Literatura
Ultiminio Ramos en la novela de Armando Rosas
La novela con que debuta literariamente el músico Armando Rosas Almanza (DF, 1960), fundador de La Camerata Rupestre, se presentará el jueves 18 de agosto, a las 19 horas, en la Fonoteca Nacional.CIUDAD DE MÉXICO (proceso.com.mx).- “Mis más sinceros bemoles. Historia de una banda de rock”, se intitula la novela con que debuta literariamente el músico Armando Rosas Almanza (DF, 1960), fundador de La Camerata Rupestre, libro que se presentará el jueves 18 de agosto, a las 19 horas, en la Fonoteca Nacional (Francisco Sosa 383, barrio de Santa Catarina, Coyoacán).
Acompañarán al autor en esta velada Modesto López, Alain Derbez, Andrés Cisneros y Edgar Omar Avilés. A continuación, ofrecemos para nuestros lectores fragmentos de uno de los veinte capítulos que contiene este volumen editado por Cisnegro en 180 páginas, relativo a la visita que hacen tres amigos de un grupo de rock al bar del boxeador cubano-mexicano Ultiminio Ramos (1941-2017), en el corazón de la Ciudad de México por los años ochenta.
Orquestador de 40 nocauts
Dudaron en entrar. Era un galerón rectangular con dos filas de mesas en los costados y, en el fondo, un escenario gris, con muy poca luz. Todo el ambiente rezumaba derrota; sin embargo, había algo flotando en el aire, palpitaba una chispa de expectación.
Les habían dado vagas referencias de aquel bar. Debieron peinar las calles de Isabel la Católica, Bolívar y 5 de Febrero. Preguntaron en cada esquina. Pero de que iban a llegar, iban a llegar. ¿Quién no había escuchado hablar alguna vez de “Azúcar” Ultiminio Ramos, la leyenda del box? (…)
--¿¡Aquí toca Ultiminio!? –gritó Graco en el umbral del establecimiento, obligado por el alto volumen de la música que se sumaba a la caótica orquesta vial.
--Sí, aquí se presenta el campeón –respondió un tipo con la nariz hundida, seguramente otro exboxeador.
Llamó a un mesero con un giro veloz de cabeza, como si evadiera un “uppercut”.
--Acomoda a los señores.
--¡A la orden!
Un mesero de camisa blanca e innecesarios movimientos apresurados, porque el lugar lucía vacío, los condujo a una mesa a escasos diez pasos del escenario.
--A mi abuelo le gustaba el box, ¿sabes? Fue admirador de Kid Azteca –dijo Graco mientras se acomodaba en la silla metálica.
--¿Los sábados por la noche ustedes no veían las peleas? –cuestionó Marcelino.
--No, en casa a nadie le gustaba el box –replicó Sandro.
--Yo las veía con mi papá. Me acuerdo que se armaba de un par de cervezas, unos chicharrones y se chutaba todas las peleas. Eran uno o dos y luego la estelar. Recuerdo a Vicente Saldívar, al Púas Olivares y a muchos otros, pero no al Kid Azteca –evocó Marcelino.
--El Kid tuvo una carrera muy larga, estuvo activo de 1930 a 1960. Eso lo sé por mi abuelo. Supongo que no alcanzó el esplendor de la televisión. El viejo lo admiraba no sólo por su refinada forma de boxeo, también porque vestía siempre muy elegante. Me contó que un día se lo encontró por la calle de Madero y que iba de riguroso traje, los zapatos lustradísimos, un pañuelo blanco en el bolsillo delantero del saco y todo perfumado. Se vestía como un dandy, porque tenía el oficio de sastre –les contó Graco.
El tono glamoroso del relato suspendió el tiempo por unos segundos, y después Graco lo retomó.
--Una vez en el consultorio médico me encontré una revista que hacía un breve repaso de los boxeadores más célebres o más queridos en México. Algo así, no lo recuerdo muy bien, pero recuperan una entrevista que le hicieron a Kid Azteca. “¿Dónde aprendió usted a pelear?”, le preguntó el reportero. Y el boxeador respondió: “En la calle, con los cuates”. Me gustó y tomé esa frase. La utilicé para hacer una rola que dice así:
Todo lo aprendí en la calle,
ni profeta ni diletante.
Soy hijo de un carpintero
que soñó ser Pedro Infante…
--¿Qué les sirvo? –preguntó el mesero de la prisa innecesaria.
--Una cerveza clara –ordenó Marcelino.
--Le sugiero un ron cubano, la especialidad de la casa.
--¡Perfecto! Ron blanco con coca cola.
--¡Igual! –secundaron Sandro y Graco.
--Pues yo creo que Kid Azteca dijo la neta, porque la calle ha sido la escuela para mucha banda –reactivó Marcelino la conversación justo en el ligar donde la habían dejado.
--Casi todos los boxeadores en México, si no es que todos, tienen un origen humilde –subrayó Sandro.
--No sé si recuerdes a Rodolfo “El chango” Casanova. Bueno, pues él vendía paletas, no muy lejos de aquí. Le apodaban el “Nevero de la Lagunilla”.
--¿No fue el auténtico “Campeón sin corona”? –preguntó Marcelino.
--Claro, el de la película de Alejandro Galindo –participó Sandro, animado por no sentirse tan fuera del tema.
--Ahí, David Silva es Roberto Kid Terranova –los ilustró Graco.
--¡Yaaaaa! Y creo que Rodolfo Casanova terminó en el “manicure”, ¿no? –interrogó Marcelino.
--Sí, estuvo en el hospital psiquiátrico –confirmó Graco.
--Entonces, el precio que debe pagar un hombre humilde en México para alcanzar el éxito es muy caro –sentenció Sandro.
Graco asintió mientras le daba otro trago a su cuba y reconstruía para sí mismo una frase que solía decir el peleador Randal Tex Cobb refiriéndose a la seriedad del pugilismo: “Si te equivocas en el tenis es un 15-0, mi amor, pero si te equivocas en el boxeo, es tu trasero”. Unos años atrás adoptó el aforismo como símbolo de respeto hacia aquella práctica que, como la música, exige una disciplina inquebrantable. Tras esa momentánea reflexión en silencio, Graco siguió ilustrando a sus amigos.
--Ultiminio Ramos nació en Matanzas, pero su historia tampoco es muy diferente a la de los boxeadores mexicanos. De niño fue bolero. Parecería que el hambre es ingrediente fundamental de este deporte. Ultiminio, pues, llegó a México unos años después del triunfo de la revolución de Fidel.
Cuando Graco pronunció el nombre del comandante, los tres hicieron una pausa, dijeron salud y dieron un trago a su cuba libre en las rocas.
--Por cierto, ¿saben por qué decidieron llamarlo Ultiminio?
--No, ¿por qué? –en riguroso unísono preguntaron Marcelino y Sandro.
Bueno, pues no fue precisamente porque haya nacido el día de San Ultiminio, porque ese santo ni existe, lleva ese nombre porque fue el hijo número 32 de su padre.
--¡No mames! –exclamó Marcelino.
La dictadura del “chun-cha-ca” siguió imponiendo su compás binario. Sin pausa, desfilaron canciones de Rigo Tovar y su Costa Azul, del Acapulco Tropical y otra de Juanga en su versión tórrida y playera. Para entonces, ya algunas parejas habían habilitado el pasillo central como pista de baile. Cuando el mesero se acercó con otra ronda de cubas, Graco preguntó por el campeón. “Su show inicia en cinco minutos. Ya no tarda, ahorita lo ven”. No había pasado el tiempo mencionado cuando la música paró. Todas las conversaciones cesaron y las miradas se dirigieron al escenario. El hombre que los había recibido apareció en el escenario, abrió las piernas para afianzarse en el piso, carraspeó para afinar la voz y tomó el micrófono.
--¡Nacido en Matanzas, Cuba! ¡Campeón de peso pluma por el Consejo Mundial de Box y por la Asociación Mundial de Boxeo! Con un récord de 55 peleas ganadas, 40 de ellas por nocaut! ¡El ídolo de todo México, timbalero, cumbiambero y trovador! ¡Con ustedeeeees… “Azúcar”… Ultiminiooo Raaamooooos!
El público, que para entonces ya había ocupado casi todas las mesas, se levantó de sus asientos, alzó sus copas y aplaudió entusiasta el anuncio de la presencia de la leyenda del box. El grupo de música versátil secundó el júbilo con redoble de tambores y “glisandos” de guitarra.
El campeón emergió de su esquina practicando boxeo de sombra. Vestía un pantalón de casimir gris Oxford y una camisa de vestir azul cielo sin corbata. Impecable. Antes de ocupar el lugar de las congas levantó los puños como si se encontrara en un cuadrilátero y, por unos segundos, ejecutó algunos golpes sobre un combatiente imaginario. (…)
TA-RA-RÁN, TA-RA-RÁN, TA-RA-RÁN. El campeón fue haciendo intervalos cada vez más pequeños de silencio entre casa frase. Indefenso, el cuero de las congas soportaba una metralla de dobles corcheas. TUM, TUM, TUM, TUM gemía la conga al recibir el amplio repertorio de golpes. Por momentos parecía que el púgil, en estado de trance, confundía el tambor con el “sparring”.
¿Acaso el ring no es el escenario de una ópera trágica? ¿No son el box y la música un espectáculo y un jugoso negocio? Ambos convocan multitudes, ambos requieren de un largo entrenamiento. “El boxeo es ritmo, eso es todo, nada más importante”, decía Sugar Ray Robinson. El principio de una rítmica repetición: escalas y arpegios en el aspirante a músico, y “jabs” y “uppercuts” en el aspirante a púgil. Repetir y repetir hasta casi la anulación del alma. ¿Acaso no hay conciertos que dejan un sabor a derrota?
Envuelto por el delirio y una densa nube de tabaco, el público gritaba excitado, extasiado, “¡dale, campeón! ¡acábalo, campeón!” Y Ultiminio sudaba copiosamente mientras castigaba las congas con extremo rigor. El ídolo se entregó a su público y éste le correspondió batiendo rítmicamente sus palmas. Otros, eufóricos, golpeaban las mesas de lámina: “¡dale, campeón!, ¡acábalo, campeón!”, vociferaban. Por un momento, el viejo galerón parecía que no soportaría tal descarga de energía.
Nadie tocó la campana, pero de pronto el orquestador de cuarenta nocauts, el virtuoso de los puños, se levantó y se esfumó por la pequeña puerta por la que había llegado (…).