Ese año nuevo en Lecumberri
Heberto Castillo, ingeniero y político de izquierda, en 1988 declinó su candidatura presidencial en favor de Cuauhtémoc Cárdenas y fue un personaje clave desde su cargo de senador de la república en los diálogos de paz entre el gobierno de Carlos Salinas de Gortari y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Colaborador de esta casa editorial, hoy 5 de abril se le recuerda en su 20 aniversario luctuoso.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- —¡Un veinte, patroncito! ¡Un dulcecito pal “refine”, no sea malo!
A los pies del visitante cae, atada a un cordel, una pequeña cesta que cabe en la palma de la mano. Tres pisos arriba, por entre las rejas de una celda de castigo, hecho un ovillo, un reo tira del cordel cuando obtiene la ayuda que pide a los visitantes que van los domingos a la cárcel de Lecumberri. Maestros y estudiantes de universidades nacionales y extranjeras acuden esos días a las crujías M, N y C, para saludar a los detenidos con motivo del Movimiento Estudiantil Popular de 1968.
Después de fumar mariguana, el organismo requiere azúcar, por lo cual los dulces para el “refine”, como dicen los consumidores, son muy preciados por los presos Un verdadero tesoro.
El consumo de mariguana es frecuente en Lecumberri y su tráfico produce espléndidas ganancias a las autoridades del penal. Para conseguir la yerba sólo hace falta dinero y los presos más pobres se juegan la vida por un carrujo y están dispuestos a realizar cualquier “encargo” con tal de no verse privados de ella.
Los presos comunes o simplemente “comunes”, consideran influyentes a los presos políticos encarcelados por el conflicto de 1968 y nos saben con poder ante la opinión pública. Frente a las rejas de los “comunes” más pobres pasan frecuentemente canastas llenas de alimentos que nos mandan familiares y amigos. En su mayoría los presos no tienen visitas, ni menos envío de alimentos. Muchos han sido repudiados por sus familiares y a veces olvidados por completo.
Los presos ricos, en cambio, tienen muchas facilidades que pagan sin excusa ni pretexto. Las celdas que ocupan están alfombradas y cuentan con todos los servicios. Se encuentran al frente de las crujías rectangulares y tienen servicio de cocina y bar. Cuando lo desean, reciben visitas femeninas o masculinas, según las mañas del preso. La estancia en Lecumberri les cuesta más que el más lujoso hotel del mundo. Detrás de las celdas de lujo están las de “primera”, limpias y con un solo reo en cada una de ellas. Al fondo, están las “colonias” donde hasta ocho presos deben compartir, hacinados, una celda construida para albergar a dos personas.
A los presos ricos se les llama en el penal “cacarizos” o “gargantas”. Los presos del 68 son los “estudiantes” sin importar que sean jóvenes, maduros o viejos, como los hay. Para los “comunes”, los estudiantes tenemos muchas de las ventajas de los “cacarizos” aunque entienden nuestra influencia no se debe al dinero sino a un poder político que tuvo su mejor expresión cuando en 1968 una multitud vociferante se reunió en las puertas de Lecumberri pidiendo la libertad de los que Díaz Ordaz había encarcelado.
Para contrarrestar la influencia de los “estudiantes” en el penal, las autoridades buscan enfrentarnos con los “comunes” y para lograr que nos vean mal, aprovechan la extrema miseria de las mayorías y les ponen a los ojos todos los envíos que recibimos de fuera. Los “comunes” saben así que en nuestras celdas hay muchas cosas que ellos añoran.
En la crujía A que alberga a los reincidentes hay un preso joven, con muchos ingresos al penal, drogadicto y fumador de mariguana empedernido. Lo apodan “el gusano”. El “mayor” de la crujía que como en todas las de presos comunes es un preso “garganta” al servicio de las autoridades del penal y del tráfico de droga, que gobierna su crujía con mano de hierro lo mantiene encerrado la mayor parte del tiempo en una celda de castigo del último piso de la crujía.
Es el “gusano” quien pide ayuda por las mañanas arrojando su cestita. Los sistemáticos envíos de dulces que le hago nos han hecho amigos, aunque sólo conozco su voz pues su rostro no se distingue entre las rejas del obscuro calabozo a diez metros de altura del pequeño jardín de mi crujía. Primero me decía patroncito, después güerito.
Alguna vez fui a la enfermería de la cárcel, y un preso andrajoso, con el rostro tumefacto, me dijo confianzudo:
—Güerito, ¿trae dulces?
Reconocí su voz. Le di una moneda
—¿Por qué te dicen “gusano”? pregunte.
—Por jodido y arrastrado, ¿por qué otra cosa había de ser?
Supe entonces que está preso porque “se porta mal”, que sufre convulsiones, que está abandonado por su familia y que no recibe tratamiento médico alguno. Cuando entra en crisis por falta de droga, que es casi todos los días, lo encierran en esa celda, amarrado a la litera superior y entonces se golpea contra las paredes y rejas y sus desgarradores gritos pidiendo la muerte se oyen por todo el penal.
No lo volví a ver. Pero su cesta caía a mis pies casi todas las mañanas. Unas veces le enviaba dulces, otras dinero. Pero siempre le daba algo.
Llegó el año nuevo de 1970. Diciembre había sido de tensión pues la mayoría de los “estudiantes” se habían declarado en huelga de hambre para presionar al gobierno y tratar de hacerle respetar las leyes que obligan a la autoridad judicial a dictar sentencia en un plazo no mayor de un año; todos los presos del 68 tenían más de un año sin recibir sentencia.
La huelga de hambre al primero de enero llevaba ya 21 días y había despertado simpatía para los presos dentro y fuera del país, y Díaz Ordaz buscaba todos los medios para romperla.
El primero de enero fue día especial de visita general y los presos departimos con nuestras familias y con los amigos que fueron a Lecumberri. Después de las cinco de la tarde los visitantes abandonaron la prisión dejándonos más tristes que otras veces pues a la debilidad producida por la huelga de hambre se sumaba la depresión natural que causa en un reo despedir a los amigos y quedarse solo de nuevo en prisión. En Lecumberri la salida de las visitas es lenta siempre, pero más en días tan señalados y concurridos como el año nuevo.
Oscurecía ya cuando escuchamos a lo lejos voces de niños y mujeres. Alguien lejos voces de niños y mujeres. Alguien gritó desde la reja de entrada a la crujía.
—Detuvieron a las familias a la entrada ¡Las están agrediendo!
La angustia cundió entre presos y a pesar de la debilidad por el prolongado ayuno, no faltó quien decidiera ir en auxilio de sus familiares saltando la verja que separa la crujía M del pasillo circular que llamamos redondel. Contra lo que era de presumir, los guardias no dispararon contra quien saltaba y entonces salieron más “estudiantes” que avanzaron sobre el redondel con rumbo a las oficinas del penal.
Algunos quisimos hacer ver a nuestros compañeros que se trataba de una provocación y que nada podíamos hacer por las familias si ellas estaban detenidas a la entrada. No hicieron caso, la mayoría salió.
A poco, los gritos de niños y mujeres se mezclaron con gritos de hombres. Ocurrió que las autoridades penitenciarias sólo habían esperado que algunos presos políticos saltaran la verja para lanzar a cientos de presos comunes “comisionados” para atacarnos.
Pronto regresaron corriendo algunos compañeros a la crujía, perseguidos por presos comunes drogados, enfurecidos y armados con palos y tubos. Todos nos refugiamos donde pudimos. La crujía M es circular y las celdas tienen planta en forma de sector circular, algunas con reja a la entrada y por encima, de manera que los presos confinados en ellas quedan enjaulados. Otras no tienen reja arriba.
Cuando miramos llegar a los “comunes” enfurecidos, blandiendo palos, tubos, cuchillos y hasta machetes, pensamos en nuestro fin. Para tratar de salvar la vida algunos decidimos ir al pequeño torreón que se levanta al centro de la crujía pues, desde arriba, podríamos contener a los atacantes por muchos que fueran ya que la escalera de acceso sólo permite el paso a una persona. Cuando nos dirigíamos al torreón, los guardias empezaron a disparar encima de nuestras cabezas de tal suerte que varios disparos chocaron contra los muros de piedra cayendo a nuestros pies las balas de plomo achatadas. No nos quedó otra alternativa que refugiarnos al fondo de nuestras celdas y tratar de impedir el paso a los atacantes.
Estábamos inermes
Mi celda tenía reja por arriba de tal suerte que cerrando la puerta de entrada, que es de acero, con el apando —ese pedazo de fierro que usamos los presos para aislarnos de los demás— podíamos resistir un buen tiempo y, con suerte, evitar que los “comunes” entrarán a nuestra celda. Pusimos el pedazo de fierro a manera de candado doblándolo todo lo que pudimos para hacerlo más efectivo Y quedamos resguardados en la celda 26, nueve compañeros.
Una y otra vez pretendieron los atacantes forzar el apando sin lograrlo Nos llenaban de insultos y nos decían que si no abríamos romperían la puerta y nos matarían.
Desde una pequeña puerta la lámina que separaba mi dormitorio del pequeño patio triangular que aloja al lavabo y al excusado, observaba angustiado la barra de fierro resistir los empujones Era ya de noche pero las antorchas que llevaban los asaltantes iluminaban el patio Desde la azotea de la celda nos tiraban piedras envueltas en estopa ardiendo, pero la ventana superior tenía lámina de plástico y no vidrio y los proyectiles no entraban.
Y el apando resistía y resistía.
Veíamos pasar corriendo compañeros perseguidos por los comunes y las antorchas y los gritos daban vueltas y vueltas por el pequeño corredor que circunda al torreón. Fueron minutos que se hicieron siglos.
El apando cedió de pronto y los presos se precipitaron sobre la débil puerta de lámina. Todavía resistimos un poco deteniendo con los cuerpos la puerta que se abrió violentamente.
Topé con rostros de mirada extraviada que insultaban y amenazaban. Detrás venían muchos “comunes” armados con “puntas” y tubos. Encabezaba el grupo el “cuero”, torvo sujeto preso por matar de 47 puñaladas a su mujer según era fama en la cárcel y al que, por fortuna, de vez en cuando invité un refresco en la tienda del redondel. Caminando hacia atrás traté de calmarlos sacando serenidad de donde pude. Mi espalda topó con la pared de la celda. Le dije que éramos sus compañeros, que sus enemigos eran las autoridades, que si habían tomado el penal podían salir libres, aunque yo sabía que no era así pues los guardias protegieron su ataque a nosotros pero siempre los vigilaron para que no salieran.
No me hicieron caso. Pero mis palabras calmaron su ira. Querían poseer algo pues nada tenían. Sabían que no podían escapar. Estaban comisionados para asaltarnos. Nada más. El “cuero” ordenó:
—¡Todos contra la pared! ¡Venga la marmaja!
Señalándome les dijo:
—¡Al ingeniero no lo tocan!
Volví entonces a pedirles calma. No haríamos resistencia. Si querían nuestras pertenencias podían tomarlas. No éramos sus enemigos, insistí.
Empezó el saqueo. Todo se llevaron pero no nos tocaron. Cargaron con ropa, libros, radio, fotografías, revistas, tablas que servían de libreros, cama, focos, cables de luz. Sólo dejaron algunos periódicos y el cuadro al óleo que yo pintaba, que había caído al suelo y sobre el cual me paré mientras estuvieron en la celda los asaltantes. Esa banda salió al fin, pero llegaron otras que también querían su parte del botín. Como nada había, dijeron:
—¡Fuera zapatos, fuera ropa!
Quedamos al fin semidesnudos. Alguien salvó la camisa rota, otro un pantalón raído, yo un viejo suéter. La vida la salvamos todos.
Al no encontrar más bienes, los “comunes” abandonaron la crujía protegidos, como siempre lo estuvieron, por los guardias armados que sólo dispararon para impedirnos llegar al torreón.
Ya solos, hicimos el recuento de compañeros. Faltaban muchos. No sabíamos si estaban heridos, si habían muerto o si estaban en otra crujía de presos políticos. Alrededor de la nuestra, la M, montaron guardia los asaltantes que festejaban su triunfo. Las antorchas iluminaban la cárcel.
Esa noche fue de terror: los “comunes” permanecieron rodeándonos sin que los guardias los metieran al orden. En las celdas no había luz alguna. Sólo veíamos pasar las antorchas por el redondel. Temíamos que los “comunes” volvieran a entrar pues si lo hacían, como ya nada teníamos, de seguro iban por nuestras vidas.
La noche era fría y nuestro miedo la hacía más fría aún. No teníamos con qué cubrirnos. Así que recogimos los periódicos que habían quedado esparcidos en las celdas y los pusimos a manera de cama en una celda con jaula. Sobre esa cama de papel pasamos la noche amontonados, 10 a 12 personas temblando más de miedo que de frío. Yo salía varias veces para comprobar sólo que los “comunes” seguían rondando. Casi al amanecer se fueron. Corrieron rumores que nos traían guardias amigos: había muertos y heridos.
Amaneció.
Salí entonces al pequeño jardín que da acceso al redondel. No había ya ningún preso común alrededor de la crujía. Habría que esperar ayuda del exterior. ¿Vendría alguien? ¿Lo dejarían entrar?
Pensando en eso estaba cuando cayó a mis pies la cestita del “gusano”. Volví la vista hacia arriba para reclamarle. El sabía del asalto. Quizá había participado. ¡Grandísimo cabrón! ¿Cómo se atrevía?
Vi su brazo agitarse arriba. Su rostro se adivinaba pegado a los barrotes.
—¡Güerito, hace frío, ái le mando unos dulcecitos pa que se caliente!
Este texto se publicó el 30 de diciembre de 1978 en la revista Proceso.