Patrimonio cultural
Los fastos republicanos y el patrimonio cultural
El patrimonio cultural es un proceso de memoria colectiva que concilia el pretérito con el presente a través de la creación y recreación de valores, significados e identidades.CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Se atribuye a Joseph Nye (1937) la noción de poder mórbido (soft power), que conceptualiza nuevas formas de poder y prestigio y en muchas ocasiones remplaza al tradicional poder férreo (hard power), el cual, a su vez, involucra a los cuerpos castrenses y al poder económico. La conjunción de ambos construye el poder lúcido como una estrategia del poder dominante.
El legado cultural es una narrativa que armoniza elementos como la identidad nacional, la memoria colectiva y la cohesión social, y por consecuencia deriva en un ecosistema cultural propicio para el ejercicio del poder mórbido, aun cuando en nuestro medio se emplea indiferenciadamente el poder férreo.
El epítome de este último en el siglo XX mexicano fue el traslado del monolito de Tláloc, escultura náhuatl, al Museo Nacional de Antropología e Historia desde San Miguel Coatlinchan, Estado de México, con resguardo castrense, en abril de 1964. El furor manifiesto de la comunidad de Coatlinchan era predecible ante el evidente ultraje del Estado contra esa inerme comunidad. Los anales registran que el traslado estuvo acompañado por una insólita tormenta que inundó el centro de la Ciudad de México y que la imaginación popular atribuyó a Tláloc, el dios de la lluvia.
La asidua valoración del patrimonio cultural axiomatiza su carácter mutable. A pesar de este aforismo, el poder mórbido concibe al patrimonio cultural como una noción dominical y lo reivindica para sí como propiedad. El legado cultural no es, pues, un proceso estático; por lo contrario, es naturalmente dinámico justo donde la identidad se vincula y se recompone con el patrimonio tangible y material, muy en especial en los espacios públicos y monumentos, y en donde la identidad se fragua y se reconstruye para satisfacer las necesidades del individuo, de los grupos y comunidades y de la misma nación.
Durante buena parte del siglo XX prevaleció en el país la noción dominical del patrimonio cultural, cuya consecuencia postrera fue su inserción en la de dominio público. La concepción patrimonialista del acervo cultural distinguiría ese periodo, con una evidente tensión entre el dominio público y el privado del patrimonio cultural material. La concepción materialista del legado cultural quedó imbuida de una carga ideológica que perduraría durante esa centuria.
En perspectiva, dos eventos en el umbral del siglo XX mexicano dan la dimensión idónea. En pleno ejercicio del poder férreo, el gobierno federal propaló su pretensión de comprar de manera forzada la zona arqueológica de Teotihuacán a cerca de 200 propietarios con motivo de las fiestas del centenario de la Independencia. El artífice de esta adquisición fue Leopoldo Batres y Huerta, inspector general y conservador de los monumentos arqueológicos de la República Mexicana.
La compra conminatoria de Teotihuacán tuvo su equivalencia con la adquisición en propiedad por Edward Herbert Thompson (1857-1935), cónsul estadunidense en Progreso, Yucatán, del tablaje 3232, situado en la localidad de Tinum, en el complejo arqueológico de Chichén Itzá. Esta compra le facilitó a Thompson iniciar el dragado del Cenote Sagrado a partir de marzo de 1904. Auxiliado por los arqueólogos harvardianos Alfred Marston Tozzer (1877-1954) y Charles Pickering Bowditch (1842-1921), Thompson fue patrocinado por la élite bostoniana (Boston Brahmins), con la insolente connivencia de Santiago Bolio, conservador de ruinas y monumentos arqueológicos. Esta expoliación fue denunciada por la reportera Alma Reed (La Peregrina) en el New York Times en abril de 1923 y se convirtió súbitamente en una cause célèbre.
La compra de Thompson provocaría uno de los litigios más prolongados y confrontaba las reivindicaciones patrimoniales culturales del Estado con el obstinado alegato de la propiedad privada. Esta contestación sobre la legitimidad de los terrenos insertos en el complejo arqueológico de Chichén Itzá finalmente se resolvió mediante la adquisición de ese tablaje en marzo de 2010 por el Patronato de las Unidades Culturales y Servicios Turísticos de Yucatán.
El nacionalismo
Es en el siglo XIX cuando el Estado promueve la idea de la preservación del patrimonio cultural, específicamente del arqueológico, pero con el evidente objetivo de instilar en la sociedad valores y significados que insuflaran el patriotismo. La enorme paradoja mexicana fue la veneración del indígena arqueológico y la marginación y displicencia de las comunidades indígenas que pervivieron hasta finales del siglo XX.
La narrativa del legado cultural en esa época estuvo asociada a la del nacionalismo como parte de una búsqueda incesante de legitimación de la élite política en su pretensión de imponer una cultura nacional omnímoda. Esta progenie pregonaba que el patrimonio cultural era el medio idóneo para fomentar el nacionalismo y su variante, el patriotismo, en beneficio del bien común de la sociedad mexicana. Más aún, una de las expresiones más obvias del ejercicio del poder mórbido estribó en el empleo del legado cultural para consolidar su linaje y prestigio y adjudicarse sus consecuciones sociales y políticas.
A inicios del siglo XXI la metamorfosis del patrimonio cultural es más que evidente; a éste se le asume ya no como propiedad, sino como legado de la humanidad. El clímax en esta evolución quedó expresado en las palabras del presidente en turno del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, el embajador británico Peter Wilson, quien –al aprobarse la resolución 2347 en marzo de 2017 relativa a la salvaguarda del patrimonio cultural– sostuvo que a la destrucción del legado cultural se le debe responder con la misma intensidad, unidad y propósito que cualquier otra amenaza a la paz y a la seguridad internacionales.
Más aún, en un evento paradigmático, en consistencia con el informe Savoy-Sarr (Bénédicte Savoy, historiadora francesa de arte y Felwine Sarr, académico y escritor senegalés), solicitado por el jefe del Estado francés Emmanuel Macron, se presentó en julio de 2020 un proyecto de ley en la Asamblea Nacional, que instrumenta la restitución de dos bienes culturales de importancia capital a África Subsahariana, que se encuentran en las colecciones museísticas francesas, como son el tesoro de Behanzin (1844-1906), undécimo rey de Dahomey (hoy Benín), y el sable con vaina atribuido a El Hadj Omar Tall, quien fuera sultán de Senegal.
El poder
A pesar de esta mutación, el poder real del Estado es incontestable en nuestro sistema, tanto por la influencia como por el control que ejerce sobre el patrimonio cultural. Este control es una evidencia palmaria de la expresión del poder mórbido, uno de cuyos propósitos es propiciar que los monumentos devengan testigos de la historia y que su empleo en las conmemoraciones reafirme la memoria histórica y los valores nacionales.
El patrimonio cultural adquiere su verdadera dimensión en el acaecer de la recepción de la memoria colectiva y del conocimiento. La concepción del patrimonio es una experiencia de comunicación y de significados cuya sinergia se encuentra en las expresiones de las comunidades y grupos culturales. En tal forma, el legado es un proceso cultural y social. La síntesis de la compleja interacción cultural de la intangibilidad, la identidad, los dogmas y los mitos, así como su ejecución y representación, constituye el patrimonio cultural. Son los procesos culturales cotidianos los que imprimen una carga simbólica a sus representaciones, asignándoles un significado a los valores sociales contemporáneos, a sus debates y a sus aspiraciones.
La promoción de una versión de la historia proveniente del poder mórbido y de las élites, asociado al patrimonio cultural, intentan atemperar en tiempo presente las tensiones sociales y culturales. Los significados del patrimonio cultural tanto material como intangible se actualizan del pretérito en el presente conforme a las necesidades culturales, sociales y políticas. El patrimonio cultural se convierte así en un vehículo de avenencia al emplear el pretérito y las memorias colectiva o individual con la manifestación multicultural de varias identidades en constante mutación. Son los adminículos, los espacios públicos, las plazas e inclusive las instituciones los elementos que facilitan estos procesos.
La conjunción del pretérito con el tiempo presente coadyuva a descifrar la naturaleza del legado cultural y la manera como se construye y se reproduce el conocimiento. Inexorablemente el individuo, las comunidades y grupos culturales se reconocen en sus tradiciones y en la conservación de adminículos inertes, a cuya materialidad les adscriben múltiples significados.
El multiculturalismo
En el ocaso del siglo XX y en el umbral del XXI la diversidad cultural mexicana erupcionó con disonancias soterradas y cuestionó la manipulación de la memoria colectiva en la formación de una sola filiación cultural mediante el empleo de conceptos como cultura e identidad indivisibles, si bien el territorio mexicano se ha distinguido por la heterogeneidad de sus diferentes ecosistemas culturales.
La adopción mexicana del multiculturalismo consistió entre otros efectos en abandonar la fosilización del legado cultural como una herencia petrificada del pretérito. La mutación más significativa se suscitó con motivo de la ratificación de la Convención sobre la Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural de la UNESCO de 1972, en la que se introdujo en nuestro sistema la noción de patrimonio común de la humanidad y de la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial.
Este proceso queda compendiado con la constitucionalización de la cultura; la adopción del multiculturalismo propicia en el ámbito nacional el debate relativo a los valores e identidades culturales y, por consiguiente, a su validación; más aún, a su legitimación.
De esta manera la función del legado cultural se constituye no solamente en un proceso social y cultural, sino también, y sobre todo, de índole política, como elemento para solventar las tensiones sociales, que a su vez provienen de la recepción de identidades, de su cuestionamiento y de su perene adecuación. El legado es, por lo tanto, una práctica cultural consuetudinaria en la construcción de significados y de valores identitarios.
El afán de la preservación se acotó en su inicio al patrimonio cultural material porque se partía del dogma de que era un patrimonio inerte; el multiculturalismo demostró empero la inexactitud de este credo al subsumir la interacción entre intangibilidad y materialidad del patrimonio en una noción omnímoda. A partir de esta constatación emerge la propensión del poder mórbido a asumir el control del proceso hereditario cultural y de las prácticas memoriales del que está imbuido.
Este control es social en su género pero político en especie, por la construcción de identidades que conlleva. El poder mórbido asume este control en especial por la trascendencia del significado y la legitimidad de los monumentos, así como de los espacios públicos, entre otros, y por la memoria y las identidades que le están indisolublemente asociadas.
El poder mórbido es sustantivo por la inarmónica naturaleza del patrimonio cultural, ya que el significado y la identidad se confrontan con eventos traumáticos pretéritos y presentes. Son precisamente estas disonancias las que propician la actualización de las identidades y significados en las cambiantes circunstancias políticas y culturales.
El legado cultural se convierte en esa forma en el venero del poder mórbido, el cual asume la representatividad de aquel y arguye su pericia en la confección perene de la narrativa histórica e identitaria. Este poder empero tiende simultáneamente a legitimar o deslegitimar reivindicaciones identitarias y propiciar un pluribus unum de intereses con inclusión de los monumentos, espacios públicos y bienes culturales, lo que singulariza su carácter político.
No obstante, ese poder debe focalizarse en la avenencia, así como en la conciliación de la naturaleza y en el significado de los heterogéneos ecosistemas culturales nacionales. El proceso legatario obliga a un beneplácito perene en la recurrente mutación de valores, significados e identidades y, por ende, en su actualización para satisfacer las necesidades sociales.
Las identidades deben de ser analizadas como procesos dinámicos y sincrónicos vinculadas al pretérito y, en consecuencia, al legado cultural intangible y material, que epitoma el pretérito y lo provee de fuerza legitimadora. Su consecuencia es indefectible: la memoria, el dogma y el mito prescinden del aforismo que del patrimonio cultural es un componente impertérrito, y privilegian el postulado de legado como un proceso proveído de un poder espiritual intenso.
En efecto, la forma en la que se construye la identidad le da un sentido de legitimización por su asociación con la herencia cultural, lo que deriva en consecuencias sociales y provoca intensos debates. Esta actividad da origen a una asidua transacción cultural.
Los actos o representaciones coadyuvan a vincular grupos y comunidades en forma heurística, incluso con la idea de nación. Por lo tanto, el legado cultural concierne no solamente a los dogmas y a los mitos sino también a la reconstrucción de experiencias compartidas y a la memoria de éstas.
La memoria, el dogma y el mito son nociones particularmente útiles en la comprensión del proceso de formación del legado cultural e inexorablemente en la manera en la que los ecosistemas culturales vinculan el patrimonio cultural tangible y material con los espacios públicos y con los eventos propios de sus expresiones culturales.
Es precisamente la memoria colectiva la que le da al grupo o comunidad el sentimiento de pertenencia. Al incorporar la memoria colectiva, el dogma y el mito al concepto de patrimonio cultural, se tiene una mejor comprensión del poder que reviste el proceso de formación de este patrimonio. La idea misma de legado está vinculada a la construcción y a la atribución de significados. Las representaciones destacan las experiencias espirituales y somáticas del legado cultural y axiomatizan que el legado cultural no se detenta, sino que se revela en epónimos patrimonialistas dentro del espacio público.
Estas representaciones son la conmemoración de hechos colectivos nacionales y comunitarios, en los que estas memorias, sus valores y significados se legitiman a través de sus fastos. Por ello le resulta cautivador al poder mórbido el control de los símbolos identitarios; más aún, ello le facilita la enmarcación de experiencias culturales. La representación del legado tiene como función resaltar la importancia de los vínculos sociales comunitarios y vigorizarlos; el efecto radial de esta función es reverberar, replantear o ratificar una serie de narrativas comunitarias, de vínculos y de valores. No es por azar, por lo tanto, que las representaciones de control por parte del poder mórbido sean importantes en términos de significación de la identidad y del valor de ésta como un postulado cultural y político de autodeterminación.
La interacción entre la representación y el espacio público es una demostración activa de la posesión de valores y significados –que constituyen el caudal cultural– para comprender la semiótica del espacio público y, en consecuencia, la de sus miembros. Los espacios públicos no solamente son coadyuvantes de la memoria, sino de la creación misma de memorias compartidas que propician y mantienen los vínculos comunitarios.
Epílogo
El patrimonio cultural es un proceso de memoria colectiva que concilia el pretérito con el presente a través de la creación y recreación de valores, significados e identidades. Pero, ante todo, es un haber, corolario de un proceso creativo vibrante de experiencias compartidas y ancestrales, y de otras que son innovadoras.
La misma concepción actual de nacionalismo proviene de la convergencia de identidades étnicas, de los vínculos culturales y de los símbolos impelidos por las élites, que lo imbuyen de una carga ideológica que refuerza su poder férreo y mórbido y aseguran su permanencia.
El sentimiento nacionalista que ha emergido en nuestra época ha sido insuflado por un contrarresto a los fenómenos de globalización que han alterado las percepciones y tensionado los vínculos comunitarios. Este nuevo sentimiento nacionalista ha adquirido derecho de ciudad y no se encuentra ancorado a dogmas o credos; de ahí que la transfiguración de la narrativa del arquetipo de nación esté constituida por la compartición de mitos, dogmas, memorias, tradiciones y símbolos, y la creación de una cultura pública distintiva. Esta última queda expresada en rituales, conmemoraciones, códigos de conducta y en una política pública de símbolos.
El multiculturalismo ha apremiado al poder mórbido a considerar los símbolos étnicos, los mitos y las memorias insertos en procesos sin solución de continuidad, para que posibiliten el diálogo con el pretérito en el quehacer cotidiano.
*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.