El muro que avergüenza a los limeños
LIMA, (apro).- Kruger vive en una humilde vivienda de escasos 15 metros cuadrados en la cima de un cerro y a seis metros de un muro de unos 10 kilómetros de largo. Cuando sale de su hogar para lavarse en el caño que ha instalado a un metro de su puerta, lo primero que ve es la tapia gris de concreto de alrededor de tres metros de altura con un alambre de espinas en su parte superior.
Al otro lado, el cerro comienza a bajar por una ladera desértica hasta llegar a un barrio residencial de casas de cientos de metros cuadrados, piscinas particulares y cuidados jardines.
Pese a estar a unos 15 minutos andando en línea recta de esas casas, los vecinos de Kruger que trabajan en ellas como vigilantes, jardineros o en el servicio doméstico, tienen que tomar un colectivo y bajar el cerro en un trayecto de 40 minutos --o más si es hora pico-- y de ahí tomar otro medio de transporte para llegar a sus labores tras otra media hora de camino.
Kruger no vive en la frontera Palestina ni en Tijuana ni en ningún otro límite entre países. Vive en un asentamiento irregular de Pamplona Alta --uno de los muchos ‘asentamientos humanos’ de Lima— que colinda con las Casaurinas, una de las urbanizaciones más exclusivas de la capital peruana.
Este muro no divide a personas de distintas nacionalidades, sino de distintas clases sociales y es representativo de la desigualdad, la discriminación y la segregación por estratos socioeconómicos que existe en esta urbe de casi nueve millones de habitantes. Por ello se le ha llamado el “muro de la vergüenza”.
El cercado comenzó a construirse en los años 80, pero ha ido ampliándose conforme avanzan las invasiones de ciudadanos que, sin casa ni medios para comprarse un terreno, han ido ocupando el cerro de Pamplona Alta.
“Este tramo del muro tiene dos años. El día que ingresamos, en 2011, no estaba todavía. La gente había invadido hasta el otro lado. Un día vino la policía a desalojarnos y nos botó un poco más para acá”, explica Kruger. “Es de las Casuarinas. Dicen que el terreno es de ellos. El muro es para que no sigamos invadiendo”, comenta.
Iigual que sus vecinos de Pamplona Alta, Kruger viene de una provincia andina. Emigró como muchos otros a la capital en busca de trabajo y para mejorar su calidad de vida. Vivía en casa de su hermana en otro ‘asentamiento humano’, como llaman en Perú a estos barrios construidos a la buena de Dios, sin ningún tipo de planificación urbana.
“Me pasaron la voz de que estaba entrando gente y necesitaban a más”, explica. Así que se unió al grupo invasor.
Es obrero de la construcción, pero no tiene empleo estable. Toma los “trabajitos” que le van saliendo, sobre todo en la zona norte de la capital peruana. Tarda tres horas en ir y tres en volver. “Salgo a las cinco de la mañana a más tardar y estoy regresando a las 11 o 12 de la noche”, indica.
La zona es insegura, la policía está ausente en la zona, así que ya ha sido atracado tres veces. Aun así, no se muestra incómodo con el muro. “Está bien, es normal. No nos molesta”, dice.
Segregación
Mariana Alegre, coordinadora general del observatorio ciudadano Lima Como Vamos, organización civil que hace un seguimiento de la evolución en la calidad de vida de los limeños, afirma que “al vecino le parece normal porque siempre ha sido normal. Hasta que tú le dices que le están segregando, que le están discriminando”.
La especialista cuenta: “Eso tiene que ver con el poco conocimiento de los derechos urbanos en Lima y la poca noción del uso del espacio público para todos, de la capacidad para entender que cualquier persona tiene derechos a determinados servicios y a una calidad urbana”.
En Lima, agrega Alegre, es habitual que los vecinos de algunas calles o urbanizaciones pongan rejas en las entradas de éstas y guardias de seguridad que controlen quién entra y sale, pidiendo la identificación de los pasantes. “El argumento principal es el tema de la inseguridad”, sostiene. Pese a que está prohibido impedir el libre tránsito de las personas por la calle, son los propios alcaldes distritales los que en ocasiones dan autorizaciones para poner las rejas.
El muro de Pamplona Alta “es una expresión de algo que está en toda la ciudad”, coincide Armando Mendoza, investigador de Oxfam, la ONG internacional que combate la pobreza y la desigualdad. “En toda la ciudad las zonas que tienen más recursos empieza a cerrar las calles. Ponen verjas, vigilantes, no quieren que pase el tráfico por sus calles”.
Incluso, precisa Alegre, en los barrios más elegantes de la ciudad “hay algunos parques pequeños que tienen rejas y horario de acceso. A la siete de la noche se cierran, pero pueden entrar los vecinos por la parte de atrás porque todos tienen puerta trasera. Es un parque público pero te venden el apartamento como ‘apartamento con parque privado’”.
Paradójicamente, este comportamiento también ha sido asumido por los sectores populares. La coordinadora general de Lima Como Vamos destaca que “la gente más pobre, que vive en zonas más peligrosas, es la que tiene más tendencia a enrejar sus barrios porque se quiere proteger, en cuanto que son más vulnerables”.
En una encuesta realizada el año pasado por esta organización, prácticamente la mitad de los limeños consultados (48.3%) dijeron que les parecía bien que los vecinos pusieran rejas u otro tipo de restricciones al paso en las calles y parques.
Sin embargo, matiza Alegre, en el caso del “muro de la vergüenza”, además de lo excesivo del cercado, se da la característica del contraste entre dos zonas vecinas diametralmente opuestas: “Esta amalgama de zona mucho más rica y zona más pobre es bastante poco común. Acá no sueles encontrar una casa de gente pobre y al lado una casa de gente rica. La ciudad está bastante dividida: los ricos al centro, los pobres en las afueras. Entonces los puntos de encuentro son pocos”.
No todos tienen asumido como normal este tipo de medios de segregación. “Yo cuando lo conocí me generó tristeza, insatisfacción, un rabia acumulada de saber que los limeños, los peruanos estamos colocando muros en lugares donde deberíamos estrechar la mano”, apunta Pedro César Elías, psicólogo social que participa en el colectivo Aymi Perú Educación Alternativa.
Esta organización lleva más de un año trabajando con niños de Fronteras Unidas, uno de los barrios de Pamplona Alta, y acaba de abrir una pequeña escuela para apoyar a los menores de la zona.
Hace unos días, Aymi se unió con Brigada Muralista, otro colectivo que se dedica a pintar murales en comunidades organizadas sobre temas de diversidad sexual, diversidad cultural o derechos humanos, para decorar un tramo del muro.
“Es un acto político porque ese muro para nosotros simboliza toda la exclusión social, las desigualdades sociales y el segregacionismo que existe en la sociedad peruana”, indica Jorge Miyagui, uno de sus miembros.
Los niños de Fronteras Unidas no terminan de entender la segregación que significa el muro y corren el riesgo de asumirlo como algo normal, como han hecho algunos de sus mayores.
Cuando Miyagui les pregunta qué significa para ellos esa valla con el propósito de explorar el motivo del mural, una pequeña de unos ocho años responde con naturalidad: “Ese muro ha sido construido para que los de allá no nos invadan”.
Contrastes lacerantes
Desde la altura, el contraste entre ambos lados del muro es lacerante. En uno se ve a un vecino de Las Casuarinas paseando en bici con su casco y su peto fluorescente por el camino de tierra que sube el cerro desde las espectaculares casas de la ostentosa urbanización.
Justo al otro lado del cerco, un niño rebusca en una zona de escombros junto a la pared un pedazo de lámina en condiciones aceptables para tapar un hueco en el techo de su casa.
La zona de Pamplona Alta se comenzó a invadir en la década de 1970, explica Diana Rivas, antropóloga que se mudó a este barrio para escribir su tesis sobre el muro. A mediados de esa década, cuando se construía la segunda etapa de Las Casuarinas, el gobierno encargó la vigilancia de su perímetro a la Guardia Republicana, que era la encargada de cuidar las fronteras de Perú, continúa Rivas. Pero Alan García, durante su primera presidencia (1984-1990) eliminó este cuerpo.
En esa época se incrementaron las invasiones por la llegada masiva de inmigrantes de zonas rurales que huían de la miseria dejada por la grave crisis que atravesaba el país y por la violencia del conflicto interno creado por la guerrilla de Sendero Luminoso. Fue entonces cuando se comenzó a levantar la muralla.
El origen de ésta se encuentra en un emblemático colegio privado de los jesuitas, que ante los invasores cercó el perímetro de la escuela para, entre otras cosas, evitar que los vecinos robaran los productos de sus huertas. Poco a poco se amplió y su construcción avanzó conforme lo hacían las invasiones a lo largo del cerro.
“La gente que vivía en la zona lo derrumbaba”, indica Rivas. Pero la valla volvía a ser levantada. “En épocas de elecciones siempre se derrumbaba el muro. El político de turno decía que iba a destruirlo y llamaba a destruirlo. Pero cuando pasaban las elecciones se olvidaban”.
Otra de las “paradojas”, comenta Mendoza, de Oxfam, “es que los mismos vecinos de la parte pobre eran contratados para construir el muro que los separaba. Pero, cuando eres pobre ¿qué te queda? El trabajo es el trabajo”.
Pamplona Alta colinda --también separada por un cerro--, con otra zona de clase alta, La Molina. Por eso ahí también se comenzó a construir un muro. Y es que, como muchos vecinos de la parte pobre de la valla van a trabajar a la parte rica, pusieron una puerta que permanece cerrada a cal y canto por las noches y por la que se puede pasar durante el día previa identificación. Pero si alguien pierde su documento de identidad o se le pasa la hora para salir “son tres horas y media de viaje para ir al otro lado del muro”, lamenta Rivas. El objetivo, advierte, es conectar ambos muros.
La antropóloga recuerda que hace sólo dos años había en el muro unos carteles que avisaban contra cualquier intento de pasar al otro lado: “Prohibido el paso. Orden de disparo”.
Para ella, el mayor contraste es que mientras en Pamplona Alta “en un espacio de cinco por tres metros vive una familia de cinco personas, en Casuarinas vive el mismo número de personas en un espacio de mil 200 metros”.
Agrega: “A medida que han llegado más personas a lo largo de las décadas a Pamplona Alta se han ido asentando en zonas menos accesibles, han ido trepando el cerro y lo migrantes más recientes están ubicados en las zonas más altas, a las que es muy difícil acceder”, subraya Mendoza.
“Ahí la llegada de los servicios públicos --agua, electricidad, seguridad, educación, salud…-- es insuficiente o en algunos casos prácticamente inexistente”.
Esta situación lleva a otra de las paradojas: A muchas zonas de Pamplona Alta no llega la red de agua de la ciudad, por lo que se abastecen de camiones cisterna. Esto hace que paguen “en promedio 10 veces más de lo que paga una persona que tiene acceso a la red pública”, denuncia Mendoza.
Así, mientras en Las Casuarinas los ricos disfrutan de sus piscinas privadas, a sólo 300 o 400 metros, los pobres hacen lo posible por sacar el máximo partido de la poca agua que les llega. “Nosotros pagamos el agua más cara. Al día tenemos que sacar cinco tachos. Yo, por ejemplo, me gasto al mes más de 80 soles (alrededor de 23 dólares)”, indica Berta Sulca.
Pero a donde vive Berta sí llega el camión cisterna. Es peor en la parte alta de Pamplona Alta, la más pegada al muro, ya que no hay forma de subir los bidones de agua hasta allí. La única forma es por una empinada y estrecha vereda de tierra que corre entre las casas de madera y lámina, por lo que para subirla tienen que usar una motobomba.
“Esto supone un costo adicional”, explica el investigador de Oxfam. “Por llevarla hasta arriba, el motor les cobra 10 soles por bidón (tres dólares)”.
Además, denuncia Berta Sulca, la falta de electricidad les obliga a usar veladoras por las noches y esto ha ocasionado más de un incendio. Y para sus letrinas cavan silos en la tierra, lo que es un foco de enfermedades, sobre todo en los niños.
No obstante, Mariana Alegre ve “una luz de esperanza” a corto plazo y considera que Lima está “en un momento de quiebre, ya que la discusión urbana ha crecido muchísimo y en los últimos cinco años han surgido instituciones civiles, cooperación, proyectos, activistas… que están haciendo cosas”.
Por ejemplo, Aymi y la Brigada Muralista, quienes tienen previsto seguir la decoración del muro; volver positivo algo negativo. “Levantan muros y nosotros los pintamos. Si siguen levantando más, los pintaremos también. No queremos quedarnos con la queja, sino pasar a la creatividad”, sentencia Elías.