace en el Fondo Aniceto Ortega de la Biblioteca Nacional de México, donde este redactor pudo consultarla.

3 Los intentos musicológicos no han ido más allá de presentar la obra en versión de concierto y de agregarle alguna aria extra compuesta “a la manera” del doctor Ortega. Y datan de los últimos tres lustros nada más.

4 Está perdida, mas se sabe que se ejecutó en un acto presidencial con miembros del gobierno español.

5 Pulse el código QR impreso para su escucha. José Ortega y Espinosa: Danza melódica. (James Pullés, pianista)

Opinión publicada el 15 de agosto en la edición 2337 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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