Mario Marín
Archivo / El "gober precioso", lección de priismo
Por ser de interés para los lectores, recuperamos la columna Interés Público de Miguel Ángel Granados Chapa del número 1529 de la revista Proceso, correspondiente al 19 de febrero de 2006, en la que analiza la charla Marín-Nacif, que expone en minutos el meollo del régimen autoritario priista.Dicen que los moribundos, antes de expirar perciben como en una revelación una síntesis, un sumario de sus vidas. Al PRI le ocurre algo semejante pero en sentido contrario, en el estado agónico quizá no del partido mismo sino de sus posibilidades presidenciales, está ofreciendo un resumen, un compendio de lo que ha sido y es. La conversación que gracias a un ladrón generoso, una suerte de Chucho El Roto de la electrónica hemos podido conocer, entre el gobernador de Puebla Mario Marín y el denunciante de Lydia Cacho, Kamel Nacif Borge, presenta en minutos el meollo del régimen autoritario priista: la colusión entre el poder político y el económico, el torcimiento ufano de la ley y el sometimiento de la justicia, un peligroso desprecio por los medios de información. Y la secuela no es menos aleccionadora: cómplices del gober precioso, como ahora es inevitable referirse a Marín (y así habrá que llamarlo siempre, aunque eventualmente perdiera el cargo), el candidato presidencial, los senadores y diputados federales, los locales y los alcaldes priistas, todos a una se alinean tras el Ejecutivo poblano, como si fuera víctima de una maniobra política y no el paradigma del gobernante corrupto e infractor.
Ya arrinconado por los interrogatorios a que se ha sometido, y en los que ha ido mudando su posición ante las grabaciones, hasta admitir que podría ser su voz la que se escucha en el degradante diálogo con Nacif Borge, Marín se congratuló de que, en último término, esas piezas carecerían de valor en un juicio, porque resultan de un acto delictuoso, la intervención de telefonemas sin apego a la ley. Supongamos que tiene razón (aunque cabe la posibilidad de que la línea interceptada lo estuviera por algún mandamiento judicial en, digamos, una averiguación penal por lavado de dinero). Pero se equivoca si piensa que sólo de esos materiales puede componerse una acusación en su contra. Los hay de otra naturaleza, son públicos y corresponden a la línea argumentativa que se desprende de las conversaciones intervenidas, donde captamos a un Nacif Borge simultáneamente locuaz e inarticulado.
La verosimilitud de las grabaciones resulta de su coincidencia con hechos públicos conocidos o inferidos. El gobernador se interesó personalmente por el caso, como si fuera de gran relieve por su efecto público, y no lo era (...hasta que lo fue). Por su propia naturaleza, la difamación se persigue sólo por querella de parte, no de oficio como corresponde a los delitos de orden público. Imaginamos, por lo demás, que Marín no se involucra personalmente en todos y cada uno de los procedimientos penales que desarrolla la Procuraduría a sus órdenes. Independientemente de las grabaciones, el gobernador debe responder por qué se interesó de modo directo en un caso que pudo haberse tramitado en el Distrito Federal (donde se asienta la editorial que publicó Los demonios del edén) o en Quintana Roo, donde reside la autora.
No sólo eso. Supongo que tampoco es frecuente la diligencia de la policía ministerial, cuyo personal viajó desde el altiplano hasta la costa caribeña para detener no a un delincuente peligroso, que además estuviera en condiciones de huir y se aprestara a hacerlo, sino a una periodista que por añadidura habló de su libro en la televisión, lo que terminó de irritar a Nacif Borge, según su dicho, y lo hizo acudir al apoyo del gobernador, a cuya campaña había contribuido.
Marín se involucró en el caso por eso, para pagar favores. No ocultó su interés en el asunto. Se refirió abiertamente a él (no fue, por lo tanto, necesario que se le espiara para saberlo) en la víspera de que se dictara auto de formal prisión a Lydia Cacho. Y el 22 de diciembre empleó las palabras que al día siguiente repitió ante su cómplice, mientras se intercambiaban señalamientos de heroísmo: en Puebla al que delinque se le llama delincuente, y la señora Cacho lo es. No podía esperarse de la jueza Rosa Celia Pérez (que en su despacho muestra una fotografía del gobernador Marín, en una implícita admisión de que su oficina depende del Poder Ejecutivo) más que un fallo acorde con la voluntad manifestada expresamente por su jefe. Claro que no escribió en su auto: por instrucciones del señor gobernador se inicia proceso penal contra Lydia Cacho, pero ese es el sentido de su decisión.
A su turno, la procuradora de Justicia (¡pocas veces tan sarcástico ese título!) Blanca Laura Villeda admitió el abordamiento singular que se dio al procedimiento contra Lydia Cacho: no se le enviaron notificaciones durante la averiguación previa (omisión de que se ufana Nacif Borge en sus telefonemas) “para evitar el escándalo”. Por la razón que fuere, en todo caso es ilegal no apercibir a la indiciada, sobre todo en tratándose de un delito no peligroso y sabedores su perseguidores de que mantiene un domicilio fijo y público. Pero qué chasco se llevaron si en verdad lo que procuraban impedir es que el asunto se les volviera un problema: al actuar del modo en que lo hicieron generaron un caso resonante cuyas repercusiones en el peor de los casos (para la sociedad) demorarán en atenuarse pero dejaron ya marcado de por vida a Marín.
Por lo que hace a Nacif Borge, si alguien creyera que pretendió defender su honra al acusar de difamación a Lydia Cacho, entenderá que ha conseguido el efecto contrario. Quienes leyeron Los demonios del edén antes de diciembre pasado apenas habrán reparado en la persona que amerita una docena de menciones (exactamente doce en un libro de 208 páginas), aunque de ellas se desprenda su papel de protector de Jean Succar Kuri. Pero es éste, no el denunciante, el protagonista del libro, el directamente señalado por la autora, con base en expedientes judiciales y en otros indicios, como pederasta y partícipe en el comercio sexual infantil. Si creyéramos que intentó de verdad proteger su honor, o castigar a quien lo había dañado, generó el efecto contrario. No sólo hizo que se recuperara información sobre su pasado (cuando fue arrestado en Las Vegas por evasión fiscal) y sus prácticas empresariales, sino que es ahora universalmente conocida su concepción del mundo y de la vida, del poder, de las mujeres y del periodismo, conocimiento que no le ganará aprecio, estoy seguro.
El presuntamente difamado (que acusó a Lydia Cacho no por serlo, sino sólo para incidir en el procedimiento de extradición de su amigo Succar Kuri) resulta, a la postre, un difamador. No sólo ha intentado, sin éxito, destruir la reputación de la periodista cuya figura, al contrario, se agranda en relación directamente proporcional al achicamiento de su acusador y sus cómplices, especialmente el gober precioso, sino que condensó su ira contra la prensa acusando en falso a Proceso. También en diciembre, es decir, mucho antes de que se conociera tan públicamente su talante, ofreció un anticipo de sus rasgos al decir que esta revista lo había buscado para conocer su punto de vista ante el procedimiento penal. En realidad, con sus palabras, él dice que “iban a sacar algo de mí” y miente al añadir “que cuánto les daba porque no lo sacaran”. Él se negó a considerar la oferta, o sea “les dije que vayan y tiznen a su madre”.
Yo no sé si la admirable Blanche Petrich (en la entrevista con Nacif Borge, aparecida en La Jornada el 22 de diciembre) atenuó ese verbo, o el propio denunciante de Lydia Cacho se ruborizó y no empleó el chinguen que tan a menudo salta en sus telefonemas. Como quiera que sea, como parte de esta publicación le digo, como antes respondíamos a las mentadas de madre: ¡La suya!