cocaína

Así se fabrica y se exporta la cocaína colombiana (Video)

En el origen, jornaleros cosechan hojas de coca en una finca enclavada en la selva de Putumayo donde las convierten en pasta base; en el punto final, lancheros trasladan la cocaína como producto terminado a un manglar del Golfo de Urabá para ser destinada después a Panamá, México y Estados Unidos.
lunes, 28 de agosto de 2023 · 14:00

En el origen, jornaleros cosechan hojas de coca en una finca enclavada en la selva de Putumayo donde las convierten en pasta base; en el punto final, lancheros trasladan la cocaína como producto terminado a un manglar del Golfo de Urabá para ser destinada después a Panamá, México y Estados Unidos. Entre una y otra etapa existe una sofísticada y clandestina cadena de producción y distribución agroindustrial controlada por el crimen organizado. El corresponsal de Proceso en Colombia siguió paso a paso el proceso de este negocio que cada año genera unos 140 mil millones de dólares a nivel global.

PUTUMAYO, Col. (Proceso).– En fincas cocaleras como “La 8”, localizada en un punto remoto de la selva húmeda y caliente del departamento colombiano del Putumayo, al que sólo se llega a pie o a caballo, comienza un proceso agroindustrial de escala global cuyas diferentes fases están controladas de manera meticulosa por el crimen organizado.

Nada aquí, en “La 8”, llamada así por los campesinos porque para llegar a la finca hay que cruzar ocho largas colinas de cerrada vegetación, luce como un centro criminal, aunque según la ley colombiana los cultivos de hoja de coca son ilícitos y quien realice esa actividad se hará acreedor a una pena de entre ocho y 18 años de cárcel.

Como en cualquier predio agrícola, en esta finca hay jornaleros que vinieron a recolectar la cosecha de hoja de coca –“raspachines”, se les dice por aquí–; hay una cocinera que les da de comer yuca y arroz todos los días y un administrador que se encarga de que todo funcione.

También está la pareja del propietario de la finca, Lilia, quien lo supervisa todo, y “El Químico”, un maestro cocalero que conoce con precisión de alquimista cómo transformar la hoja en pasta base de cocaína.

Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés), Colombia es el principal productor mundial de cocaína y exporta cada año unas mil 400 toneladas de esa droga, 70% de lo que demanda el mercado global de ese alcaloide de efecto estimulante.

Con cinco hectáreas de sembradíos de hoja de coca, en “La 8” está por finalizar una de las tres cosechas que se levantan cada año. Ya sólo queda por recolectar un pequeño lote de media hectárea que no debe llevar más de dos días a los “raspachines” que están allí, en medio de una selva vaporosa de la amazonia colombiana, muy al sur del país.

El eslabón más débil

Luego de una jornada de sol a sol en la que “rasparon” 12 arrobas de hoja de coca, Santiago y su hijo David se acomodan en una hamaca extendida en el ambiente principal de la vivienda de la finca, que está hecha de madera y láminas de zinc y está asentada sobre vigas que la levantan un metro sobre el suelo. Es como un palafito en tierra firme.

Padre e hijo están acostados uno frente a otro, con las piernas entrecruzadas, y con ayuda de una lámpara de mano hacen cuentas en una pequeña libreta de la ganancia del día: a 10 mil pesos colombianos la arroba (una arroba equivale a 12.5 kilos), hoy juntaron 120 mil pesos entre los dos (28 dólares), lo que no los hace felices. 

“Y mañana va a amanecer lloviendo”, se queja David, un adolescente de 15 años que hace unos meses abandonó los estudios y que planea ser “raspachín” el resto de su vida, como su padre, aunque dice que tal vez aprenda a ser “químico”, como su difunto abuelo materno.

Los “raspachines”, como Santiago y David, son el proletariado de la industria de la cocaína y el eslabón más débil de una empresa ilegal que, según cálculos de la UNODC, genera cada año unos 140 mil millones de dólares a nivel global.

Esa actividad es el sustento de unas 250 mil familias campesinas colombianas y es el combustible que alimenta el conflicto armado y la violencia de las bandas criminales en los territorios cocaleros, como esta región del Putumayo donde está “La 8”.

Santiago y David saben que los cultivos en los que trabajan son ilícitos, pero como jornaleros agrícolas que son pesa más el hecho de que el “raspado” es el único sustento que tienen a la mano.

En la fase de cultivos, el tema de la coca no es un problema criminal, sino agrario y social. Tanto así, que el gobierno del presidente Gustavo Petro ha optado, en los hechos, por centrarse en el combate a las grandes estructuras delictivas y no perseguir a los pequeños productores.

La finca “La 8” no es tan pequeña, pero ni Santiago ni el administrador, a quien todos llaman El Mono, temen por ahora que la Policía o el Ejército irrumpan en sus helicópteros para capturar a todos y destruir los plantíos. Los que sí les causan terror, son “Los Sinaloa”, el grupo armado ilegal que controla la zona y que actúa como una “sucursal” del cártel mexicano de Sinaloa. También se hace llamar “Comandos de la Frontera”.

Santiago dice que él sólo viene a trabajar “humildemente” y que no sabe nada más. Pero intuye que la empresa criminal que maneja el proceso agroindustrial y logístico de la cocaína de exportación no sería nada sin el trabajo de los campesinos.

“Este negocio es muy grande, pero comienza con la mata (de coca), sin la mata no hay nada”, asegura.

La decena de “raspachines” que permanecen en la finca ya están desesperados por regresar con sus familias.

Osito partirá al día siguiente. Tuvo jornadas muy productivas y ya juntó lo suficiente, el equivalente a unos 300 dólares (25 dólares más que el salario mínimo mensual en Colombia), para llevar al hogar. Descansará una semana y luego se irá a recolectar café.

El Nari, un indígena del departamento de Nariño, caminó por la tarde durante cinco horas hasta encontrar señal de celular para llamar a su esposa. Regresa mojado y taciturno, acompañado por uno de los perros de la finca. El Mono le encarga hacer “la soda”, como le llaman al bicarbonato de sodio cocido que se usa para la fabricación de pasta base de cocaína.

El Nari vacía varias bolsas de bicarbonato en una olla que pone al fuego de leña mientras remueve constantemente el polvo blanco con una pala de madera.

“No dejes de mover porque, si no, se corta”, le dice El Químico desde una mesa en la que comparte con los jornaleros y con El Mono.  

Por las noches los jornaleros se distraen contando historias de aparecidos, de sus amores, de sus parrandas y de prostitutas memorables de los pueblos cocaleros en los que han andado. Algunos se van a bañar a un río que cruza a unos 200 metros de la vivienda, ladera abajo.  

Al día siguiente, muy temprano, “La 8” está llena de fango. Llovió toda la noche y, en medio de una llovizna persistente, el sol apenas irradia su proximidad, lo que no es obstáculo para que todos comiencen sus labores.

Los “raspachines” se van a la parcela que queda por recolectar y extienden unas mantas hechas de costales en las que van arrojando la hoja de coca que raspan. Es un oficio de precisión, fuerza y resistencia, en el que se destacan los hombres más maduros, como Santiago, El Nari y un “raspachín” al que le dicen El Mueco (chimuelo) porque le faltan varios dientes.

Fragmento del reportaje publicado en la segunda edición mensual de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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