El Principito aterriza en la Terminal 2
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La discusión sobre el Nuevo Aeropuerto Internacional de México me puso a pensar en Antoine de Saint-Exupéry, cuya pasión no era escribir sino pilotear aviones. Cuando su avión se esfumó el 31 de junio de 1944, los franceses lo convirtieron en un mártir de la lucha antinazi y, a pesar de que no tiene tumba, llenan en cada aniversario aeropuertos y calles con su nombre. Es curioso cómo actúan los mitos cuando se les extirpa la historia: en vida, sus libros fueron prohibidos por los nazis, pero también por De Gaulle, el apóstol de la liberación francesa. Como la nación entera, Saint-Exupéry fue ambivalente en su lejano apoyo al gobierno de ocupación de Vichy, pero también creyó que De Gaulle era “el nuevo Hitler”.
El misterio de la desaparición del autor de El Principito es épico y cursi –los dos atributos prohibidos para el “buen gusto” del siglo XX– e incluye el descubrimiento, en 2008, de un brazalete en el mar con los nombres de Saint-Exupéry y de su esposa Consuelo. Ella es “la rosa” que El Principito cuida en un asteroide B-612 y le permite reflexionar sobre la infidelidad –las otras flores–, además de sobre la sociedad de consumo, la soledad, el aburrimiento creativo, y la infancia.
Antoine de Saint-Exupéry pertenecía a una familia de un abolengo rastreable al siglo XII y Consuelo Suncín era una salvadoreña, viuda doble a los 30 años, y amante de José Vasconcelos. En sus Memorias, el narrador mexicano se refiere a ella como “Charito”, mujer “de lengua viperina y cuerpo musical”, “una Scherezada tropical”, y narra los celos que le provoca. No era para menos. En su exilio en París donde el candidato defraudado a la Presidencia, Vasconcelos, escribe La Tormenta, ella se lía con un diplomático guatemalteco que representa a la Argentina en Francia, Enrique Gómez Carrillo, y tiene un breve rebote con el poeta Gabriele D’Annunzio, al que ya conocía. Así, Consuelo conoce la bisexualidad y el sadomasoquismo, hasta donde un celoso y vengativo Vasconcelos nos deja entrever. De Saint-Exupéry y Consuelo se conocen en 1930, cuando el escritor trabaja como piloto aviador del servicio postal para Argentina cuyo gobierno está abriendo las rutas aéreas hacia la Patagonia. Ella está ahí para cobrar la enorme herencia que Gómez Carrillo le ha dejado y que le permitirá, no sólo mantenerse por sus propios medios, sino poseer una mansión en la Costa Azul. En su largo matrimonio, Exupéry, con más ligereza para las infidelidades y “libertinajes” que el severo José Vasconcelos, verá la fortuna de su familia mermar con la crisis del 29 y el inicio de la Segunda Guerra, mientras que Consuelo podrá entrar y salir de Europa, alquilar casas en Nueva York, y beber champaña todas las noches. Pero el clima racista que permitió el antisemitismo en toda Europa no le es ajeno a la familia de Saint-Exupéry cuando decide avisarles que se ha casado con una doble viuda nacida en una plantación cafetalera en un pueblo llamado Armenia, del Departamento de Sonsonate, en El Salvador.
–Casarse con una india americana –le reprocha Simone, su cuñada– es peor que hacerlo con una judía.
De Saint-Exupéry y Consuelo mantendrán en secreto su matrimonio y vivirán casi siempre en casas separadas. El Principito es un libro del exilio en Nueva York en el que “la rosa” es Consuelo, única y dura en la superficie de sus propias debilidades, y “el zorro”, el amigo que le enseña el valor de la amistad es Denis de Rougemont, que está escribiendo su ensayo Amor y Occidente, en el que sostiene que el amor romántico es una invención de la lejanía y el extrañamiento entre los caballeros medievales y sus doncellas; un producto de la distancia. Los tres discutirán en las sobremesas del exilio en Nueva York sobre versiones distintas del amor: el placer de los cuerpos, el amor provenzal de Los Cruzados, y la idea más moralmente alta de Saint-Exupéry quien, no obstante la cacareada devoción por su “rosa”, tendría muchas amantes, entre ellas una de sus primeras biógrafas, Nelly de Vogué. Denis de Rougemont le propondrá a Consuelo hacerse amantes, pero ella le responde en su estilo de “Condesa del Cinematógrafo”:
–Eres demasiado protestante.
Consuelo Suncín Sandoval-Zeceña, tras el divorcio con Antoine escribió un testimonio amargo de sus 13 años con el escritor y que hoy se llama Memorias de La Rosa. El manuscrito estuvo escondido desde 1947 hasta el año 2000, entre otras razones porque ahí Consuelo retrata a un esposo infantil, egoísta, despilfarrador del dinero ajeno, incierto en sus amores, y que la internó a la fuerza en un hospital psiquiátrico para quedarse con la fortuna que ella había heredado. También dice que no era un gran piloto y hace el recuento de sus accidentes aéreos por todo el mundo. Esto último es grave porque el héroe de la aviación aliada contra Hitler quizás no fue derribado por los alemanes –al menos tres exaviadores de la Luftwaffe se han atribuido el haberlo abatido en vuelo– y desapareció por su impericia. Un grafólogo se puso a comparar la letra del formulario con el que Consuelo registró los derechos de autor y descubrió que no coincidían con la letra de las cartas de amor. La manuscrita es más parecida a la de Denis de Rougemont. El muy zorro.
Lo que se sabe de Antoine de Saint-Exupéry antes de su desaparición es que, como uno de los solitarios habitantes de uno de los planetas que visita El Principito, es que se encontraba en un momento de gran afición por el cognac. Sin poder voltear el cuello y lleno de dolencias de los huesos por los varios accidentes aéreos que padeció, el escritor estaba suspendido de sus labores aeronáuticas. Hasta que, por intercesión de Eisenhower, regresó a su escuadrón, el 2/33. Un día antes de su desaparición, dejó notas sobre qué hacer en caso de que muriera en acción, donó su ajedrez y, lo más importante para un escritor, su máquina de escribir. No estaba en la lista para despegar ese día pero nadie se dio cuenta de que se puso el traje de oxígeno, se metió a un avión, y despegó con rumbo a Marsella. Los Aliados estaban a punto de desembarcar en Normandía y todo indicaba que la guerra terminaría en pocos meses. No se requerían más acciones de reconocimiento aéreo. El 7 de abril de 2004 los restos del avión y la matrícula de Antoine fueron recobrados. La aeronáutica forense francesa decretó que el avión se había precipitado al mar en forma horizontal a 800 kilómetros por hora. No se descartó, por supuesto, el suicidio.
Saint-Exupéry, dos años antes de redactar El Principito, estuvo varado en Portugal en espera de una visa para exiliarse a Estados Unidos. Ahí escribió sobre sus tres años perdidos en el desierto del Sahara, Cartas a un rehén.
“Todo está polarizado. Cada estrella muestra una dirección real. Son todas las estrellas de Los Reyes Magos. Todos ellos sirven a su propio Dios. Éste marca un pozo distante, difícil de alcanzar. Y la distancia a ese pozo pesa como una muralla. Ese denota la dirección de un pozo seco. Y la estrella en sí parece seca. Y el espacio entre la estrella y el pozo seco no disminuye. La otra estrella es un letrero al oasis desconocido que los nómadas han elogiado en las canciones, pero que la disidencia te prohíbe. Y la arena entre usted y el oasis es un césped en un cuento de hadas. Ese otro muestra la dirección de una ciudad blanca del sur, que parece tan deliciosa como una fruta para masticar. Otro punto al mar. Por último, este desierto está magnetizado desde lejos por dos polos irreales: un hogar de la infancia, que permanece vivo en la memoria. Un amigo del que no sabemos nada, excepto que él existe. Entonces te sientes tenso y animado por el campo de fuerzas que te atraen o repelen, te suplican o te resisten. Ahí está, bien fundado, bien determinado, bien establecido el centro de las direcciones cardinales. Y como el desierto no ofrece riquezas tangibles, ya que no hay nada que ver o escuchar en el desierto, uno se ve obligado a reconocer, ya que la vida interior, lejos de quedarse dormida, está fortificada, que el hombre está primero animado por invocaciones invisibles. El hombre es gobernado por el Espíritu. En el desierto, valgo lo que valen mis divinidades.”
Y, como escribió tiempo después, “lo esencial es invisible para los ojos”.
Esta columna se publicó el 1 de abril de 2018 en la edición 2161 de la revista Proceso.