Guerra en Ucrania
La rendición de un símbolo
Mariúpol resistió heroicamente durante semanas de ofensiva rusa. Pero finalmente cayó la semana pasada, pese a que la población ucraniana apoyó con todo al batallón Azov, de oscuros orígenes ultraderechistas, pero reivindicado por su resistencia.Mariúpol resistió heroicamente durante semanas de ofensiva rusa. Pero finalmente cayó la semana pasada, pese a que la población ucraniana apoyó con todo al batallón Azov –de oscuros orígenes ultraderechistas, pero reivindicado por su resistencia–. La población local observó cómo los combatientes eran sometidos en esta ciudad, clave en los planes de Moscú para establecer un corredor entre Crimea y el Donbás.
JÁRKOV, Ucrania (Proceso).– Para Ucrania, la asediada acería Azovstal, en la arrasada Mariúpol, fue un símbolo: el último foco de resistencia en una ciudad ya tomada por las tropas rusas.
Al batallón Azov, nacido en 2014 como un grupo de extrema derecha –que luego vivió una reconfiguración interna para deshacerse de los miembros más radicales– y que ha sido parte activa de la resistencia ucraniana en Mariúpol, se le perdonaron hasta sus orígenes.
Gran parte de los ucranianos se unieron, apoyándolos, ante un desesperado aguante que duró aun cuando estos combatientes ya no tenían posibilidad alguna de vencer a sus rivales. Las mujeres y familias de algunos de estos luchadores incluso viajaron a Roma, fueron escuchadas en una audiencia pública por el papa Francisco, a quien pidieron interceder por sus seres queridos. Otros familiares también pidieron la intermediación del presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan. El gobierno ucraniano le rogó a organizaciones internacionales ayuda para su evacuación.
Todo esto, sin embargo, se fracturó durante la semana. Los gobiernos ucraniano y ruso pactaron la entrega de los combatientes supervivientes de la acería –después de las evacuaciones de civiles ocurridas en los días previos– para que pudieran salvar sus vidas.
El presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, dijo que su país quería a “sus héroes en vida”, y el Estado Mayor de Kiev afirmó que ya habían “cumplido con su misión”; tanto uno como los otros evitaron usar la palabra “rendición”.
Por su parte, en información difundida por los medios rusos, Rusia aseguró que tratará a los capturados como “prisioneros de guerra”. Aunque, acto seguido, un parlamentario ruso afirmó que los batallones de Mariúpol “no merecen vivir”, lo que generó todo tipo de especulaciones sobre si Moscú cumplirá su acuerdo con Kiev.
Así, poco a poco, durante la semana, centenares de integrantes de estas fuerzas ucranianas empezaron a salir de la acería, cabizbajos, para ser revisados por las fuerzas rusas; se desconocen, sin embargo, sus condiciones de vida en estos momentos.
La población ucraniana asistió estupefacta al suceso, por ser Mariúpol una ciudad estratégica para Rusia, pues su toma definitiva es un paso más hacia la posibilidad de que Moscú abra un corredor que le permita controlar una franja terrestre desde Crimea –la península de Ucrania anexionada por el Kremlin en 2014– y el Donbás, región que integran Donetsk y Lugansk, donde las milicias prorrusas iniciaron el levantamiento hace ocho años y donde en las últimas semanas se han intensificado los combates, en particular en los alrededores de Sievierodonetsk, Sloviansk y Kramatorsk.
Hasta ahora, el conflicto allí no le ha permitido a Moscú tener el control sobre todo el territorio de estas dos provincias ucranianas. El cambio podría llegar si los rusos siguen, como lentamente está ocurriendo, avanzando en la zona.
De hecho, la entrega de los últimos de Mariúpol, como algunos han llamado a los que han luchado en esta ciudad, coincidió también con una intensificación de los combates entre rusos y ucranianos en las zonas aún bajo control ucraniano en el Donbás, donde ya hay áreas completamente destrozadas, y gran parte de la población ha huido.
Es el caso de Kramatorsk, una ciudad prácticamente fantasma, pero también de decenas de pequeñas aldeas que, con el inicio de la invasión rusa de Ucrania –y más aún con el comienzo de lo que el Kremlin ha llamado segunda fase de su ‘operación militar especial’ en Ucrania–, se han quedado prácticamente sin habitantes.
Allí desde 2014 la guerra ha estado cerca, pero en las últimas semanas el conflicto ha afectado directamente la vida de miles de civiles. En cambio, en otra ciudad, Jersón, la primera gran ciudad que cayó en manos rusas, ubicada en el sur del país, hay informaciones encontradas sobre bolsas de resistencia que estarían impidiendo que la ciudad esté completamente bajo control de Rusia.
Pueblos arrasados
En paralelo, el desenlace de Mariúpol también ha coincidido con la retirada rusa de los pueblos más cercanos a la ciudad de Járkov. Allí, en aldeas como Malaya Rohan y Rohan, el panorama es ahora el de pueblos fantasma poblados sólo por ancianos que vagan por sus calles o charlan sentados en sillas de madera delante de casas derruidas.
Tipos uniformados también pasean por allí, mientras la artillería sigue y sigue a una distancia perceptible al oído, y los pocos automóviles que se atreven a circular –a velocidades inconfesables por estos caminos de tierra– zarandean por las rutas de este pueblo retomado por las fuerzas ucranianas después de semanas de permanecer bajo ocupación rusa.
La destrucción es visible en todas partes. Hay autobuses incendiados, helicópteros abatidos, centros de salud derruidos, colegios acribillados, viviendas que los vecinos han abandonado para vivir bajo tierra. Este es el paisaje que han dejado los combates en estos pueblos que han hecho de escudo a Járkov en los largos días en los que aquí llegaron las fuerzas rusas en el intento de asediar a la segunda ciudad más importante de Ucrania.
Vadim Polyak, un joven que tiembla al hablar, dice que los atacaron durante semanas por tierra y por aire. Lo hace delante de una cabaña agrícola que ahora es un revoltijo de cemento y hierros, y que está al lado de la casa que durante 40 años fue habitada por Valentina, otra vecina que también habla conmovida. En el salón del interior de la vivienda, en el segundo piso, no queda nada intacto. Se ve un gran agujero negro en una pared, cortesía del impacto de un proyectil, y otros restos de municiones están esparcidos por la habitación en medio de mobiliario también destrozado.
“Si no hubiese sido por los vecinos, habría sido peor. Vinieron corriendo y nos ayudaron a apagar el fuego. Los de al lado no tuvieron tanta suerte, su casa se incendió por completo después de ser bombardeada”, cuenta Valentina, al explicar que ella aquel día no murió porque estaba en el sótano de la casa. Vadim, que también trabaja en la administración municipal de Rohan, añade entonces que aún no logra asimilar lo que ha pasado. “Aquí no hay objetivos militares. Sólo muchas casas en las que hay personas que vivían en paz”, afirma.
“Todavía estamos en shock y tenemos miedo. No sabemos si volverán. Cuando oímos un ruido, enseguida nos escondemos, y parte de mi familia se fue a vivir a otro sitio”, continúa Valentina que, aunque parezca mayor, tiene unos 60 años. “Los ataques fueron muy fuertes. Ya en febrero las dos aldeas se quedaron sin agua ni gas ni electricidad”, advierte Vadim, al explicar que apenas ahora han empezado a hacer un primer balance de los daños y a planear cómo reconstruir lo dañado.
Este destello de vida, sin embargo, no es ajeno a la sustancial amenaza que aún se siente y se ve en los campos y carreteras de estos pueblos, cuyas tierras se recomienda no pisar ingenuamente, pues el peligro es que haya minas.
“A los vecinos les hemos dicho que en algunas zonas es mejor no pasar con los automóviles, aunque sí pueden ir caminando, porque lo que hay son minas antitanque que no son tan sensibles. En cualquier caso, hay que ir con cuidado”, explica un oficial, que en su automóvil ha cargado algunos restos de este armamento que se ha encontrado en la zona.
Y es que los habitantes que se han quedado –y los pocos que han vuelto– no se resisten a asomar la nariz después de semanas de vivir encerrados.
Natasha es otra superviviente que pasó semanas escondida en un húmedo sótano mientras las tropas rusas se encontraban en el pueblo de Malaya Rohan. Según cuenta, fueron días de estrecheces y miedo. “Si salíamos a buscar ayuda humanitaria, corríamos el riesgo de que nos mataran. Podía ver a los francotiradores desde la entrada de mi casa. Tres hombres fueron asesinados así. Un hombre caminaba con su hijo de cuatro años y también lo mataron”, explica, al señalar una casa más alejada desde la que, dice, les disparaban.
En esos días terribles, Natasha afirma que una mujer y una joven sufrieron violencia sexual. “Por eso ya estuvo aquí un investigador (de las procuradurías ucranianas que están indagando estas denuncias) y habló con los padres de una chica”, dice.
Otra anciana, que no quiere mostrar su rostro ni dar su nombre, mientras talla madera, cuenta que incluso pudo ver cómo las tropas rusas se resguardaban en un gran barracón, y accede a llevarnos hasta allí.
Dentro de este sitio, en medio de polvo y piedras, quedan los restos de esos días salvajes: trozos de uniformes, restos de comida enlatada, colchones de campaña, botas militares y lazos bicolores –anaranjados y negros– de San Jorge, un símbolo militar de la época zarista que aún usa el ejército de Moscú.
En la retirada de las tropas enviadas por Moscú, además, cuerpos de soldados rusos también han sido hallados en la zona.
Cifras de guerra
Las consecuencias del conflicto en Ucrania son visibles en las cifras más contrastables.
Según números de la ONU actualizados al lunes 16, 3 mil 668 civiles murieron ya en la guerra y 3 mil 896 han resultado heridos, la gran mayoría víctimas de bombardeos y ataques aéreos.
Sin embargo, la misma organización dijo que considera que estas cifras son posiblemente mucho más altas, debido a que no hay información verificable de las zonas donde los combates siguen activos, y otros informes están pendientes de ser corroborados. El número de soldados y milicianos muertos, en cambio, es con toda probabilidad mucho más alto, aunque los conteos ofrecidos por las autoridades rusas y ucranianas no han sido corroborados de forma independiente.
Y la guerra sigue sin perdonar a los centros hospitalarios. De acuerdo con cifras de la Organización Mundial de la Salud, actualizadas a esta semana, más de 200 hospitales, centros de salud y vehículos sanitarios sufrieron ataques en lo que va de la guerra iniciada por el presidente ruso, Vladimir Putin, en febrero. Ataques en los que también han muerto 75 médicos y enfermeros.
Otro daño es el económico. El de ciudades enteras que han sufrido ataques y de la infraestructura dañada y que, un día, tendrá que ser reconstruida.