Desde las agitadas calles de Petrogrado
Marinos y soldados confraternizan con trabajadores, revolucionarios armados enfrentan a la policía e incendian cuarteles y palacios, en medio de tiroteos se suceden momentos de tensión y estados de euforia colectiva… La periodista Amélie Néry, corresponsal de Le Petit Journal y La Revue des Deux Mondes, reporta desde Petrogrado la vorágine de una revolución irrefrenable. En 1918 reunió sus textos –que firmaba con el seudónimo de Marylie Markovich– en La Revolución Rusa vista por una francesa, libro que ahora, con motivo del centenario de ese hecho histórico, se reedita en París y del cual se reproducen algunos fragmentos.
Jueves 23 de febrero. El sol brilla y suave es la temperatura, de sólo tres o cuatro grados bajo cero. La nieve se derrite en los alféizares y en los balcones expuestos al sol. Todavía no empieza el deshielo, pero ya se acerca. Todo el mundo está afuera. Una especie de alegría primaveral flota en el aire.
Llegué en coche hasta las primeras casas de la Morskaya (calle del Mar). Ahora camino por Prospekt Nevski (principal avenida de Petrogrado). A eso de las cuatro de tarde, un poco cansada, subo al primer tranvía que pasa para ir a la Sadovaya (calle de los Jardines). Como siempre, el tranvía está atascado. Todo se ve normal. Sólo quizás una multitud un poco más densa va y viene a lo largo de las avenidas y su presencia se explica por la clemencia del clima.
Nada permite predecir que estamos a punto de vivir una revolución casi sin igual en la historia de la humanidad.
A la altura de la catedral de Nuestra Señora de Kazán, diviso una multitud enorme y oigo gritos. Todo el mundo empieza a agitarse en el tranvía. Intentamos ver lo que pasa pegándonos a las ventanas que siguen siendo en parte cubiertas por la helada.
Alguien dice: “Son los obreros de Putilov (el principal complejo industrial de Petrogrado que cuenta con 150 mil trabajadores) que están en huelga y reclaman pan. Fueron a manifestarse ante la Duma (Parlamento) y ahora regresan a sus barrios”.
Aún no lo sabemos, pero es precisamente con esa huelga y esa marcha del hambre que empieza la Revolución (de febrero).
Casi de inmediato la policía montada rodea los tranvías y los obliga a detenerse. Cosacos con fusiles al hombro y sables en mano llegan corriendo. Serios y muy dignos, los huelguistas avanzan escoltados por la policía. La multitud los sigue, gritando “¡Hurra!”
Me bajo del tranvía para mezclarme con la gente. Es como un día de fiesta. No se percibe la mínima sombra de inquietud en los rostros. Se oyen muchas reflexiones, todas a favor de los obreros: “¡Tienen razón!”, “¡Hay quienes esconden la harina!”, “¿Por qué la vida es tan cara si en Rusia hay de todo?”… “¡Ya no aguantamos más!” (…)
[caption id="attachment_508532" align="aligncenter" width="702"] Protestas en Petrogrado. Foto: Cortesía de la Embajada de la Federación Rusa[/caption]
Sábado 25 de febrero. Los periódicos ya no salen. Empeora la situación. Patrullas prohíben cruzar los puentes del Neva cortando toda comunicación entre los distintos barrios de la ciudad. Se impide la circulación de los tranvías. Enfrentamientos violentos estallaron en los barrios más populosos, como los de Petrogradskaya-Sterana o de Vasiliewsky-Ostrow.
En este último barrio un oficial irrumpió en una fábrica en la que los obreros llevan una huelga de brazos caídos y ordenó a sus hombres que abrieran fuego para romper la huelga. Los soldados se negaron a obedecer. El oficial sacó su pistola e hirió a tres obreros. La multitud se precipitó para lincharlo… Se salvó de milagro. Un incidente similar ocurrió en la fábrica de tabaco Laferme, donde hubo un muerto. Los obreros expusieron el cadáver de la víctima en el patio de la fábrica e invitaron a la multitud a rendirle un último homenaje.
Aumenta la excitación. Se saquean y destruyen tiendas… Cada hora nos acerca a lo inevitable: el ejército empieza a tomar partido por el pueblo. Sólo la policía y los gendarmes siguen fieles al zar (…)
Domingo 26 de febrero. Todos los ministros, salvo Alexander Protopopov, renunciaron. ¡Rusia sin gobierno!
Timbra el teléfono. Alguien nos da una noticia importante: Mijail Rodzianko, presidente de la Duma, acaba de enviar un telegrama al zar, quien se encuentra en la ciudad de Mohilev, a 600 kilómetros de Moscú, con el Estado Mayor del Ejército. Me comunican su contenido:
“La situación es grave. La anarquía impera en la capital. El gobierno está paralizado. Desorden completo en los transportes y el abastecimiento de víveres, escasez de madera para la calefacción. Crece el descontento general. Disparos desordenados en las calles. Tropas se disparan unas a otras. Urge confiar la tarea de formar un nuevo gobierno a un hombre que inspire confianza a todo el país. Urge actuar. Todo atraso significa muerte. Le pido a Dios que la responsabilidad de esa hora no recaiga sobre quien lleva la corona”.
El presidente de la Duma comunicó ese mismo telegrama a todos los jefes de las Fuerzas Armadas pidiéndoles su apoyo.
Por la tarde sacamos lámparas de aceite y llenamos baldes de agua porque tememos cortes de luz y agua.
En la noche recibimos una nueva llamada telefónica: es “mi secretario” que corre por toda la ciudad cuando no está conmigo y me mantiene al tanto, a veces hora por hora, de los acontecimientos. Ya empezaron los problemas graves. Ametralladoras barren las calles. Crece la excitación minuto tras minuto. El pueblo reclama la dimisión del zar.
Un choque muy duro ocurrió en la plaza Znamenskaya entre el pueblo y la policía. El jefe de la policía murió en el enfrentamiento y más de 40 cadáveres yacen en la plaza. Se dispara desde las ventanas y los techos del Hotel del Norte. Frente al hotel, la estación Nicolás está en llamas.
Alexander Rodzianko envió un segundo telegrama al Zar:
“Empeora aún más la situación. Urge tomar decisiones inmediatas. Mañana será demasiado tarde. Llegó la hora suprema en la que se van a resolver el destino del país y de la dinastía”.
Lunes 27 de febrero. Ya empieza la tragedia. Es sangrienta. Tomaron el arsenal de armas y mataron a su gobernador militar, el general Matusov. El Palacio de Justicia está en llamas.
A un suboficial que dio la orden de disparar contra la multitud sus propios soldados lo mataron a sablazos en Prospekt Litieny mientras subía las escaleras de una casa en la que buscaba refugio. Enfrentamientos sangrientos estallaron en los barrios populares de Voborskaya y de Petrogradskaya-Sterana. Duras batallas entre la policía y la multitud que se apoderó de las armas del arsenal. Se asesinó a un general justo frente al hotel Europa.
Llega “mi secretario”. Los revolucionarios asedian el Palacio de Invierno. La ciudad está alborotada, me dice. Reproduzco su testimonio:
“La multitud y las tropas rebeldes llenan Prospekt Litieny. Hay combates. Se oyen gritos, órdenes, disparos. Las balas chasquean al rebotar contra los muros o explotan en las ventanas. Los vidrios vuelan por el aire. Palabrotas de los hombres, gritos de las mujeres, huida desordenada de la gente aterrada, heridos que caen y la gente pisotea (…) Frente al arsenal, el Palacio de Justica incendiado se ve como una gigantesca antorcha” (…)
Nos llegan más noticias. Los revolucionarios requisan los autos guardados en los estacionamientos de las casas o los que pasan por las calles. Confiscaron así tres vehículos del almirantazgo. Una batalla sangrienta estalla alrededor de uno de ellos, que provoca más de 60 víctimas, entre muertos y heridos.
A las ocho de la noche se oye un tiroteo en nuestro barrio que hasta ahora había estado tranquilo. El enfrentamiento ocurre bajo nuestras ventanas. Apagamos las luces para no servir de blanco. Todas las luces de nuestros vecinos también están apagadas. No entendemos lo que pasa fuera (…) Se intensifica el tiroteo. Gritos desgarran la noche. Gente y sobre todo mujeres huyen corriendo. Nos asomamos otra vez a la ventana: los revolucionarios atacan el cuartel de la Guardia Marina. Están desplegados en el puente, a lo largo del canal y en las calles de los alrededores. Durante un tiempo el tiroteo se hace aún más denso y de repente suena un gigantesco “¡hurra!” Casi en ese momento llega a la casa un marinero amigo nuestro. Está lívido y sin aliento. Nos cuenta la escena a la que acaba de asistir:
“A eso de las siete de la tarde los revolucionarios se juntaron frente al cuartel y platicaron largamente con los marineros. ‘Hermanos –les dijeron–, ríndanse, no queremos un baño de sangre’. Los marineros se negaron. Entonces los revolucionarios abrieron fuego. La resistencia fue breve”.
El ¡hurra! que escuchamos fue el del pueblo que saludó la rendición de los marinos. Murieron tres oficiales. Ahora, según afirma, los revolucionarios, seguidos por la multitud, se aprestan a atacar el cuartel de la Flota del Báltico que se encuentra a la izquierda de nuestro edificio, sobre el canal del Moika (…)
[caption id="attachment_508533" align="aligncenter" width="1200"] Tropas revolucionarias atacan a la policía zarista en febrero (marzo) de 1917. Foto: Internet Archive[/caption]
Martes 28 de febrero. El cuartel de la Flota del Báltico no pudo hacer nada contra los vehículos blindados y acabó rindiéndose esta mañana. Hay unos 50 muertos. Ahora las calles están llenas de marinos armados. Buscan y persiguen a los policías que intentan refugiarse en las casas. Son ellos los que más resentimiento despiertan. En Rusia no hay institución más odiada que la policía.
Ahora el pueblo se venga. En Petrogrado todas las cárceles y todas las delegaciones policiacas están en llamas. Y si se incendió el Palacio de Justicia fue porque el pueblo lo consideraba la fortaleza de la policía, exactamente como la Bastilla era el símbolo de la tiranía para el pueblo de París.
Después de la destrucción de los edificios llega la hora de la cacería de policías. Escenas trágicas se llevan a cabo al lado de nuestra casa. En un puentecito cercano se vislumbran doce cadáveres de gardavois (policías) despojados de toda su ropa que yacen desnudos, expuestos a la vista de todos. Se requisan las casas que rodean al cuartel en busca de policías. Hay quienes intentan incendiar el establecimiento de baños públicos en el que gardavois siguen resistiendo (…)
Una vez más nos asomamos a la ventana y de repente vemos algo espeluznante: una tropa de soldados blandiendo sus espadas. Los acompañan mujeres exaltadas y obreros y campesinos que llevan pistolas. Irrumpen en el patio de edificio. Insultan, golpean y casi matan al dwornik (celador) que intenta cerrarles el paso.
Alguien seguramente sospechó que policías están escondidos en nuestro edificio y ese centenar de hombres armados, algunos tomados, se arrogan el derecho de requisarlo. El alboroto se hace amenazante. Se oyen tres disparos y las mujeres señalan las ventanas de nuestro departamento. La tropa pega alaridos y se precipita hacia la escalera de servicio disparando de nuevo (...)
La tropa armada toca a la puerta de la cocina. Guiorgi, el marinero que nos visita, abre. Y con los brazos en cruz les dice: “¿Qué quieren? No escondemos a nadie. Soy uno de ustedes. Si hubiera alguien sospechoso aquí, les avisaría…” Paula, la mucama, también los serena. Poco a poco la tropa se tranquiliza. Sólo sigue amenazándonos un soldado ebrio que acaba divirtiendo a todo el mundo. Espadas y bayonetas bajan al patio y desaparecen… Estamos a salvo (…)
Seis de la tarde (…) Lo que veo es a la vez siniestro y grandioso. Un gigantesco triángulo de fuego se va dibujando en la noche: a la izquierda arde la cárcel, a la derecha arde la oficina de correos y, más allá, en la cima del triángulo, el palacio de un alemán, el conde Fredericks, exministro del zar, que el pueblo incendió después de haberlo saqueado (…)
Nueve de la noche. Toda la ciudad está en manos de los revolucionarios. Las tropas de la Duma ocupan ahora el Palacio de Invierno. El pueblo exige la abdicación del zar. Se oyen voces que gritan “¡Abajo la guerra!”, pero son sólo algunos socialistas turbulentos o provocadores.
Jueves 1 de marzo. Noticias alarmantes llegan de Kronstadt. Los marinos insurgentes perpetraron una verdadera masacre de oficiales. Los mismos hechos espantosos parecen haber ocurrido en Reval (Tallin, capital de Estonia) y Helsingfors (Helsinki, capital de Finlandia que, al igual que Estonia, pertenecía al Imperio Ruso). Explosión de venganza –explican los revolucionarios–, contra una disciplina despiadada y contra quienes la aplicaban empeorándola (…)
Se decidió deponer al zar. Luego se dio la orden de detener el tren en el que viajaba de regreso a Petrogrado para obligarlo a cambiar de destino. Es la Duma la que exige su abdicación en favor del gran duque Alexis y la entrega de la regencia al gran duque Mijail Alexandrovich, hermano del zar. Una Asamblea Nacional Constituyente, integrada por diputados de todas las provincias del país, será convocada después de la guerra para elaborar una nueva Constitución.
[caption id="attachment_508530" align="aligncenter" width="702"] Nicolás II. Bajo custodia de los rebeldes. Foto: Cortesía de la Embajada de la Federación Rusa[/caption]
5 de marzo. Se acabó la crisis. Por lo menos acabó su fase más aguda. No más gritos. No más tiroteos. Uno se va despertando … ¿De un sueño? ¿De una pesadilla? Ya no se sabe. ¡Nos tocó vivir una vida tan intensa, a veces espantosa, a veces entusiasmante!... Todavía nos sentimos aturdidos (…)
Cerca del río Moika llaman la atención coches llenos de milicianos y soldados que circulan a toda velocidad. Remplazaron los fusiles y las ametralladoras por bultos de papeles impresos que reparten al vuelo por toda la ciudad. Numerosos brazos se tienden para atraparlos y se arman alborotos para alcanzar uno cuando caen al suelo. Algunos transeúntes inclusive no vacilan en tirarse en la nieve y cubrirlos con su cuerpo... No es para menos: esos impresos son la única fuente de información disponible ya que aún no se publican los grandes diarios.
La hoja de la que logramos apoderarnos es el número 9 del periódico Izvestia, órgano del soviet de los obreros de Petrogrado, que sale diariamente gracias a la entrega a la causa revolucionaria de los tipógrafos.
El diario publica la noticia de la renuncia de Mijail Alexandrovich al trono de su hermano Nicolás II. Ya se sabía. La gente lee el texto y lo comenta con obvia satisfacción (…)
15 de marzo. A partir de las seis de la tarde la circulación se interrumpe, las fábricas cierran y las tiendas bajan sus cortinas metálicas, pues a los maquinistas, los obreros y los empleados les urge atender sus reuniones y mítines. ¡Y pronto empieza la fiesta revolucionaria! Inútil hablar de la guerra que sigue o del trabajo que debe realizarse… Nadie escucha.
“Un pie en la fábrica y el otro en la calle”, es el nuevo lema.
Apenas afuera del trabajo, cada quien corre en el barro del deshielo. No hay barrio que no tenga su sala de reunión y sus oradores. Muy a menudo los mítines acaban en concierto. Todos los artistas se enorgullecen de participar en estas pachangas revolucionarias.
Hay una atmósfera incandescente en las salas de reuniones, una atmósfera de noches de victoria.
¡Libre! ¡Libre! ¡Uno se siente libre! De todas partes surge esa palabra svobodia (libertad) o esta otra palabra tavarich (camarada).
27 de abril. Las peores noticias llegan del frente de guerra. Se multiplican deserciones y confraternizaciones.
Durante las primeras semanas de la Revolución, los oficiales y los soldados que llegaban a la ciudad en representación de sus camaradas elogiaban el patriotismo y la firmeza de las tropas. Las divergencias políticas y los enfrentamientos entre partidos que percibían en la capital los llenaban de asombro y temor.
Poco a poco el proceso de desintegración que afecta a Petrogrado se infiltró en las demás grandes ciudades del país y luego llegó al frente de guerra. Algunos diarios, como la peligrosa Pravda, de la que circulan diariamente centenares de miles de ejemplares en el frente de guerra y en los cuarteles, sembraron las semillas de la rebelión. Se aflojo la disciplina. Los soldados empezaron a organizar mítines, a hablar de política, a discutir las órdenes de los jefes (…)
Luego surgió la cuestión del reparto de las tierras. Arriesgar su vida en el frente de guerra implicaba no beneficiarse de ese reparto (…) Los alemanes aprovecharon hábilmente la situación y suspendieron sus ataques. Enseguida empezaron las deserciones. Durante algunas semanas los trenes estaban atascados de soldados que regresaban a sus pueblos. Hoy el porcentaje de soldados presentes en el frente oscila entre 20% y 30%. ¡El número de desertores alcanzaría un millón!
Finalmente se dieron las confraternizaciones. Después del “Llamado a todos los socialistas”, de Lenin, los soldados creyeron en la paz universal. Estaban cansados de la guerra. En los tres últimos años los soldados dejaron de ser hombres para convertirse en material de guerra. Y de repente los bolcheviques les hablan de libertad y paz. Los alemanes no perdieron tiempo y crearon los regimientos de confraternización integrados por militares que hablan más o menos ruso. Empezaron las visitas entre trincheras alemanas y rusas, el intercambio de aguardiente por pan, de carne por jabón (…)
[caption id="attachment_508534" align="aligncenter" width="1200"] El frente ruso. Rendiciones y deserciones. Foto: Sueddeutsche Zeitung Photo[/caption]
27 de mayo. Hoy es el Congreso del Soviet de los Diputados Obreros en el que Kerenski (Alexander, principal figura de la Revolución de Febrero y en ese momento ministro de Defensa) va a pronunciar un discurso. Apenas abierta, la sala se llena. Empieza el congreso. De inmediato la atmósfera se siente apasionada y algo extraordinaria. El ministro Tsereteli (Irakli, figura destacada de los mencheviques) está en la tribuna. Explica hasta qué punto es difícil consolidar el poder sobre bases duraderas.
Dice: hoy en Rusia se da una lucha vehemente para acceder al ejercicio del poder, pero al mismo tiempo no hay un solo partido dispuesto a asumir ese poder.
–¡Sí hay uno! –grita una voz.
Es la de Lenin. Está sentado en las primeras filas con su esposa, Krúpskaya, y algunos líderes del maximalismo (radicalismo, según la terminología de la época).
–No lo dudo, camarada Lenin –replica Tsereteli.
Ese breve intercambio de palabras produce sobre el público el mismo efecto que las primeras banderillas que clava el torero al inicio de una corrida. Crecen la atención y la excitación a medida que se presienten futuros enfrentamientos.
[caption id="attachment_508535" align="aligncenter" width="1200"] Alexander Kerensky. Líder del gobierno provisional. Foto: Mary Evans[/caption]
–Se intenta formar una mayoría –sigue Tsereteli–, pero al mismo tiempo se hace todo para impedir que eso se lleve a cabo. Se acusa al gobierno de estar integrado por capitalistas. Los bolcheviques pretenden que no hay diferencia alguna entre el gobierno de coalición y el que encabezó (hasta abril de 1917) Pável Miliukov (…)
De repente Lenin se levanta. Ese simple gesto provoca una fuerte impresión. Toda la sala se levanta. Hay quienes se empujan para avanzar y estar cerca de las primeras filas.
Lenin, muy pálido –¿es el efecto de la emoción?–, se lanza en un discurso confuso en el que se empantana: frases inconexas, fórmulas demagógicas. A veces se muestra irónico para conciliarse con el soviet de los delegados obreros, a veces se remonta a la Revolución Francesa, luego vuelve al gobierno provisional. Y bruscamente se destapa:
“Hay que pasar de las palabras a los hechos –grita–. Nuestro partido no rechaza el poder. Por el contrario, está listo para tomarlo en cualquier instante. Considero que ningún partido que se lanza en política puede rechazar el poder”.
Después de ese preámbulo, el famoso líder maximalista expone su programa de reformas económicas y financieras, programa de los más simple e inclusive simplista: detener a decenas o varias decenas de capitalistas y mantenerlos presos tal como se hace con el zar Nicolás Romanov. Sólo así se podrá aclarar el origen de su enriquecimiento. Insiste Lenin: “Hay que detener a los capitalistas. Sin eso, todas las palabras resultan vanas”.
Luego declara inadmisible lo que hace la democracia revolucionaria con Finlandia y Ucrania. Afirma: “Si quieren separarse de Rusia, pues que lo hagan”. Finalmente se pronuncia sobre la ofensiva que las fuerzas rusas acaban de lanzar contra Alemania en el frente de guerra. Su declaración es breve y contundente: “¡La ofensiva que se da en ese momento es tan sólo la continuación de la carnicería imperialista!”
Lenin se baja de la tribuna. Kerenski avanza hacia ella y sube (…)
–El señor Lenin –dice–, olvidó que un marxista que propone semejantes remedios para curar el mal de la sociedad no es digno de llamarse socialista, porque los procesos que preconiza son los de los peores déspotas asiáticos. El señor Lenin olvidó que en nuestra época la detención masiva de capitalistas sólo llevará a arruinar el desarrollo económico. ¿Qué más remedios propone usted aparte de la detención de capitalistas y de la separación de Finlandia y Ucrania? ¿La confraternización entre soldados rusos y alemanes? ¿Cómo explica usted que su política de confraternización coincida tan extrañamente con la línea de conducta del Estado Mayor alemán? (…)
Sigue el discurso del ministro de Defensa, interrumpido muchas veces por los maximalistas, y acaba en medio de una tempestad de aplausos y hurras. Los bolcheviques se retiran. Pero su actitud demuestra que, de ahora en adelante, nada podrá detenerlos. (Traducción de Anne Marie Mergier)
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Al ocurrir las revoluciones de 1917, Rusia aún utilizaba el calendario juliano, cuando en prácticamente todo el resto del mundo se usaba el gregoriano (la diferencia entre ambos es de 13 días). Los textos de este reporte especial utilizan las fechas del primero (juliano), pues con base en él se conmemora la llamada Revolución de Octubre.