José Agustín

José Agustín y el movimiento estudiantil del 68

“El rock de la cárcel” es otro de los volúmenes que se añaden a la Biblioteca José Agustín en Libros Debolsillo (Penguin Random House Grupo Editorial), acompañando a “De perfil”, Ciudades desiertas”, “Cuentos completos” y Vida con mi viuda”.
lunes, 26 de septiembre de 2022 · 10:16

CIUDAD DE MÉXICO (apro).-José Agustín, el prolífico y cotorrísimo escritor de la onda vivo con mayor popularidad y longeva trayectoria, nos cuenta su infancia y cómo fue convirtiéndose en un narrador de renombre a mediados de los fabulosos sesentas, periodo de experimentación sicodélica cuando fue encarcelado en el Palacio Negro de Lecumberri por posesión de mariguana.

“El rock de la cárcel” es otro de los volúmenes que se añaden a la Biblioteca José Agustín en Libros Debolsillo (Penguin Random House Grupo Editorial), acompañando a “De perfil”, Ciudades desiertas”, “Cuentos completos” y Vida con mi viuda”. Este libro autobiográfico consta de 235 páginas en esta segunda edición (la primera data de 1984), donde leemos las andanzas de un joven José Agustín por un Distrito Federal lleno de tentaciones y montones de música nueva. El prólogo es de Julián Herbert y la narración incluye los capítulos: “Quién soy, dónde estoy, qué me dieron”, “Tienes que entrar para salir” y el homónimo “El rock de la cárcel”.

El fragmento que a continuación ofrecemos a nuestros lectores forma parte del segundo capítulo. En él, José Agustín (Acapulco, 1944) entrega la historia del final de su amorío con “La novia de México”, Angélica María, su romance con Pilar Bayona (una de las gemelas del dueto musical catalán Pili y Mili), así como su participación en el movimiento estudiantil antes y durante la masacre de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968.    

Reportarse ante el príncipe

(…)   Volver a ver a Angélica María significó despeñarme en una verdadera pesadilla, de momentos delirantes, pero siempre desde el interior del maelstrom, un abismo que mastica, temporada en el infierno que duró demasiado y que fue intensa, espantosa, extenuante, frustrante, masoquista: buscarse, herirse, negarse, no dejarse ir.

Yo aceptaba todo, inconscientemente sentía que debía expiar, pagar quizás el haber tenido todo siempre a la mano y demasiado fácil; la idea de ser inmortal, un semidios incluso en medio de los peores azotes.

Tenía que pagar gruesos tributos y eso era lo que ocurría. Por otra parte se trataba de reconocer mis reacciones ante diversos tipos de pruebas. Viendo todo esto con perspectiva (la cual obtuve en Lecumberri, año y medio después), esa enfermiza, abismal segunda parte con Angélica María ha sido una de las peores épocas de mi vida.

Por supuesto, desde un principio pensé que un clavo sacara otro clavo. Por las mismas fechas me atrapó con fuerza Pilar Bayona, la entonces mitad unicelular de Pili y Mili. Con ella sí traté de entregarme de lleno con El Gran Sueño, y en buena medida lo logré. Empezaba a darme cuenta de que en realidad la podía hacer con cualquier chava, o con ninguna, todo dependía de la perseverancia que invirtiera. Pero esa relación siempre fue difícil: la mamá de las Pilis-Milis simpatizaba conmigo pero nunca ocultó que me veía como demonio; le aterraba que yo anduviera con su hija. Luché por conquistar a Pili, tal como antes había batallado con Margarita. Con Angélica María también, pero sólo en la segunda fase y, además, me la pelé. Nunca quiso conmigo. En cuanto a Pili, su mamá se la llevó a Barcelona después de que terminaron sus contratos cinematográficos en México y de que se casara Aurora, ex Mili, con René León. Después de eso ya nunca pude reagrupar la energía en torno a Pilar.   

A Pilar la conocí a través del gran Paco Ignacio Taibo y de su maravillosa mujer Mari Carmen; ella se encargó de todos los trámites de compra de derechos de mi cuento “Lluvia”, que se filmó en España con el título “La casa sin fronteras”. Frecuenté mucho a los Taibo, en pleno fragor del movimiento estudiantil del 68, que tampoco me sacó del blues.

Yo, como tantos otros, me emocioné cuando se inició el movimiento, esto es: cuando leí en los periódicos las versiones culeras de la represión-provocación del 26 de julio. Admiré profundamente a los chavos de las prepas, que se sostuvieron los primeros días a base de puros huevos, hasta que el ejército bazuqueó el afamado portón de la prepa uno. Para esas fechas yo no era estudiante, ni militante, así es que no le entré a fondo. Pero mis nexos con el movimiento fueron profundísimos. Le tenía miedo a los chingadazos, eso sí: ya había tenido mis temporadas de pintas, reparticiones de volantes, boteo en camiones y manifestaciones reprimidas por los granaderos y sabía lo serio que era caer en manos de la policía o del ejército. Pero sí fui a las sesiones del Comité de Artistas e Intelectuales en el auditorio Che Guevara, donde tenían lugar las intervenciones de Elena Garro y su hija Helena para mentársela feamente a Octavio Paz.

Fui a las manifestaciones. Me presenté igualmente en varios mítines permanentes de la explanada de Humanidades. La segunda vez ante un gentío de varios miles, con puesta de sol chinguetas y toda la cosa, me reventé un espich visceral y lo concluí pidiéndole al personal que le mentara la madre a Díaz Ordaz. ¡Chin-gue-a-su-ma-dre-Díaz-Or-Daz!, gritamos todos. Al terminar mi perorata me fui con mis cuates Gerardo de la Torre y René Avilés, que andaban allí. Todos nos dedicamos a pitorrearnos y a cotorrear a nuestro mutuo amigo Pedro Córdoba, que de presidente de la prepa Siete pasó a agente de la Judicial.

Después resultó que mi turno en el afamado ciclo de los Narradores ante el Público tendría lugar el mismo día de la manifestación del silencio. Pedí que se cambiara el día de la conferencia. La verdad era que sí le traía ganas a ese ciclo que (muy estúpidamente) consideraba como una especie de ingreso formal en la familia literaria sin haber hecho concesiones de ningún tipo. Pero no me quisieron cambiar la fecha y yo me quedé nerviosísimo, sin saber qué hacer. No chilles, me decía Gustavo Sainz. Hugo Argüelles me sugirió que le pidiese a la gente que se uniera a la manifestación. Era la solución perfecta. Después de diez minutos de insultos virulentos al gobierno y a Díaz Ordaz dije que en ese momento la vida estaba afuera y pedí al respetable (más o menos media sala) que nos uniéramos a la manifestación, lo cual hicimos.

Era impresionante. Allí encontré a Pili, que llegaba con los Taibo, y acabamos cenando comida chale en la calle de Dolores. Para esas aceleradísimas fechas ya se transmitía el programa “Happenings” a las siete de la noche en el canal cinco. Desde que empezó el movimiento fuimos los únicos en la televisión que apoyamos abiertamente a los estudiantes. Macaria o el Pichi, o los dos, que eran los conductores, lo proclamaban; llevamos poetas, como Elsa Cross, que leyó versos sobre el movimiento. Al poco ratito nos llegó la orden fulminante de que no mencionáramos más a los estudiantes. Entonces se me ocurrió que todos jugaran cuartos en el aire para que tuvieran que hacer la V con los dedos; por estos chistes estuve a punto de acabar a golpes con Víctor Hugo O’Farril y por supuesto Telesistema se negó a renovar el contrato de trece programas a pesar de que “Happenings” tenía bastante público.

Con Pilar fui la noche del 15 de septiembre a Ciudad Universitaria. Heberto castillo, posesionadazo de su papel, se echó el grito. Fue un pachangón sensacional, en verdad popular; había un gentío que bailaba y la cotorreaba por diversos lados, muchos puestos de comida, libros , de pósters y volanteo por la libre. Fue un ondón ese 15 de septiembre.

Sin embargo, dos días después me enteré de que a mi cuate Víctor Villela le habían metido un plomazo en la pierna durante la ocupación del ejército a Ciudad Universitaria. Era la vuelta a la mano dura del gobierno ante la cercanía de las olimpiadas: acabar con esos desmadres rapidito. Le partieron la madre al Casco de Santo Tomás un poco después y la noche del 2 de octubre mi hermano Augusto, el Sun, llegó lívido a mi depto: se escapó de milagro de la matanza y había dejado su célebre carcacha en los estacionamientos del edificio Chihuahua. Dese el momento en que mi hermano, y los cuates después, me contaban cómo se habían lanzado las bengalas, la balacera asesina y el corredero, yo comprendí lo que Revueltas supo desde el principio: que el movimiento estudiantil transformaría profundamente al país. A partir de ese momento mis conferencias en el DF y provincia estuvieron mucho más cargadas de contenidos políticos; consideré que debía dirigir los ataques al presidente Díaz Ordaz y a su hijito Luis Echeverría, quien le salió respondón pero que en esencia eran la misma vaina vieja y parchada del PRI.    

Peor con Echeverría, que se la pelaba por vender una imagen de Lazarejo Cárdenas redivivo y no faltarían los tarados que se lo creyeran, o que les conviniera creérselo. No dudo que, indirectamente, eso haya tenido que ver con mi estancia en la cárcel; yo no era de los cuates, ¿por qué esforzarse en darme una manita?

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