Análisis

Fiscalía General de la República: el recuento de los daños

Las promesas de una Fiscalía verdaderamente autónoma fueron sustituidas por una institución reticente a los controles ciudadanos, que desconfía de la sociedad y de las víctimas, que tiene miedo de hacer las cosas de forma diferente.

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Un país que decide no investigar los delitos que más afectan a la sociedad, es un país que en el fondo no tiene voluntad de eliminar la violencia.

Al inicio del sexenio del gobierno federal actual, se manifestó una intención de cambio cuando se construyó con organizaciones de la sociedad civil, víctimas y academia, la Ley Orgánica de la de la Fiscalía General de la República (FGR), con cláusulas y reglas para garantizar que esta institución actuara sin ningún tipo de injerencia indebida y que cumpliera su deber de investigar con independencia de la persona a la que se tuviera que investigar; con posibilidad para que hubiera una mayor intervención por parte de las víctimas y la ciudadanía. Contemplaba también esquemas de investigación flexibles y transversales, que servían para favorecer el análisis integral de la fenomenología criminal —que suele abarcar más de una entidad federativa— superando el infructuoso modelo de las delegaciones.

Eliminar el antiguo esquema de la PGR requería, además, la selección de servidores y servidoras públicas —sobre todo para quienes ocupan cargos de gran responsabilidad— abiertas a la participación ciudadana, misma que se encontraba garantizada en la ley a través de distintos mecanismos: Plan de Persecución Penal consultado con la ciudadanía —con la priorización de los fenómenos criminales de los que se debe ocupar la FGR— el Consejo Ciudadano y procesos de designación de altos cargos de forma transparente, participativa y basados en el mérito, entre otros. Por otro lado, la depuración y el servicio de carrera se consideraban piedras angulares de una nueva institución independiente, lo que no significaba despidos masivos que desconocieran derechos laborales, pero sí contar con el personal adecuado, aquel que no hubiera violado derechos humanos ni actuado contra la ley en el cumplimiento de su deber y que estuviera dispuesto a ajustarse a las nuevas reglas procesales.

Esto se quedó en la ley, nada se hizo realidad.

Curiosamente el propio fiscal general, Alejandro Gertz, coincidía con parte del diagnóstico que presentaban las víctimas y la sociedad civil: reconoció un gran rezago de la FGR en su informe sobre los primeros 100 días al frente de la institución, en el que advirtió que habíamos vivido “un modelo de procuración de justicia fundamentalmente al servicio de los intereses del poder y en contra de los derechos de las grandes mayorías en este país y eso lo hemos padecido todos los mexicanos”.

Si la intención inicial del Gobierno Federal y del Poder Legislativo era tener una Fiscalía que funcionara —voluntad que quedó plasmada en la ley de 2018— y el propio fiscal a su llegada reconoció el estado atroz en el que se encontraba la institución, cabe preguntarse: ¿Qué fue lo que pasó en el camino? ¿Por qué se decidió dar la espalda a esa voluntad de cambio y en su lugar tenemos un esfuerzo por retornar al pasado? ¿Por qué la impunidad se ha mantenido intacta? ¿Por qué tenemos un 10 de mayo con las calles llenas de madres de personas desaparecidas diciendo que no hay búsqueda ni justicia?

El recuento de los daños en la Fiscalía General de la República puede resumirse de la siguiente manera: las promesas de una Fiscalía verdaderamente autónoma fueron sustituidas por una institución reticente a los controles ciudadanos, que desconfía de la sociedad y de las víctimas, que tiene miedo de hacer las cosas de forma diferente; por una Fiscalía receptiva al poder, lo que ha determinado el cese de investigaciones de forma precipitada —como en el caso de Cienfuegos—, así como el uso selectivo de la justicia penal en los casos que políticamente es conveniente. El último capítulo de esta historia de promesas fallidas es la reciente aprobación de la nueva Ley Orgánica de la Fiscalía General de la República, que echa abajo mucho de lo que se había logrado construir con parte de la sociedad.

Respecto a esta ley, hay que puntualizar algunos de los principales retrocesos: se eliminan requisitos para el nombramiento de fiscales especiales; se regresa a un esquema jerárquico y autoritario donde el Fiscal toma decisiones de forma unilateral y no se garantiza la independencia técnica de las y los servidores públicos de la Fiscalía; la autonomía se usa como excusa para limitar la responsabilidad de la Fiscalía en mecanismos de coordinación interinstitucional, incluyendo el Sistema Nacional de Búsqueda y el Mecanismo de Apoyo Exterior, que sirve para que las víctimas radicadas en el extranjero —como las madres de migrantes desaparecidos— puedan ejercer sus derechos; se regresa a la estructura diseñada para efectuar investigaciones de forma aislada con áreas que no han dado resultados en términos de macrocriminalidad, como la Fiscalía Especializada en Materia de Delincuencia Organizada y las delegaciones en cada estado; se excluye la atracción de investigaciones locales ante la inactividad e ineficacia de las autoridades del fuero común y volvemos al esquema donde la víctima queda sometida al Fiscal respecto a la conducción de la investigación.

Ante los reclamos de las víctimas de que se habían limitado varios de sus derechos, la Cámara de Diputados introdujo un catálogo de derechos similar al contenido en el artículo 10 de la ley anterior, pero con algunas modificaciones trascendentes: en vez de establecer la obligación de las autoridades fiscales para coordinar con las víctimas y sus representantes la generación de planes de investigación y la práctica de diligencias, en las que tenían derecho a participar; ahora se menciona que las y los agentes del Ministerio Público simplemente deberán recibir sus propuestas y tomarlas en consideración, lo que implica pasar de un modelo horizontal de participación de las víctimas, al esquema tradicional en que la autoridad es la que tiene la última palabra, es decir, un esquema paternalista de los derechos de las víctimas.

Resulta difícil negar que desde la FGR se impulsó una ley cuya intención era excluir a las víctimas y a la sociedad. Un grupo de familias de víctimas de desaparición ha solicitado al Presidente de la República que ejerza el veto a el mencionado ordenamiento. Esto habla del nivel de descontento e indignación hacia una legislación que consideran contraria a sus derechos. El Fiscal ha dicho que necesitaba otra ley para responder ante la sociedad, para  terminar con la impunidad y pacificar el país. Lo verdaderamente necesario es la comprensión desde la Fiscalía General —así como de las fiscalías y procuradurías locales— de que este objetivo no se puede alcanzar sin las víctimas y sin la participación de la sociedad, ni con una Fiscalía anclada a prácticas y formas de organización desfasadas, que se ha demostrado que no funcionan para combatir la impunidad.

El estado deplorable en que se encuentra la procuración de justicia federal, es innegable. En un informe reciente intitulado De procuradurías a fiscalías: Observatorio de la transición 2020, México Evalúa reporta que el 64% de las carpetas de investigación que se judicializaron, se refieren a delitos relacionados con armas, explosivos y otros materiales destructivos; en segundo lugar están los delitos en contra la salud relacionados con narcomenudeo (15%) y los fiscales (4%), mientras que otros temas referentes a graves violaciones de derechos humanos, como desaparición forzada y tortura no aparecen ni siquiera en las primeras diez posiciones. También se reporta un nivel de impunidad del 95.1%. Mientras persistan estos niveles de impunidad, sobre todo en los delitos que más le duelen a la sociedad, el mensaje es de permisibilidad, lo que implica alejar la pacificación anhelada.

Queda la poco probable posibilidad de que el Presidente de la República vete la ley como lo han pedido algunos colectivos de víctimas, así como la activación de mecanismos de control de la constitucionalidad a cargo de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que debería hacer eco de las voces de las víctimas que reclaman la regresión en sus derechos, y plantear la acción de inconstitucionalidad.

Por otro lado, resulta urgente que el Fiscal General comience a plantear una estrategia diferente a la que ha llevado a cabo hasta el momento; no es concebible que una Fiscalía esté enemistada con quienes deben ser sus principales aliados para combatir la impunidad. La fotografía de la PGR que el Fiscal nos dio al inicio de sus labores sigue presente. La imagen sólo se podrá cambiar si hay resultados y acciones efectivas. Los discursos son ya parte de la simulación.

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