La risa de Hawking
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En un ensayo de 1961, George Steiner alertó sobre el gradual abandono de la palabra para expresar el mundo. Este camino sin retorno hacia el silencio estaba ejemplificado por tres actividades que le preocuparon porque ya no necesitaban, según él, del texto como garante de verdad: las matemáticas, las artes conceptuales y la política. Un cuarto de siglo después, la primera de estas actividades, con la física cuántica al frente, lo sorprendían: La historia del tiempo de Stephen Hawking vendió 10 millones de ejemplares en un breve lapso. La intraducibilidad del mundo a palabras entró en una suerte de tregua.
Esta semana murió Hawking y muchos de los que leímos sus textos y vimos sus programas de televisión –mi entusiasmo proviene de que sé que no los alcanzo a comprender del todo– recordamos cómo este hombre cambió la imagen que tenemos de la misma pregunta que se hizo Aristóteles: ¿por qué existe esto y no la Nada? A Hawking le debemos haber restablecido un inicio del tiempo, el Big Bang. Resultó tranquilizador saber que podemos seguir narrando el Universo porque tiene principio y final, y que la textura básica de la materia no sólo es igual en todos lados, sino que se comporta de formas distintas simultáneamente. Que una partícula pueda entrar por una rendija como ente, haz de luz, y los dos al mismo tiempo, hace de lo sincrónico algo inteligible. Si nos angustiaban los hoyos negros que se tragan el tiempo a su alrededor, Hawking estuvo ahí para calmarnos: los agujeros negros también se disuelven, hay un fin del fin de una estrella colapsada cuya masa se traga hasta a la luz. El restablecimiento de una narrativa del cosmos se nutrió de una colaboración con los escritores. De hecho, el nombre “agujero negro” es una creación de una periodista del Science News, Ann E. Ewing, y el “quark”, esa partícula mínima, está tomado de uno de los desvaríos lingüísticos de James Joyce. La forma en que hoy leemos los laberintos de Borges, los ríos de las conciencias de los visitantes del faro en la novela de Virginia Woolf, y los últimos textos de Don De Lillo, el iniciador de Paul Auster en el poder literario de las coincidencias, le debe mucho al Universo de Hawking. Agregó como discurso de verdad la idea de un tiempo que no es lineal, tampoco cíclico, ni en espiral ascendente, sino un cono de luz en cuyas paredes el tiempo no transcurre igual para todos; idea que hace visible la relatividad de Einstein. Las ideas de Hawking hicieron que la astrofísica recobrara su sentido de imaginación y aventura: el viaje en el tiempo usando la propia estructura sincrónica del espacio, cómo serán los seres que habitan otros planetas, o la supuesta concordancia entre los relatos bíblicos y, en realidad, de casi todos los génesis mitológicos con un inicio y un final basado en la ciencia. A diferencia de otros siglos, hoy, cuando miramos el cielo, sabemos que estamos mirando el pasado, y cuando lo escuchamos podemos atisbar los ruidos de su origen, del alarido naciente del tiempo.
La capacidad de estas nuevas narraciones, especulaciones, y charlas que validó Hawking hicieron que se pudiera hablar del Universo como se habla de política y de futbol, es decir, basados una vez más en nuestras percepciones, intuiciones, aspiraciones, y casi nada en las matemáticas. Hawking incluso aceptó participar en una comedia de situaciones, The Big Bang Theory, que de algún modo reivindicó el arquetipo del científico que vive fuera del mundo y que se mueve en estratos jerárquicos en cuya cúspide está el físico teórico. Esta reivindicación de lo que hoy llamamos “nerd” o “geek” y que antes fue “teórico” es tan vieja como una historia de Tales de Mileto que Hans Blumenberg, en La Risa de la Muchacha de Tracia, usa para describir nuestra relación entre la vida y el pensamiento “de las cosas que nos trascienden”. La historia es muy sencilla, aunque no simple:
“Un astrónomo se impuso como norma salir de su casa cada noche para observar las estrellas. Una vez, cuando merodeaba por los alrededores de la ciudad, con toda la fuerza de su espíritu concentrada en el cielo, no se dio cuenta de que había un pozo y se cayó dentro de él. Entonces gritó de dolor y pidió socorro. Una criada de Tracia pasaba por ahí y le oyó, se acercó, vio lo sucedido y le dijo:
“–¿Así que eres uno de esos que quiere ver lo que hay en el cielo pero hace caso omiso de lo que hay abajo de sus propios pies?
“Sin que el astrónomo pudiera contestarle, la muchacha de Tracia se echó a reír.”
Esta historia que retoma Sócrates en los escritos de Platón y que ambos atribuyen a Tales de Mileto, describe la distancia entre los puntos de vista del hombre común y el científico. Hay, en efecto, un abismo entre la preocupación por los asuntos humanos y la proximidad de la vida cotidiana. Sin duda Sócrates estaba haciendo una interpretación de su propia posición en la ciudad que lo criticaba por no tener el punto de vista del resto y que acabaría por ordenarle su suicidio. Por eso quien se ríe del teórico es una criada, es decir, una esclava que no necesita mirar el cielo porque cree en los dioses. La muchacha de Tracia es todo aquel que cree que el saber debe tener una utilidad práctica, que la sensatez debe reinar sobre la sabiduría, que no tiene ningún sentido la especulación imaginativa sin el realismo del pozo.
La metáfora vuelve cuando Copérnico defiende su teoría de los astros: los pies nos dirían que la Tierra no se mueve, pero mirar y medir el cielo nos dice que todos los planetas se mueven en elípticas. Lo empírico no es la única fuente de la verdad. La jerarquía católica tomará entonces el lugar de la criada burlona para decir que, aun cuando el cielo tenga leyes, éstas son competencia del Creador. La duda y la curiosidad no ayudan a vivir con tranquilidad. Es mejor no saber, no preguntarse, y dejar esos temas celestes en honor a una modestia de la ignorancia. O, en el caso del romanticismo, si algo está fuera de la vista, es porque jugar con él nos acarreará una tragedia. Piénsese en Frankenstein y su monstruo o en Einstein y la bomba atómica. Hoy, los genes y la búsqueda de la partícula elemental.
En la historia de la muchacha de Tracia y el astrónomo hay una metáfora sobre los indiferentes y los absortos. La criada sabe su risa y el astrónomo sabe su propia ignorancia. Una está segura de sus pies; el otro, lleno de dudas. Una tiene derecho a burlarse; el otro, a sustraerse de lo cotidiano. Hay, entre indiferentes y absortos, dos tipos de distracción: ¿qué puede pensarse sin verlo y qué verse sin pensarlo? La especulación, la conjetura del astrónomo se distancia de lo que se acepta como dado. Lo que se piensa aunque no puede verse es la teoría. Lo que puede verse sin pensarlo es la rutina de la propia vida de la criada. La muchacha de Tracia no puede ver que el astrónomo se ha caído en el pozo por preguntarse algo que a ella también le interesaría: ¿cuál es tu lugar en el mundo? ¿Acaso no sabes que tu propia existencia no está determinada solamente por lo que te es inmediato? Saberlo no le sirve de nada a la criada pero podría darle un sentido de trascendencia a su miserable vida resignada a los caprichos de los dioses. Ver el pozo a sus pies podría servirle al astrónomo para no quedar sepultado en el lodo. Atrapado en su silla de ruedas y hablando a través de una computadora, Stephen Hawking encarnó a ese ser a la fuerza arraigado, inmovilizado, pero absorto en la reflexión sobre lo distante.
Una de las búsquedas esenciales de Hawking y de su generación de físicos teóricos es la misma que la de Tales de Mileto, Sócrates y Platón. Él trataba de encontrar “La Teoría del Todo”, es decir, un lenguaje matemático que diera cuenta tanto de los fenómenos cósmicos como de los de las partículas. Es como si, siguiendo nuestra metáfora, se pudiera observar el cielo reflejado en el agua del pozo. Los atenienses creían en la frase atribuida a las musas: “Todo proviene de uno y volverá a disolverse en lo mismo”. Tales, al igual que Hawking, buscaba una verdad unificadora para combatir el griterío de los dioses. La filosofía, después de todo, es una lucha contra el mito por el dominio de la verdad. Tales pretendía enlazar el sentido de su ciudad, es decir, la política, al cosmos para alejarlo del mito y de la autoridad de los sacerdotes. Platón y Sócrates buscaban lo mismo, tratando de deducir de la moral una forma de organizar la ciudad. Como sabemos, todos fracasaron. La ciencia tuvo desde entonces esa vocación de abarcar todo lo conocible. La filosofía se distanció de ella al proponer sólo ciertos asuntos como dignos de ser conocidos. Pero siguen teniendo el lazo de su origen siamés: preguntarse por cosas inútiles, es decir, por asuntos inaccesibles desde la vida cotidiana, por ejemplo: ¿qué es una cosa?
Ver es pensar una lejanía. En efecto, a veces el astrónomo caerá en el pozo de lodo, casi como pago por la suerte de dedicarse a dudar sobre todo lo que nos trasciende. Pero la criada de Tracia no sabe que ella misma ha caído en el pozo que tiene bajo su cabeza, la bóveda celeste. Uno sabe que ha caído. La otra, lo ignora. Ella se ríe en presencia de lo que no entiende. El astrónomo acaso debería también reírse de la muchacha.
Tales de Mileto logró una sola vez utilizar la ciencia para los fines de su ciudad: predijo un eclipse. Fue agradecido por los políticos por contribuir a tranquilizar a los ciudadanos que creían que era el fin del mundo. Pero un general lo criticó por predecirlo:
–Los medos y los lidios –le reprochó– por ese mismo eclipse dejaron las armas en una guerra que, de otra forma, no habría tenido fin.
Tales y Hawking habrían respondido como los optimistas que fueron: creemos en un ser humano que pueda dejar de hacer la guerra por otros motivos que el simple pánico a la muerte.
Esta columna se publicó el 18 de marzo de 2018 en la edición 2159 de la revista Proceso.