Antonio Salgado Borge
Reforma judicial: ¿cuál es el miedo?
Si modelamos el nuevo Poder Judicial a la imagen y semejanza de Morena no hay motivo alguno para suponer que este poder habrá sido saneado de la enorme corrupción que lo contamina actualmente.El presidente ha insistido en que la intención de su reforma judicial es terminar con la corrupción. En consecuencia, los únicos que tienen algo que temer son los jueces corruptos y los poderes económicos que se benefician de ellos. “¿Qué miedo van a tener, si lo que queremos es que se acabe la corrupción, desterrar la corrupción?”, dijo recientemente.
De acuerdo con algunos militantes de Morena, a la reforma judicial también le temen quienes piensan que AMLO busca establecer un régimen autoritario. El control del Poder Judicial por parte de megalómanos aspirantes a dictadores. Ejemplos los hay, literalmente, a diestra y siniestra. Esto es lo que han intentado hacer personajes que van desde Viktor Orbán a Nicolás Maduro, pasando por Donald Trump. Y hay quienes piensan que lo mismo aplica al caso de AMLO.
Me parece que no es necesario ser un juez corrupto, un empresario poderoso, ni pensar que AMLO quiere ser un dictador para temerle a la reforma planteada por el presidente.
Para ver por qué, empecemos tomando literalmente lo dicho por AMLO; es decir, que la idea de su reforma es, principalmente, terminar con la inaceptable y muy real corrupción del Poder Judicial como lo conocemos actualmente.
Desde esta perspectiva, el Poder Judicial está integrado por una camarilla de jueces corruptos que favorecen a los grandes capitales capaces de sobornarlos. La justicia y los intereses de las personas que no pueden lubricar los engranes de la corrupción judicial quedan en el más rezagado de los planos.
Las protestas encabezadas por personas que pertenecen a las élites económicas, incluidas muchas que se han beneficiado de la corrupción judicial, y de trabajadores de ese poder tan sólo conforman parte de la historia contada por el presidente.
Me parece un error intentar defender al Poder Judicial partiendo de la base de que esta narrativa no tiene mucho de cierto. Pero también considero que no hay razón alguna para suponer que el presidente dice la verdad cuando plantea que terminar con la corrupción es la intención principal de su reforma.
Nótese que bajo la propuesta de reforma judicial en manos del Senado, quienes mandan dentro del sistema de partidos terminarían seleccionando a todos los individuos que saldrán a las calles a buscar el voto de la ciudadanía.
Y es que, de acuerdo con esta propuesta, los tres poderes –Ejecutivo, Legislativo y Judicial– sugerirán nombres de posibles juzgadoras y juzgadores que serán revisados por un comité que, a su vez, dependerá de estos poderes. Son las personas seleccionadas a partir de este proceso quienes aparecerán en las boletas.
Ahora aceptemos que la corrupción de los mandamases del sistema de partidos mexicano es palpable. Lo importante aquí no es si es mayor o menor que la del Poder Judicial, sino que es un hecho tan evidente como documentado. Por ejemplo, quienes suelen obtener las candidaturas no son las personas más capaces o más honestas, sino quienes representan los intereses de estas élites.
Considerando lo anterior, sería ingenuo suponer que la corrupción de las élites partidistas no terminaría irrigando cada paso en el proceso para elegir a las personas que reemplazarán a las camarillas corruptas del Poder Judicial actualmente existente.
Alguien podría objetar que esto será evitado porque AMLO, un hombre honesto, es claramente quien tiene las manijas de los poderes Ejecutivo y Legislativo. Pero a ello se debe responder que, incluso si el presidente es honesto, todo lo dicho anteriormente aplica en el caso del partido que fundó y que en los hechos dirige.
¿Es la probidad de las personas que han llegado a puestos legislativos o ejecutivos a través de ese partido muy distinta a la de aquellas que lo han hecho vía PRIAN? Evidentemente no en un número suficientemente relevante de casos.
A ello hay que sumar que buena parte de quienes ocupan estas posiciones fueron, hasta hace muy poco, integrantes del PRI o del PAN con acusaciones serias de corrupción y de tener vínculos impresentables con poderes fácticos. Estas acusaciones eran utilizadas por Morena, con razón, para atacarles políticamente; pero terminaron borradas de un plumazo cuando los acusados se sumaron al proyecto del presidente.
Si modelamos el nuevo Poder Judicial a la imagen y semejanza de Morena no hay motivo alguno para suponer que este poder habrá sido saneado de la enorme corrupción que lo contamina actualmente. Es más, es predecible que un número importante de juezas y jueces sean exactamente los mismos que ocupaban estas posiciones antes de la reforma, siempre y cuando hayan hecho los amarres políticos necesarios para ser apoyados por el partido en el poder.
El argumento de que la reforma judicial existe para sanear al Poder Judicial de su corrupción no tiene pies ni cabeza. Un argumento más realista para explicar la intención de esta reforma pasa por plantear que ésta existe para fortalecer al gobierno ante los poderes económicos que han dominado a México por décadas.
Me parece un acierto reconocer que durante los sexenios anteriores se ha debilitado al gobierno, al punto de que los grandes capitales pueden hacer y deshacer a su antojo. Ésta es, en buena medida, la esencia del neoliberalismo. Quienes pagan los platos rotos son las personas con menos ingresos. Y para quienes nos encontramos en el lado izquierdo del espectro ideológico, esta situación es inadmisible.
Sin embargo, también es cierto que existen dos razones para plantear que es una mala idea fortalecer al Estado mediante el acaparamiento de un poder por parte de un grupo político. La primera razón es que, de mantenerse el entorno de corrupción como el descrito arriba, no existe incentivo alguno para que este grupo no utilice ese poder casi exclusivamente para su propio beneficio. La segunda es que ese poder puede ser empleado para cerrar las puertas a cualquiera que no se incline ante el grupo político que lo controle.
Se podría objetar que si la reforma implica el cambio de un dominio de viejas élites económicas por nuevas élites políticas, la población excluida no perdería gran cosa. Por el contrario, cuando menos lograría castigar a los dueños de un sistema que claramente les ha dado la espalda.
AMLO lo sabe, por eso personaliza los ataques y se centra en figuras como Claudio X González, el empresario corruptor, o Norma Piña, la jueza corrupta. No me interesa aquí defender a González o a Piña –muchas de las críticas en su contra parecen acertadas–. Para efectos de este análisis lo relevante es que es muy útil canalizar el resentimiento contra personas y no contra abstracciones.
Una reforma judicial integral es indispensable. Pero su importancia amerita proyectos serios, bien pensados y sustentados en evidencias. Los ejemplos exitosos de Estados fuertes y poco corruptos son aquellos donde existen sistemas que garantizan que las instituciones estén por encima de las personas o grupos políticos que pasan por ellas.
En este sentido, es profundamente injusto pretender que estamos atrapados entre dos opciones inaceptables. Es una vergüenza que durante décadas el sistema judicial haya quedado, de facto, en manos de grandes capitales. También lo es que el PRIAN no haya sido capaz de plantear una alternativa decente y que la ministra Norma Piña haya presentado la suya al cuarto para la hora.
Sin embargo, es igualmente vergonzoso que Morena haya presentado un proyecto que acepta sin reparos la corrupción y que busca fortalecer al Estado sin el más mínimo reparo en sus efectos.
El borlote generado por la reforma judicial de AMLO ha puesto de manifiesto que necesitamos una reforma con urgencia. Y que Morena no tiene pretexto presentable para no hacer una pausa y busca construir, con el cuidado que merece, un proyecto que establezca, de una vez y por todas, un marco institucional de justicia blindado ante todo tipo de intereses.
Confieso que me encanta la idea de que en México contemos con un Estado capaz de limitar la influencia de los grandes capitales y que a quienes han abusado del poder se les termine la fiesta.
Pero también puedo reconocer que esa satisfacción durará muy poco si terminamos reemplazando a un puñado privilegiado por otro, y que el riesgo de hacerlo es abrir las puertas, sin pensarlo, a la posibilidad de un régimen autoritario en el futuro o en el presente. Y para temerle a este escenario no hace falta llamarse Norma Piña o Claudio X.
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*Profesor Asociado en la Universidad de Nottingham, Reino Unido.