Cine

"Una educación parisina"

"Una educación parisina" sería la película más equilibrada de Jean Paul Civey­rac sobre la tensión entre creación poética y discurso político.
sábado, 30 de octubre de 2021 · 21:51

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– El maestro Jean Paul Civey­rac, entrenado en filosofía y profesor de la Fémis (Escuela Superior de Artes de la Imagen y el Sonido), merece un lugar entre los realizadores preocupados por defender la noción del cine como arte, por pedante que suene, entre la música y la literatura; Una educación parisina (Mes provinciales; Francia, 2018) sería su película más equilibrada sobre la tensión entre creación poética y discurso político. El tinte autobiográfico le permite colocarse al interior de este relato de aprendizaje del estudiante que fue, y aprovechar la distancia del hombre maduro que es ahora.

Étienne (Andranic Manet), quien estudió filosofía en su natal Lyon, llega a París para estudiar cine en la Fémis, se crea un círculo de amigos con los que comparte departamento, todos llegaron de alguna provincia francesa; de ahí, en primer nivel, el título en francés, Mes provinciales; mucho tabaco, amoríos, triángulos y derroche de discusiones, elucubraciones y decretos acerca de qué debe o no debe ser el cine, si debe entretener, expresar la belleza o pugnar por cambiar el mundo… rescatar es el término preciso que emplea la militante Annabelle­ (Sophie Verbeeck).

En un riguroso blanco y negro, la fotografía de Pierre-Hubert Martin se mira como festín de matices melancólicos que configuran los rasgos del rostro de este héroe posromántico, entre el personaje famoso de un novela de Flaubert (La educación sentimental), y el Antoine Doinel de la saga de Truffault, pues esta educación parisina reconoce a la Nueva Ola Francesa como canon indispensable; música de Mahler, Éric Satie, Bach, se integra a la imagen y sostiene la atmósfera afectiva e intelectual, intimidad en la cama, ambigüedad amorosa, arrogancia y desprecio a todo aquello que no se eleve hasta la suma del cráneo de estos jóvenes que no saben cómo conectar con el corazón, dolorosamente al borde del abismo.

Según declara Civeyrac, Tengo veinte años (1965), la cinta de Marlen Khutisiev, realizador georgiano de culto, archi censurada por el régimen de Khrushchev (debido a la rebeldía de juventud que expresaba), sirve de inspiración para Una educación parisina. La estructura narrativa corresponde más a la de una novela que a la de una obra dramática, cuatro capítulos y un epílogo, con títulos como “El iluminado”, “La chica de fuego”, o el “Sol negro de la melancolía” dan cuenta del derrotero del héroe en este “bildungsroman” (género centrado en la evolución de un personaje), donde el papel mejor logrado es el de Mathias (Corentin Fila), su mentor y su Mefistófeles, satánico dogmático, sí, pero en el fondo aspirante a la pureza y a la perfección del cine.

Una educación parisina donde París, banalizado y turisteado en tantas películas, recupera una forma de encanto y misterio que sostiene ese segundo nivel que carga la Sorbona y la filosofía del título francés, y que corresponde a Las cartas escritas a un provincial, obra que le recomiendan leer los amigos de Étienne, aunque sí leyó Los pensamientos; y, sí, ni modo, hay que leer esas espléndidas cartas de Pascal para entender que se trata de una discusión entre la visión religiosa del jansenismo y la venalidad teológica de los jesuitas, sutil como sólo el gran matemático podía serlo, pero furibundo, en el fondo, contra el jesuitismo.

Léase: el cine como práctica rigurosa y ascética, o la concesión del entretenimiento comercial.

Crítica publicada el 24 de octubre en la edición 2347 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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