Música en cuarentena (IV)
A la memoria del inmenso violonchelista Lynn Harrell (1944-2020)
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- De acuerdo con lo que llevamos expuesto, nos corresponde ahora abordar al último elemento constitutivo de la materia sonora bien ordenada, es decir, el timbre; e incursionar, tan brevemente como se requiere, en los estilos y las formas musicales. Pero antes de proseguir es importante que aclaremos que las nociones que hemos presentado, como las de la armonía, por ejemplo, le toman un par de años de aprendizaje a un estudiante de música serio, de manera que la aludida “barnizada” de conocimientos, sólo pretende ser inductora de un interés que habría, idealmente, de suscitarse en el lector lego. Así pues, hablar de timbre musical significa referirnos a su “color” sonoro. Por tanto, el timbre hace a la música exactamente lo que el color a la pintura. Sobra decir que es un elemento tan vasto, que las exploraciones sobre su naturaleza tienen una calidad de infinitud que estamos lejos siquiera de imaginar, de ahí su perenne embeleso. Asimismo, huelga aclarar que la facultad para distinguir las diferencias en los timbres sonoros es innata en el ser humano –la sordera tímbrica es bastante rara–, aunque existen variantes tímbricas tan sutiles que son bastante imperceptibles para la mayoría, incluso, a muchos músicos profesionales también les representan un problema. Puede ser el caso de advertir la diferencia entre un clarinete en si bemol y un clarinete bajo, o entre un oboe y un corno inglés. Como quiera que sea, en lo que respecta al timbre, sugerimos que se tengan presentes dos objetivos en aras de su degustación plena. 1) Desarrollar la conciencia auditiva sobre los diferentes instrumentos musicales, con sus propias especificidades sonoras. 2) Tratar de entender los propósitos expresivos de los creadores a la hora de elegir un instrumento, o un grupo de instrumentos, en lugar de otros. Haciendo historia, digamos que la aparición de la inmensa gama de timbres sonoros fue muy gradual y que ésta comprende tres etapas ineludibles. La primera tiene que ver con la invención del instrumento, la segunda con su desarrollo evolutivo y la tercera con la maestría que los ejecutantes han adquirido para la exhaustiva explotación de sus recursos tímbricos, que también son sus recursos técnicos. Naturalmente, en esta forzosa tríada se manifiesta la fascinante gesta de todos los instrumentos musicales que conocemos, de manera que es innecesario que abundemos. Es obvio que cada instrumento tiene limitaciones y que cada compositor e instrumentador han de conocerlas a la perfección. Tienen que ver con el rango sonoro y con las combinaciones de notas que pueden ser emitidas. Tampoco es menester que nos extendamos en este tópico, en cambio sí podemos mencionar las combinaciones más frecuentes de las que los compositores han echado mano para crear sus inmateriales criaturas. Una de las combinaciones más felices y la que por lo general les impone el mayor respeto a la hora de la creación, es la del cuarteto de cuerdas. Vale que repitamos su configuración: dos violines, una viola y un violonchelo. Si a este grupo se le agrega un contrabajo tenemos, con múltiples duplicaciones, el corazón de la orquesta de cuerdas que, poco a poco, se convierte en sinfónica o filarmónica (para ampliar la información, véase el texto Anatomía de la orquesta en Proceso 2224). Otra formación consentida es la del apareamiento de un instrumento de teclado con uno de cuerda, o varios. En los siglos XVII y XVIII fue un clavecín que después se trocó en un fortepiano, hasta llegar al gran piano de cola actual. Los compañeros ideales han sido el violín, el violonchelo y la suma de ambos, con lo que se configura el clásico trío de piano y cuerdas. Existen, igualmente, quintetos, sextetos, octetos y nonetos, no sólo en la integración de las cuerdas, sino también en la de los instrumentos de aliento. ¿Quién no recuerda la colorida sonoridad de las bandas, en las que vibran gallardos los oboes, los clarinetes, las flautas, los cornos o trompas, los trombones, la tuba y los tambores? Puede servirnos puntualizar ahora que la conjunción de grupos reducidos de instrumentistas recae en la categoría de la música de cámara –del italiano “recámara” o “salón”, que era el recinto para su escucha–, en contraposición con la música sinfónica en la que se alinean todas las voces posibles que la mente humana ha creado para saciar su inagotable fantasía tímbrica. Ahondando, asentemos que a estos subgrupos se les añade, a voluntad, la participación de voces solistas y de masas corales y que, a su vez, pueden conformar los dos géneros en los que se ha dividido –con préstamos y contaminaciones involuntarias– la música: Sacro y profano, o música religiosa versus música del vulgo. No tenemos espacio para entrar en disquisiciones filosóficas al respecto, así que conformémonos con repetir que la música “profana” se crea para satisfacer los apetitos sensoriales del hombre común, a diferencia de la música sacra, que busca la alabanza a las divinidades; empero, las buenas obras del arte sonoro están hechas para “entusiasmarnos”, en el sentido de la etimología griega, es decir, despertar al dios que nos habita y dejarnos arrastrar y beneficiar por su inabarcable influencia sobre nuestro ánimo… Para acotar lo referente a las formas musicales y los estilos, hagamos un viaje relámpago en el tiempo, ofreciendo disculpas por las obligadas omisiones en las que incurriremos. Iniciar con la música religiosa nos será más fácil, ya que sus formas no han mudado con el paso de las centurias. Hablamos de las misas, los oratorios, los motetes, etcétera, que si bien inicialmente se entonaban con voces masculinas, poco a poco se fueron adaptando a la inclusión de las voces femeninas y al acompañamiento de grupos instrumentales cada vez más numerosos. En el caso de los oratorios sobre pasajes bíblicos, se han dado casos, a la hora de escenificarlos, de la fusión con elementos profanos. Si arrancamos con la música “vulgar” del renacimiento, hay que enunciar que en ella se encuentran ya los primeros esbozos de la música programática, es decir, aquella que se compone siguiendo un “programa” preestablecido (la cúspide del género la alcanza Vivaldi en 1725, con su Quattro Stagioni). En esa etapa de la evolución musical abundan los madrigales y los primeros ejemplos de cantatas; no despuntan aún con fuerza las formas netamente instrumentales, aunque hay excepciones que podemos soslayar. Llegados al periodo “barroco”, este se extiende, arbitrariamente por supuesto, del 1600 al año 1750, que se hizo coincidir con la muerte de J.S. Bach. Es el periodo en el que la proliferación instrumental esbozará la inmensa riqueza que reserva el futuro. Nacen aquí los conciertos para muchos instrumentos –los Concerti Grossi—1 y los conciertos para un instrumento solista. Este último se codifica en tres tiempos reglamentarios, uno rápido, uno lento y otro rápido. Es también el momento histórico donde surgen los ballets cortesanos –en la corte de los Luises de Francia– y las óperas; éstas con una introducción orquestal llamada entonces “sinfonía”, que era muy breve y también tenía tres tiempos. Otras aportaciones fundamentales del barroco son el Trio sonata –para un instrumento grave y dos agudos–, que será simiente de las sonatas “clásicas” y la Suite.