Vicente Rojo
Rojo y Pacheco, alumnos de una escuela imaginaria
Con ocasión del surgimiento de "Jardín de niños" en junio de 1978, con dibujos de Vicente Rojo y poemas de José Emilio Pacheco, apareció en Proceso el texto que se reproduce en seguida.CIUDAD DE MÉXICO (proceso.com.mx).– Con ocasión del surgimiento de Jardín de niños, libro publicado por ERA en junio de 1978 con dibujos de Vicente Rojo y poemas de José Emilio Pacheco, apareció en Proceso el texto que se reproduce en seguida. Para el poeta Marco Antonio Campos, Jardín de niños, “el fresco e ingenuo libro de Rojo y Pacheco, es un raro y bello acontecimiento pictórico-poético”.
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Hace 20 años, el pintor Vicente Rojo y el poeta José Emilio Pacheco se encontraron colaborando en el suplemento cultural de la revista Siempre!, que era dirigido por Fernando Benítez. Rojo acababa de llegar de su natal Barcelona, dejando atrás para siempre los horrores de una guerra y el estigma de ser republicano, y los viernes, días de formación, Pacheco se acercaba a él (o él a Pacheco, siete años más joven) y juntos conversaban largamente hasta que, llegada la noche, Rojo invitaba a cenar a su casa.
Nació así la amistad, de una “simpatía del tímido por el tímido”, según Rojo, y hoy vuelven a reunirse nuevamente en el trabajo, pero en una escuela imaginaria para evocar la infancia –irrestituible para ambos–, en El jardín de niños, magnífica edición de 20 serigrafías y 20 poemas cuyo costo (15 mil pesos) impedirá a Pacheco (él lo asegura) tener un ejemplar.
A finales de 1976 Rojo propone al poeta hacer el libro. Para fines del 77 Pacheco ya está trabajando, y en mayo de ese año Rojo comienza a entrever las posibles concordancias, y en base a ellas estructura el libro: pero las concordancias son accidentales, las infancias son muy distintas: Pacheco, por ejemplo, que ha publicado antes todo un ciclo de cuentos sobre el mar, de niño viajaba constantemente a Veracruz. “El mar era para mí, y lo sigue siendo, algo muy familiar”, ha dicho. Rojo, nacido en Barcelona, a la orilla del mar, no lo recuerda. Por eso los poemas de Pacheco en este libro abren y cierran con la evocación marítima.
Otro ejemplo: mientras que Rojo salpica sus cuadernos de estudio con la experiencia de la guerra, Pacheco tiene ésta “de segunda mano”: las noticias de la radio alertaban sobre un posible ataque japonés; los noticieros del “Cinelandia” de San Juan de Letrán, a donde el niño iba para ver caricaturas, estaban llenos de propaganda aliada. “México –recuerda José Emilio–, se salvó de la guerra”.
Rojo puntea la foto de una niña, la niña ideal amada, la que será su esposa. Pacheco, que se enamoró de muchas niñas, no lo dice, quizá porque el amor y la política son los temas donde es más difícil hacer algo nuevo, según cree, acaso con excesiva modestia. De cualquier forma, Pacheco recuerda: “No sé quién decía que el amor más trágico del mundo es el del niño, porque no tiene futuro: un niño de siete años que se enamora de una niña de diez, no tiene remedio”.
En su jardín de niños, Rojo y Pacheco se relacionan sólo por el tema del pasado y la amistad actual. En nada más coinciden: “No hubiera podido ser mi amigo de niño”, dice Rojo, infante antisocial. Y hoy, que tienen “la misma edad”, según expresó Pacheco en una conversación, se aclaran las diferencias pues Rojo envuelve sus terrores infantiles con elementos que no tuvo, los juegos por ejemplo (sus serigrafías son una “lotería” de juegos), y Pacheco aborda “la tragedia de recordar la infancia”, como ha dicho, o sea, “la infancia, imposible de revivir, vista por el adulto”, por más que en ella tuviera la pasión de llenar cuadernos de estampitas (logró, “cosa muy difícil”, completar el de toreros) y coleccionar grabados, uno de ellos, extrañamente, que Rojo admiraba de niño (pero que no se hubiera atrevido a coleccionar.)
José Emilio quería que el libro se llamara “Recuerdos”. Uno de ellos, el de la muerte de sus abuelos, es definitivo: su abuelo le enseñó a leer; su abuela “tuvo una influencia literaria fundamental en mi vida”, reconoce ahora y salda la “ingratitud”. Odiaba las matemáticas, de la misma manera que Vicente sólo amaba la geometría.
En una ocasión, una crítica hizo a José Emilio el siguiente comentario de uno de sus libros: “Demuestra un gran conocimiento de las matemáticas”. El poeta apuntó: “Es el elogio que más me ha gustado. Me parece fascinante, porque ignoro las matemáticas absolutamente”.
Vicente y José Emilio, durante la presentación del libro en la galería Juan Martín, rehuyen la cámara de Rogelio Cuéllar. La timidez natural de ambos impide muchas cosas, hasta las entrevistas, porque los dos parten de la idea de que su lenguaje está en sus obras. Pero la cámara los atrapa, como cuando a José Emilio la maestra de primaria le dejó esas famosas líneas de castigo: “No debo hablar en clase”.
–¿Cómo pudieron castigar a José Emilio por hablar en clase?
–Ese es el problema de los tímidos –responde Vicente–. Nunca hablan, pero cuando lo hacen los castigan.