Las falacias –la historia oficial– que los panegiristas de Díaz Ordaz construyeron alrededor de la matanza de Tlatelolco fueron desmenuzadas, desmentidas, por Julio Scherer García, quien nunca dejó de buscar entre las heridas, aún abiertas, que dejó el 2 de octubre de hace medio siglo. He aquí unos ejemplos. La primera parte de este texto es el “Prefacio a la nueva edición” de Parte de guerra II. Los rostros del 68 (Nuevo Siglo Aguilar/UNAM, 2003); la segunda es un fragmento del capítulo “El Tigre Marcelino”, de Parte de Guerra. Tlatelolco 1968. Documentos del general Marcelino García Barragán (Nuevo Siglo Aguilar, 1999), ambos libros coescritos por el fundador de Proceso y Carlos Monsiváis.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Después del dos de octubre de 1968, un coro se escuchó en el país para poner en alto las virtudes del presidente Gustavo Díaz Ordaz. A la matanza impune seguiría la burla. En su mejor prosa, los panegiristas del Ejecutivo sostuvieron que había resguardado la paz de la república. Jóvenes de mente oscura habían pretendido llevar al país por los torvos caminos de la violencia, traidores a México. Por suerte se habían topado con un hombre valeroso, un patriota.
Tiempo después, el dos de octubre de 1995, el general y licenciado Alfonso Corona del Rosal desplegó ante la opinión pública la suma de sus recuerdos. Mis memorias políticas, llamó a su autobiografía. Tenía de qué hablar. Regente de la Ciudad de México en el trauma del 68, fue íntimo de Díaz Ordaz. Sus voces se confundían, inseparables la palabra del eco. Como Díaz Ordaz, Corona del Rosal llegó a los extremos y se atrevió con esta frase: “Nunca hubo agresiones injustificadas en el 68”.
El 25 de junio de 1976, Corona del Rosal había escrito al general Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa en los días que no se olvidan. Le decía que el periodista Joaquín López Dóriga lo había entrevistado a propósito de Tlatelolco. En la brevedad de su carta, Corona del Rosal susurraba a García Barragán que se sumara a los panegiristas del amigo y jefe, el expresidente nacido en Puebla para mal de la república.
Venenoso en la forma, luces opacas en el agua estancada, García Barragán calló para siempre a Corona del Rosal y dejó claro que tarde o temprano –él, García Barragán– descendería al fondo de la tragedia, voz disonante del coro oficial.
Fue el principio de la historia que aquí consta y que la Suprema Corte de Justicia continúa con su exigencia inequívoca: no deberán quedar sin castigo los responsables de la matanza de Tlatelolco. El asunto habrá de llevarlo hasta sus últimas consecuencias la Procuraduría General de la República. Brotan los nombres de los primeros actores, visibles de cuerpo entero en la superficie llana: Echeverría, Gutiérrez Oropeza, aún vivos y ya muertos.
El pasado 24 de marzo tuve en mis manos los documentos y testimonios del que fue secretario de la Defensa Nacional en tiempos del Presidente Díaz Ordaz. El maletín que los contenía, café claro, de piel dura, de llave y combinación, estaba dividido en dos compartimentos. A la izquierda, hojas escritas a máquina y pliegos manuscritos; a la derecha los partes militares del general García Barragán y los informes correspondientes del jefe del Estado Mayor Presidencial, general Gutiérrez Oropeza.
Javier García Morales, hijo de don Javier (García Paniagua), me entregó el portafolio en mi casa. Pronunció apenas unas palabras, una ceremonia su rostro impávido.
Me dijo que cumplía una cuestión de honor, una palabra empeñada. Aún lo escucho:
–Sé del aprecio de mi padre para usted. También de la estima de mi abuelo.
Hablé en su mismo tono:
–Les correspondí. Los quise mucho.
García Morales desprendió el reloj de su muñeca izquierda y me lo ofreció:
–Fue de mi padre. Me lo regaló hace poco, ya muy enfermo. Se lo
regalo.
El reloj es sencillo, de carátula redonda y delgados números romanos.
Me sentí turbado. Ahí estaba, sobre una mesa, el maletín abierto con el legado del general. Al lado, el reloj.
–Hábleme de su padre –le pedí a Javier. Poco había sabido de García Paniagua en un tiempo irrecuperable.
–No quería venir.
–Desde hace mucho.
–Los médicos le recomendaron que se operara. Aún le quedaba trecho, le decían. No aceptó. “No quiero que me abran. ¿Para qué? Ya hice todo lo que tenía que hacer. Recuerda hijo, que así pensaba el general.” Murió en Guadalajara, con mi madre, amor que no se extinguió entre ellos. Mi padre le pidió que le llevara el desayuno a la cama, se disponía a probarlo y la cabeza se le vino abajo. Buscaba la muerte, ¿verdad?
–¿Para qué se interroga?
–Quisiera saber.
Marcelino García Barragán se formula preguntas que él mismo responde en una imaginaria entrevista de prensa. Las preguntas abarcan pliego y medio. Las respuestas, firmadas al calce una a una, rematan en la página número cinco, la última:
General de División
MARCELINO GARCÍA BARRAGÁN.
La rúbrica, que sube y baja, toca el grado, el nombre y los apellidos del militar. Enlaza al hombre y a su vocación, inseparables.
La autoentrevista tiene su propia cadencia. Las preguntas iniciales son suaves y van subiendo de tono a medida que avanza el texto. Queda un tema sin respuesta. Alguna vez, quizá, conoceremos la respuesta. ¿Intervinieron los Estados Unidos en el 68?
Al azar había elegido el documento, sin fecha. Leí febril, dolorido, tantos años de espera y cierto de sorpresas amargas, duras. Pasé los ojos por un párrafo atroz, bloque sin puntos y aparte. Sentí la muerte, ser vivo, vivo como la vida.
“Permítanme enterarlos de lo siguiente” (“informa” el general a los periodistas. La metáfora asciende a un realismo brutal):
“Entre 7 y 8 de la noche el General Crisóforo Mazón Pineda me pidió autorización para registrar los departamentos, desde donde todavía los francotiradores hacían fuego a las tropas. Se les autorizó el cateo. Habían transcurrido unos 15 minutos cuando recibí un llamado telefónico del General Oropeza, jefe del Estado Mayor Presidencial, quien me dijo: Mi General, yo establecí oficiales armados con metralletas para que dispararan contra los estudiantes, todos alcanzaron a salir de donde estaban, sólo quedan dos que no pudieron hacerlo, están vestidos de paisanos, temo por sus vidas. ¿No quiere usted ordenar que se les respete? Le contesté que, en esos momentos, le ordenaría al General Mazón, cosa que hice inmediatamente. Pasarían 10 minutos cuando me informó el General Mazón que ya tenía en su poder a uno de los oficiales del Estado Mayor, y que al interrogarlo le contestó el citado oficial que tenían órdenes él y su compañero del Jefe del Estado Mayor Presidencial de disparar contra la multitud. Momentos después se presentó el otro oficial, quien manifestó tener iguales instrucciones.”
¿Cuántos habrían muerto, enderezadas las metralletas contra la multitud? No tenía sentido la pregunta: No cabía en la tragedia la aritmética del crimen.
Este texto se publicó el 30 de septiembre de 2018 en la edición 2187 de la revista Proceso.