Música latinoamericana

Joan Jara: Atravesando el universo

En homenaje a Joan Alison Turner o Joan Jara, la mujer de Víctor Jara, Luis Alberto González relata cómo ella se agigantó en los años aciagos para denunciar los crímenes de la dictadura y recupera su última conversación.
miércoles, 15 de noviembre de 2023 · 05:00

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El pasado domingo 12 de noviembre, a las 17:30 horas de Chile, falleció Joan Alison Turner. Hoy miércoles 15 es su cortejo fúnebre. Mejor conocida como Joan Jara, fue una de las voces más importantes para denunciar los crímenes de lesa humanidad que dejó la dictadura de Augusto Pinochet.

Joan siempre estuvo comprometida con la dignidad, la justicia y las artes, como urdimbres de la conciencia. Así pudo mirar los frutos de su lucha: la condena formal de siete exmilitares del Ejército y la próxima extradición de Pedro Barrientos como responsables de torturas y asesinato de su compañero de vida, el cantautor y dramaturgo Víctor Jara.

Pude visitar a Joan hace poco más de un mes, la tarde del 3 de octubre de 2023, en la casa que comparte con su hija Amanda. Fue quizá la última charla que Joan tuvo con alguien fuera de su familia y que ha quedado como poesía de una de las mujeres más importantes de nuestro tiempo.

Dentro del autobús en dirección a Quintay, donde está la casa de Amanda y Joan, no dejo de pensar en una escena. Tan real como desgarradora. Era el martes 18 de octubre de 1973, siete días después del golpe militar, día de las fiestas patrias, feriado en Chile, cuando Joan se asomó por la ventana de su casa (entonces en Santiago) y encontró un joven de cuerpo menudo al pie de su puerta que trataba de encontrar el timbre. “¿Es usted Joan Alison Turner?”, le preguntó. El joven dijo llamarse Héctor Herrera y trabajar en el Instituto Médico Legal. Había llegado a la dirección de forma clandestina.

Joan Jara con el autor del texto / Foto: Cortesía Luis Alberto González Arenas

Joan bajó a abrirle y lo miró desencajada. Para darle confianza, el joven le acentuó que formaba parte de la Unidad Popular, también del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU) y hasta de “la J”, como eran conocidas las Juventudes Comunistas de Chile. “Soy compañero”, le dijo a Joan, a lo que ella clamó: “¡Tú me traes noticias de Víctor!”. El joven le confesó lo inevitable: que entre los cuerpos que yacían en el piso de la morgue, en espera a ser arrojados a la fosa común, estaba el de su marido.

Joan le tomó las manos al joven de 23 años y miró las líneas repujadas de sus palmas; después hundió en ellas su cara y su llanto. Herrera le dijo que era conveniente ir a reconocer a Víctor para recuperar su cuerpo. Alejarlo de las listas de desaparecidos. Le advirtió que, para que eso fuera posible, Joan debía contenerse, no podía ni gritar ni desmayarse, ni hacer cualquier escena que los pusiera en evidencia con los golpistas. Entonces fue y se contuvo, les dieron permiso de sacar el cuerpo y lo fueron a posar en un nicho del Cementerio General de la ciudad.

El sepelio tuvo que ser de pisa y corre. Allí estuvieron Joan, el sepulturero, el joven Héctor y su tocayo (Héctor Ibaceta), quien ayudó a empujar el ataúd del cantautor dentro de uno de los nichos postrados en un paredón (todos del año 73) sobre la Avenida México del panteón de la capital. Después, Joan tuvo que salir exiliada a Inglaterra para proteger a sus hijas Amanda y Manuela.

Desde ese dolor y esa fuerza, Joan adoptó el apellido de Víctor para denunciar los abusos del golpe militar y no cesar de pedir justicia. No solo por su marido, sino por todas y todos los muertos. Por todas y todos los desparecidos. A mediados de los ochenta regresó a Chile para fundar el mítico Centro de Danza Espiral y después la Fundación Víctor Jara, un sitio de memoria imprescindible para América Latina. En 2009 Joan logró que exhumaran el cuerpo de Víctor para hacerle un nuevo análisis forense y que quedaran evidentes las causas de su muerte por asesinato; después decidió cambiar su sitio de entierro. De la Avenida México a un pedacito de tierra entre las calles de los Aromos y el Rosal dentro del mismo cementerio.

***

“¡Aquí se bajan!” –grita el chofer del autobús y me despierta del letargo. Bajamos a media carretera en el cruce que va para Playa Grande. Voy con mi gran amigo, el músico Jairo Zavala, quien por primera vez me trajo a Chile con su proyecto Depedro en tiempos del último estallido social. Norteados sobre el acotamiento de la autopista, vemos a lo lejos a Amanda Jara mecer su mano. Había llegado por nosotros como lo había prometido. Fuimos y la abrazamos, después entramos en una vagoneta verde ochentera que, como nos contó Amanda, solía manejar Joan, luego nos advirtió que su mamá estaba bien de salud pero con un leve deterioro cognitivo propio de la edad. Joan acababa de cumplir 96 años en el mes de julio. Su edad y condición me recordaron a mi abuela materna que murió este año. Una mujer radicalmente filántropa que, de a poco, su demencia senil le arrebató el lenguaje. Amaba a través de los ojos pero no lo podía expresar en palabras. Fue que le pregunté a Amanda: ¿Qué será mejor cuando envejeces, perder el cuerpo o perder la mente?, resulta común que no se puedan conservar ambos.

Le dejamos la respuesta a un horizonte que cada vez se miraba más hermoso porque ya anunciaba el océano. Bajamos entre curvas casi hasta la playa y allí, como antesala del mar, estaba la casa. Azul. Rural. Bohemia. Sin ninguna pretensión. Nos recibe el Nego, el compañero de Amanda. Un sabio pescador oriundo de esas costas. Luego vinieron Lala, Bubba y Chara. Tres perritas que consienten la brisa. Fue Lala quien nos advirtió en dónde estaba Joan, como si estuviera ansiosa de presentárnosla.

Con sus perritas / Foto: Cortesía de Luis Alberto González Arenas

Entramos a una estancia muy acogedora y allí estaba esa mujer, sentada en el sillón, con un bastón en su mano izquierda, disfrutando de la luz con la que podía intuir mejor los movimientos; la edad también la empezaba a dejar ciega y un poco sorda. Amanda entra y le dice a su madre: “Hello!”, con un inglés elegante que no deja duda que es su lengua materna. Le dice nuestros nombres y cuando le menciona a Joan de dónde vengo, aparece ese fenómeno tan generoso de cuando un mexicano confiesa su origen: “¡Oh, México!… qué rico”, dice Joan en un chileno estupendo.

Me siento junto a ella y le digo que conozco a Mike Gatehouse, un entrañable amigo inglés de Joan, quien le ayudó a editar y redactar el famoso libro “Víctor: un canto inconcluso”, un manuscrito que ya es patrimonio de la memoria del continente. Yo conocí a Mike cuando hicimos el documental “La cinta perdida”, que estrenamos recientemente en México y Chile.

Mike es un sociólogo que, como extranjero, quiso mudarse a Santiago para ser parte del sueño de la Unidad Popular; luego del golpe fue detenido y encarcelado en el Estadio Nacional, después liberado gracias a la presión de sus compañeros de la Universidad de Cornell. De vuelta en el Reino Unido y con el apoyo del Partido Laborista generó algunas de las primeras campañas de solidaridad internacional con Chile. Joan le tiene mucha estima y ambos celebramos que tenemos ese amigo en común.

Mientras Amanda, el Nego y Jairo se van a la cocina, yo me quedo hablando con Joan, tal como me quedaba hablando con mi abuela. Le miré la sonrisa y me sorprendí de lo bien que se veía físicamente, entonces le dije: “Estas muy guapa, Joan”, a lo que contestó: “’Guapa no…¡vieja!”, y echó a reír. Le pregunté si ya no veía nada, me dijo que “algo, pero solo formas”.

Recordaba México, le parecía un país increíble en el que estuvo al principio de los sesenta con el Ballet de Chile en la obra Calaucán, hecha por quien fuera su primer esposo, Patricio Bunster, con quien tuvo a su hija Manuela. La música de la coreografía fue de Carlos Chávez. Joan me confiesa que como bailarina nunca aprendió el baile folclórico chileno, no le gustaba del todo su narrativa porque siempre caía en la misma: “El clásico hombre macho, grande y fortachón con la mujer destinada a coquetearle”.

Amanda Jara. Detrás, el mar / Foto: Cortesía Luis Alberto González Arenas

De México leyó mucho de sus distintas danzas y culturas. Le atraían en especial la maya y la mixteca. Joan le preguntó a Amanda si alguna vez había estado en México. Amanda contestó con mucho pesar que nunca. “Pero el Luis nos está invitando a México, mami”, soltó. “¡Voy feliz!”, acentuó Joan. De allí partió una hermosa charla que tomó forma de entrevista.

–¿Joan, es difícil llegar a la vejez?

–Uno llega a viejo así, automáticamente, o sea es más bien fácil.

–¿Es una etapa difícil?

–No. Es inevitable. A veces siento que es una lata, porque no puedes hacer las cosas de antes pero ahí está, es como parte de la vida ser vieja, si uno tiene esa suerte. Yo como vieja estoy feliz, no tengo ningún problema. Tengo la excusa de que soy vieja para no hacer training todos los días. No tengo que hacer mi barra, ahora puedo flojear. Eso es rico.

–Si alguien se ganó el derecho a flojear, esa eres tú…

–No, ¿por qué?

–Porque trabajaste mucho…

No…bailé mucho. Eso no es ningún aporte.

–¿Tienes sueños, Joan? Es decir, ¿cuando te vas a dormir sueñas frecuente?

–A veces, pero en realidad yo sueño despierta, pensando en todas las cosas que no he hecho. Pienso en que he conocido a gente maravillosa y otros también no tan maravillosos. Yo agradezco la vida que he tenido, donde he conocido mucha gente que admiro mucho. He hecho todas las cosas que realmente quise hacer en mi vida, yo creo que he cumplido con todos. O sea, estoy lista para morir, no tengo problema para eso y agradezco que he tenido una vida muy entretenida, no se si “entretenida” sea la palabra, pero es la que me salta a la cabeza. Una vida muy rica, llena de personas y gente linda que he conocido. Si existe Dios, le doy gracias por la vida que he tenido. Es algo que me salta fuerte a la cabeza en esta etapa. A veces me ha llegado la pregunta: ¿qué más quieres?. “No, ‘ta bueno”, me contesto.

–¿Piensas en Víctor?, ¿te sientes cerca de él?

–¡Oh, está siempre conmigo!, no sé como aguanta.

–¿Conversas con él?

–No en voz alta, no. Pero en mi mente, sí.

–¿Es quizá una comunicación más íntima?

–Sin duda, Víctor está por aquí…cerca.

–¿Tan cerca como el mar, Joan?

–No, no le gustaba el agua. No mucho (ríe).

–¿Era más de los pies en la tierra?

–Yo creo que sí… no le gustaba nadar, pero sí le gustaba caminar con la gente.

–¿Quién era más romántico, tú o él?

–Víctor era muy romántico, yo creo que yo un poco menos.

–¿Pensaste alguna vez en que tendrías 96 años?

–Falta poquito…me voy (Joan emite un chiflido como aludiendo a un proyectil que sube al cielo)… No sé si me voy para arriba o me voy para abajo, pero me siento tranquila, en paz.

Desde la cocina, escucho “Across the universe” de los Beatles y a Amanda cantándola. Entre esa suspensión del sonido, alcancé a recordar lo que le dijo Joan a Jorge Coulón, del grupo Inti Illimani, cuando alguna vez éste le preguntó por qué después de exhumar a Víctor se aferró tanto en cambiarlo de lugar en el cementerio. Joan le respondió en corto: “Porque creo que me he ganado el derecho de descansar junto a él”.

@luisinius

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