Migración

Prisioneros sin muros en EU: el encierro forzado de los migrantes con discapacidad

Migrantes ciegos, en sillas de ruedas o con prótesis padecen en Estados Unidos un confinamiento invisible. Su miedo a ser deportados es su prisión. Ésta es la historia de una comunidad que se esconde para sobrevivir y que tiene en el hondureño José Luis Hernández un ejemplo de fuerza y resiliencia.
jueves, 25 de diciembre de 2025 · 06:00

HONDURAS/MÉXICO.– Los migrantes ciegos no llegaron a la iglesia Epifanía de Los Ángeles, California, el 12 de junio último. Tenían una cita importante, pero se quedaron en casa porque afuera hay redadas.

Estas personas llevan más de dos meses encerradas.

Hay quienes no pueden caminar y usan sillas de ruedas y también están confinadas. Y están igual otras que perdieron extremidades y usan prótesis. Algunas de ellas, con sordera u otras discapacidades. 

Se esperaba que este encuentro de la organización Migrantes con Discapacidad se llenara. 

Pero “la gente no fue por miedo a las redadas de Donald Trump”, relató el sacerdote Alejandro Solalinde, uno de los organizadores de la jornada, a la que llegaron 14 personas.

Justo cinco días antes el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE) fue a las zonas más pobladas por personas latinas de Los Ángeles a capturar migrantes. Lugares de trabajo, escuelas y otros espacios públicos eran los objetivos.

Por eso la mayoría se quedó en casa y “llegaron sólo las que ya no tenían nada que perder, que les daba lo mismo que las regresaran”, contó Solalinde.

Según el Migration Data Portal, no hay estadísticas de migrantes forzados con discapacidades, sólo cálculos.

En Estados Unidos viven 47.8 millones de migrantes con situación migratoria irregular, de acuerdo con la encuesta 2023 sobre la Comunidad Estadunidense (ACS) de la Oficina del Censo de EU. Los Ángeles tiene 4.2 millones de migrantes (es la segunda después de Nueva York). 

La Organización Internacional para las Migraciones (OIM), utilizando datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Banco Mundial, calcula que aproximadamente 15% de los desplazados por la fuerza a escala mundial son personas con alguna discapacidad.

Y tampoco hay una cifra para saber cuántos migrantes sin documentos legales viven con discapacidad. Pero ahí está este grupo en Los Ángeles, y lo dirige Blanca Ángulo, mexicana, de 63 años, invidente, que emigró en 1991 y hasta hoy no ha podido conseguir papeles.

Reúno a la gente dos veces al mes para que salgan de sus casas, de sus encierros, pero ahorita nos ha afectado porque estoy haciendo las juntas en línea porque muchos de nosotros somos indocumentados y no podemos salir. Migración nos tiene detenidos -contó.

Hay un migrante que sí salió a la calle el 12 de junio para la reunión con Solalinde: Es José Luis Hernández, hondureño, que hace 19 años se cayó entre las ruedas de un tren en marcha y perdió una pierna, un brazo y dedos de la mano que le quedó.

Fundó Migrantes con Discapacidad hace cuatro años junto con el padre Richard Moreno. 

José Luis. Lucha por los derechos de los migrantes. Foto: Cortesía de Rodrigo Soberanes

José Luis piensa que el gobierno de Estados Unidos les está mandando un mensaje de que “quieren que sintamos vergüenza hasta de existir”. 

Pero el padre Solalinde, que conoce bien a José Luis. “A Trump le gustaría que no existieran los pobres, los estorbos, los disfuncionales, los que ya no tienen razón de existir. José Luis es la viva imagen de la migración. La persiguen, la lastiman, la hieren, casi la matan, pero no la acaban. José Luis viene siendo la migración que puede casi desaparecer, pero luego vuelve a aparecer con más fuerza. No se acaba”, dijo.

Un día en el desierto

El 11 de junio de 2006 a José Luis le brotaba el sudor desde la coronilla hasta la nuca bajo el sol desértico de Chihuahua mientras se aferraba a los fierros, acomodado entre dos vagones de un tren en marcha que lo llevaría a la frontera norte de México. 

Llevaba un cansancio acumulado durante dos mil 969 kilómetros de 19 días de viaje en buses y trenes desde Honduras y nunca se había enfrentado al rigor del desierto. Pensó que ese sudor indicaba que le estaba pasando algo raro. No se sentía bien.

Después de la sensación rara en la nunca llegó el desvanecimiento y sus dedos se soltaron de los fierros del tren. “De repente quedé a oscuras y me caí, fue un desmayo por el calor seco que hace ahí en junio”, conto él.

Selvi Ucles, que viajaba sobre el mismo tren, notó que su amigo José Luis ya no estaba. Creyó que se le había escondido, porque así era él, bromista y molestón. Pero José Luis esta vez no bromeaba. 

Cayó bajo el tren, con la pierna derecha sobre el riel. Volvió del desmayo e intentó salvar su pierna jalándola con su brazo derecho, que quedó bajo una rueda del siguiente vagón. Entonces su instinto lo hizo arriesgar también el brazo izquierdo y una tercera rueda pasó sobre sus dedos.

José Luis Hernández, migrante, de 18 años, habitante de la colonia Primavera de la ciudad del El Progreso, Yoro, Honduras, quedó tirado en medio de la polvareda levantada por ese tren que acababa de transformarle el cuerpo poquito antes de llegar a la ciudad de Delicias, Chihuahua.

Respiraba. Ningún órgano vital estaba afectado aún. 

Una mancha de sangre que quedó en una rueda fue captada por la mirada de Selvi mientras lo andaba buscando. Esa coincidencia hizo que el chico se bajara rápido del tren y fuera a encontrar a su amigo y a buscar ayuda. 

Ocho años después…

El 24 de febrero de 2014 en El Progreso, Yoro, al norte de Honduras, llegaban familias con fotos de personas impresas en cartulinas a un salón utilizado por el Comité de Migrantes Desaparecidos de El Progreso (Cofamipro). 

Las buscadoras Marcía Martínez y Rosa Nelly Santos recibían las imágenes y la información, y contaban a las familias cómo hacían para buscar cada año a los migrantes desaparecidos en México. 

En el ir y venir de informaciones de casos de desapariciones se habló de los migrantes que se caen del tren y pierden partes de su cuerpo, entonces doña Rosa Nelly nombró al sobreviviente José Luis Hernández. 

Dijo que vivía en la colonia La Primavera, que “canta rancheras muy bonito” y que además de eso fundó después de su accidente la Asociación de Migrantes Retornados con Discapacidad (Amiredis) en Honduras. 

Al día siguiente un taxi se paró frente a las oficinas de Cofamipro, a un par de cuadras del parque central de El Progreso. Bajó un chico con pantalones de mezclilla y camiseta roja que saludó a doña Rosa Nelly y después se presentó. 

“Soy José Luis, presidente de la Amiredis, una organización que no tiene oficinas, pero acá nos conseguimos una que nos prestan”, bromeó mientras entraba a la oficina de Cofamipro tras doña Rosa Nelly y buscaba sillas para sus compañeros que estaban por llegar.

Uno por uno, fueron llegando los migrantes mutilados por el tren que saltarían a la fama por hacer dos caravanas hacia Norteamérica y poner en los ojos del mundo que hay miles de migrantes discapacitados dejados a su suerte. 

Llegaron José Jeremías Fernández, Norman Saúl Varela, José Alfredo Correa, Marcos Tulio, Luis Viera, Benito Murillo, Marco Tulio Cruz y Alfredo Vieras.

“¡Parece que vienen flotando!”, volvió a bromear José Luis. La broma fue bien recibida en el grupo.

Cuando se encontraron, lo primero que hicieron fue hablar de cómo están sus prótesis, porque de ellas depende su bienestar. Norman ayudó a Jeremías a ajustarse la pierna y preguntó si alguien más necesitaba ayuda. 

Apoyo en el encierro. Foto: Cortesía de José Luis

Como integrantes de Amiredis, ya conocían la experiencia de cada quien, pero el momento en que sus cuerpos fueron transformados por el tren siempre daba para más. Para algo más que compartir. 

José Luis rebobinó sus recuerdos hasta el 6 de junio de 2006. 

“Uno se cuida mucho, no pensé que me iba a desmayar. Ni siquiera me dormí porque yo cuando tenía sueño me amarraba del tren arriba o en las escaleras, o me iba en los vagones que tenían paila y ahí podía ir a gusto. 

“Mi amigo Selvi ni siquiera se dio cuenta cuando me caí porque iba con un gran sueño y creía que yo estaba bromeando cuando empezó a buscarme y más adelantito miró en las ruedas del tren y miró sangre”, contó José Luis a sus compañeros y a doña Rosa Nelly.

Hacían viñetas de los episodios de sus mutilaciones. Creaban imágenes al hablar. 

Estaba Benito, el panadero que se bajó del tren para llenar su bote de agua en Tonalá, Chiapas, y se volvió a subir, pero con los pies enlodados. 

Cayó en un segundo. Y veía pasar las ruedas a un lado y al otro, y los vagones sobre él. Y despertó mojado tirado entre los rieles en un paraje con maleza. No luchó más, capituló. Esperó a que llegara el siguiente tren mirando el cielo, pero alguien lo rescató antes. 

Jeremías, el ganadero vencido por el cansancio quedó inconsciente entre los durmientes de las vías en algún lugar de Tabasco. “Y Dios mío, al otro día ya desperté mocho de una pierna”. 

Norman, el exsoldado que perdió una pierna y que no se metió a contar tantos detalles, soltó una propuesta al aire: hacer una caravana en el país donde quedaron partes de sus cuerpos “para que nos escuchen allá”. 

A doña Rosa Nelly no le pareció buena idea y mejor los puso a rezar. Ellos la obedecieron, como siempre. 

Como venaditos

En agosto de 2025 José Luis dice desde Los Ángeles que no fue buena idea hacer la marcha de los mutilados en 2014. “Yo ni pensaría en la idea de tomar ese riesgo de hacer venir a tantas personas con condiciones tan especiales”. 

Dice, hablando fuerte, que trabajaría en Honduras “por los migrantes mutilados que viven allá en condiciones extremadamente miserables” y para que “la gente no tenga la obligación de arriesgar su vida para emigrar a una tierra prometida que no existe, no existe, no existe”. 

Al día siguiente de la reunión de Amiredis en El Progreso, José Luis fue invitado al sector Rivera Hernández, la población que en ese momento tenía la mayor tasa de homicidios de san Pedro Sula, que en ese momento era la ciudad con mayor tasa de homicidios del mundo. 

Después fue a Corinto, un paso en la frontera con Guatemala, porque era día de llegada de la niñez deportada desde México. Vio llegar los autobuses blancos donde venían familias con bebés y niños que viajaron más de 10 horas desde la estación migratoria Siglo XXI de Tapachula, Chiapas. 

Algunas familias se aseaban sobre el pavimento, algunas ubicaban hacia donde quedaba el norte y se arrancaban a caminar lo más rápido posible en dirección opuesta a Honduras. A algunas las atrapaba la policía, las metían en un viejo school bus amarillo y se las llevaba hacia San Pedro Sula.

Blanca Ángulo. Altruismo migrante. Foto: Cortesía de José Luis

José Luis observaba junto a Marcia Martínez, de Cofamipro, y Iolany Pérez, periodista de Radio Progreso. Ellas le explicaron que son pura gente amenazada por las pandillas y que por eso no quieren volver a San Pedro Sula. 

Ver a las criaturas agarradas a sus mamás en estampida era como imaginar a don Jeremías colgado de los fierros del tren, con los pies ondeando, antes de caer. O a Benito o a Norman.

“Cómo venaditos asustados”, decía José Luis que andaban esos niños en Corinto.  

Y en 2025 salió a la calle en Los Ángeles y vio más venaditos: 

“La gente no tiene paz en las calles, están agarrando el autobús y están como venaditos cuando los han correteado. Voltean para allá, para acá, para ver qué viene, que no viene”.

La pesadilla

José Luis ya no volvió a Honduras. Tuvo un periplo de seis años cantando en iglesias y dando pláticas hasta que se estableció en Los Ángeles y conoció al padre Richard Moreno, quien rápido lo convenció a volver a encabezar causas de migrantes con discapacidades.

Él me quiso conectar con programas de asistencia a personas con discapacidad y nos dimos cuenta de que sí hay muchos programas, pero si no tienes un estatus legal, no calificas. 

Moreno le sugirió formar un grupo “para que seamos escuchados, que no estemos en el anonimato”, contó.  

José Luis y el padre Moreno salieron a la calle a buscar personas afuera de los hospitales y los parques. También publicaron avisos en medios de comunicación. La mayoría de los que hallaron eran personas con ceguera adquirida ya en Estados Unidos por diabetes o accidentes laborales.

Algunos de ellos, “homeless” porque cuando dejaron de ser productivos fueron echados a la calle. 

Entró en escena Blanca Ángulo, exbailarina profesional mexicana que comenzó a perder la vista antes de emigrar. Notó cosas raras cuando estaba en el escenario y perdía el sentido de dónde estaba el público y le costaba agarrarse de los bailarines.  

Después de 1991 doña Blanca ya vivía en Los Ángeles y fue ahí donde el sentido de la vista se le fue escapando por completo debido a un mal congénito.  Alcanzó a conocer la ciudad con los ojos y poco a poco la fue conociendo y viviendo de otra manera. 

En Migrantes con Discapacidad es la persona estelar. Ya tenía 20 años de activista y encontró ahí un hábitat natural para trabajar. 

Dirige la organización, contacta a los migrantes con otras organizaciones y consulados, consigue abogados, les acompaña a hacer trámites, a citas médicas, consigue pasajes para que puedan moverse por la ciudad en el trasporte público. 

Pero les llegó la “vida de pandemia” y doña Blanca ya no llega a las casas de los migrantes con discapacidad ni a las dos juntas mensuales del grupo. Pospuso una cirugía de la rodilla porque en el hospital le dieron el pitazo de que adentro andaba “la migra” buscando personas indocumentadas. 

José Luis sale a la calle y mira –como hace 11 años en el sector Rivera Hernández, en Corinto o en el Centro de Atención al Migrante Retornado– los paraderos de autobuses a las personas mirando para todos lados. 

“Están agarrando a gente muy trabajadora con familia, hijos. Es una pesadilla que jamás pensaron vivir en este país”.

El padre Solalinde con José Luis. "Las discapacidades no son el final". Foto: Especial

Nota que los negocios de latinos están cerrando, que en los lugares históricos de Los Ángeles como los callejones, Plaza México y Plaza del Mariachi la gente se ausentó, o los que quedan –dice– andan sabiendo siempre, por si acaso, para dónde tienen que correr. 

“Hay mucha ansiedad, no sólo de los padres, sino de sus hijos. Están tristes porque piensan que pueden agarrar a sus papás y deportarlos”. El mismo miedo de la niñez en Corinto que vio aquel marzo de hace 16 años.

Y doña Blanca se pregunta cómo estarán los migrantes discapacitados –que no tienen el privilegio de poder correr– en sus encierros. “Me agarran los nervios, no puedo dormir por estar pensando en cosas. No puedo salir a casa de nadie a asistirles”. 

Recibe llamadas de los hospitales para enseñar personas a usar bastones para ciegos, para ayudarles a llegar a casa, para “hacerles entender que podemos continuar con nuestras vidas”.

Le importa mucho hacerle entender a las familias que las discapacidades no son el final, que no los echen a la calle. Y entonces piensa en los del grupo de la iglesia que están sin techo. “Tengo que conseguirles ropa. A mí me parte mucho esto, oiga…”

Y José Luis insiste: “Se siente que las autoridades quieren que nos avergoncemos hasta de existir”. 

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