Sudán del Sur
Sudán del Sur: Una década de independencia... y sólo guerras y hambruna
A poco más de 10 años de su independencia, tras más de cuatro décadas de una sangrienta guerra civil, Sudán del Sur tiene aún múltiples problemas, entre ellos los conflictos tribales y la corrupción rampante.A poco más de 10 años de su independencia, tras más de cuatro décadas de una sangrienta guerra civil, Sudán del Sur tiene aún múltiples problemas, entre ellos los conflictos tribales y la corrupción rampante. Y de acuerdo con el Programa Mundial de Alimentos, en el país africano más de 8 millones de personas sufren inseguridad alimentaria ocasionada por la prolongada sequía, resultado del cambio climático.
TEREKEKA, Sudán del Sur (Proceso).- Son pasadas las cinco de la mañana y el cielo en los extensos campos de sabana y pantanos que cubren el estado de Ecuatoria Central, uno de los 10 en los que se divide políticamente Sudán del Sur, comienza a pintarse de anaranjado, adelantando la salida del sol.
Jóvenes mujeres con collares y brazaletes de chaquira multicolor y niños de todas las edades se afanan recogiendo las montañas de excremento de vaca formadas durante la noche entre sus chozas de carrizos y ramas, con el fin de ponerlo a secar al sol y utilizarlo, cuando caiga de nuevo el día, como combustible para la fogata que ahuyenta mosquitos y, con ellos, el paludismo.
Atléticos adolescentes se abocan a bañar, con esmero y cuidado, a los omnipresentes vacunos con ceniza de su propio estiércol, remanente de las hogueras de la víspera, en un esfuerzo por protegerlos también de los aguerridos insectos. Hombres, mujeres y niños, siempre atentos al chorro de orina de la vaca, momento oportuno para lavarse las manos, el cabello y limpiar los utensilios de cocina, dado el alto nivel de toxinas del amarillento líquido, remedio milenario contra las infecciones en el corazón del continente.
Es la rutina diaria en uno de los muchos campamentos de ganado del abrumadoramente rural Sudán del Sur, apresurada por la sequía extendida y la creciente falta de tierras de pastoreo, consecuencia del cambio climático y los persistentes conflictos interétnicos.
“Antes (de la independencia) había una mayor estabilidad; los niños del clan podían asistir a la escuela, producíamos suficiente comida para todas las familias, había clínicas de salud de fácil acceso; todo ello, al menos, estaba garantizado. Hoy, con la independencia, libramos una batalla diaria incluso para sobrevivir. Enfrentamos guerras constantes y sin sentido en gran parte del territorio. Nos matamos unos a otros sin razón”, afirma, enfático pero sereno, Peter Koronit, un robusto ganadero perteneciente a la etnia mundari, uno de los más de 80 grupos étnicos que componen el mosaico humano y lingüístico del país esteafricano.
Sudán del Sur rebasa su primera década de vida independiente entre una guerra civil irresuelta, insuficiencia alimentaria y preocupante vulnerabilidad económica y climática.
La milenaria nación africana, cuya huella antropológica registra los primeros homínidos que recorrieron la faz de la tierra, es el Estado miembro de la ONU de más reciente creación y también, de acuerdo con sus índices de desarrollo humano, uno de los que enfrentan mayores obstáculos en su camino.
Desde que se inició su frágil y aún inestable proceso de autodeterminación, con el referendo de enero de 2011 –después del cual la independencia se hizo efectiva el 9 de julio de ese año–, en el que casi 98% de su población decidió escindirse de Sudán, el país africano ha acaparado la atención de la comunidad internacional, ya sea por su larga lucha por la independencia o por sus constantes y aún muy variados retos en lo político, lo económico y lo social.
Koronit, líder del clan homónimo, uno de la docena en que se divide la tribu mundari, está al frente de una cincuentena de familias y de cuatro campos pecuarios que en total suman cerca de mil 500 cabezas de ganado, entre ovejas, cabras y vacas, estas últimas las de mayor valor cultural, emocional y económico entre las etnias sudanesas del sur: motivo de conflicto y encono desde tiempos inmemoriales, pues la riqueza de un hombre, de su clan y de su tribu se mide precisamente en vacas.
Desde los años de la ocupación británica, en la primera mitad del siglo XIX, los enfrentamientos entre distintas etnias por control territorial para asegurar el libre pastoreo de sus animales han sido una constante que ni siquiera la anhelada independencia política ha logrado desdibujar.
Divisiones étnicas
“¿Por qué me preguntan mi tribu? ¿Acaso no soy yo tan de este país como él? Estoy cansado de este lugar, necesito ir a otro país en donde pueda realmente ser libre, en donde haya libertad de movimiento y pensamiento”, Isaac, un vendedor de 35 años de la etnia bari, que se dedica a recorrer las magras carreteras del país entre sus principales ciudades para abastecer a los comercios locales de electrodomésticos, se lamenta, en uno de los muchos retenes militares del camino, de la persistente inseguridad, que le requiere llevar siempre un escolta armado y, sobre todo, de la política identitaria impulsada por el gobierno, que en la narrativa habla de un país multinacional pero en la práctica se aboca, desde el poder, a reforzar las divisiones interétnicas, ensañándose con las minorías.
La firma en 2005 del denominado Acuerdo Global de Paz entre las facciones independentistas del sur de Sudán, encabezadas por el extinto líder de la patria, John- Garang, y el gobierno de Jartum, sentó las bases del referendo de 2011, de la autodeterminación de Sudán del Sur y del eventual dominio político y económico de la nueva nación por parte de su etnia mayoritaria, los dinka, a la que pertenecen el difunto Garang y su heredero político, Salva Kiir, presidente del país desde su independencia.
El estallido de la última guerra civil sudanesa, en diciembre de 2013, menos de dos años después de que el país se independizara, con el enfrentamiento entre Kiir, su etnia y seguidores, y los seguidores y paisanos del vicepresidente Riek Machar, de etnia nuer, la segunda más populosa del país, hizo evidentes las fricciones identitarias de la joven nación.
A cuatro años del cese al fuego, de la negociación de un acuerdo de paz auspiciado por Uganda y Sudán y de la firma de un instrumento para compartir el poder entre ambos grupos étnicos a mediados de 2018, tras un quinquenio en el que murieron alrededor de 383 mil civiles y cerca de 4 millones de personas fueron desplazadas o huyeron del país, de acuerdo con estimaciones de la organización Global Conflict Tracker, especializada en el análisis de conflictos alrededor del mundo, los testimonios de sus ciudadanos son el mejor espejo de que la realidad sudanesa dista mucho de la paz y la prosperidad prometidas.
Entre los mundari, pero también entre los lotuko, los zande, los toposa, los bari o los acholi, algunas de las múltiples etnias minoritarias de Sudán del Sur, la percepción es que los dinka y los nuer en el poder, ayudados por una excesiva militarización, un creciente autoritarismo y una impunidad y corrupción rampantes, a pesar de la continuada presencia de fuerzas de paz de las Naciones Unidas en el país, se sirven de su posición para infundir temor, fomentando una relación de mutua desconfianza entre las etnias nacionales que sólo sirve a los intereses de algunos.
Sin embargo, las dificultades a las que se enfrenta Sudán del Sur, a poco más de una década de vida independiente, no se limitan a los conflictos interétnicos, van, quizá, mucho más allá.
Trabas al desarrollo
“Tras la independencia, regresé con la esperanza de ayudar a que nuestro país renaciera de las cenizas, pero no ha sido nada fácil. Por un lado, una nueva guerra civil que nos roba cinco años, retrocediendo los pocos avances logrados, y por el otro, una clase política que no nos facilita las cosas a aquellos que hemos vuelto a Sudán del Sur como emprendedores después de vivir media vida como refugiados en el extranjero”, David Joog, un hombre dinka educado en Australia, a donde llegó como refugiado a inicios de siglo escapando de la guerra, no pierde la sonrisa mientras verbaliza sus tribulaciones, que muchos de su condición comparten en un país que, al parecer, no ha sabido aprovechar a su enorme diáspora, incentivando su vuelta.
Joog es dueño de una pequeña empresa arrendadora de autos en Juba, la capital sudanesa del sur, que entre su clientela cuenta a parte de la élite política y económica de la ciudad y a parte de la numerosa comunidad expatriada que trabaja en las Naciones Unidas y en organizaciones de asistencia humanitaria.
Subraya la excesiva burocracia, la corrupción y la incapacidad del gobierno sudanés de atraer y preservar el interés de posibles inversores foráneos como trabas para el pleno desenvolvimiento de su país, que de acuerdo con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo posee el índice de desarrollo humano más bajo de toda África Subsahariana.
“¿De qué nos sirve ser libres o independientes si no contamos con los derechos más básicos, como es el acceso a la salud?”, se pregunta Gabriel, un joven de 19 años y 1.96 metros, proveniente de la norteña ciudad de Rumbek, capital del estado de Lagos, mientras hace fila junto a docenas de otros muchachos y muchachas de varios rincones del país frente a la oficina de admisiones de la Universidad de Juba, fundada en 1975, con la esperanza de obtener una de las plazas que se ofrecen para el curso de otoño en la Facultad de Medicina.
Hambruna, conflicto civil y corrupción
De acuerdo con el más reciente informe del Programa Mundial de Alimentos (PMA) de las Naciones Unidas, en 2022 la inseguridad alimentaria en Sudán del Sur alcanzó los niveles más elevados desde que el país obtuviese la independencia, en 2011.
Esto, aclara el organismo multilateral, obligó a aumentar de manera significativa la respuesta humanitaria para combatir la hambruna en diferentes regiones de la nación africana, como consecuencia de la pandemia de covid-19, de la disrupción en las cadenas mundiales de distribución de alimentos, de la guerra en Ucrania (importante proveedor de granos en el continente) y de los ciclos de lluvia alterados por la emergencia climática.
Aun así, según la información del PMA, la situación sigue siendo grave en Sudán del Sur, donde cerca de 8.3 millones de personas, el equivalente a 75% de la población total del país, sufren inseguridad alimentaria grave; es decir, no alcanzan la ingesta diaria mínima de nutrientes requerida para garantizar su buen estado de salud. A ello hay que agregar el hecho de que 2 millones de mujeres y niños menores de cinco años padecen malnutrición severa.
Por otro lado, según el último reporte de la Misión de las Naciones Unidas para Sudán del Sur, establecida por mandato del Consejo de Seguridad de la organización al poco tiempo de consumada la independencia del país africano con el fin de coadyuvar en las tareas de reconstrucción y consolidación de la paz y ampliada desde el año 2013 a tareas de protección ciudadana, dada la renovada guerra civil que irrumpió entonces, entre enero y mayo de 2022, los continuos enfrentamientos interétnicos entre distintas facciones tribales, con sus respectivas filiaciones políticas, provocaron la muerte de 173 personas, desplazando a casi 44 mil civiles.
El informe, firmado conjuntamente por la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, señala además que graves violaciones a derechos humanos y múltiples abusos y violaciones al derecho internacional humanitario se cometieron en el mismo periodo en amplias zonas del país, incluyendo violencia sexual contra niñas y mujeres y secuestro de menores con la finalidad de incorporarlos a milicias armadas.
De forma paralela, en la edición 2022 de su índice de percepción de corrupción, la organización Transparencia Internacional, cuyo propósito es promover la transparencia, combatir la corrupción y fortalecer la rendición de cuentas y la integridad a todos los niveles y entre todos los sectores de la sociedad, ubicó a Sudán del Sur, a la par de Somalia, en el lugar 180, de un total de 180 países considerados en el índice, en términos de la corrupción de su sector público. Lugar en el que se mantiene como nación más corrupta del mundo desde 2019.
Para Gonzalo Sánchez Terán, director adjunto de Programas Humanitarios del Centro Internacional para la Cooperación Humanitaria, con sede en Nueva York, quien a lo largo de los últimos 20 años ha seguido muy de cerca la situación en Sudán del Sur, el país de África del Este “es uno de esos lugares que te parten el corazón”.
El experto en cooperación humanitaria considera que “el pecado original del país radica en la forma en que terminó la guerra civil original con la firma del Acuerdo Global de Paz de 2005, que de cierta forma fue impuesto por Estados Unidos, el cual leía la realidad de la guerra civil en términos de musulmanes del norte contra cristianos del sur y esa fue una lectura parcial, de buenos contra malos, que obvió las tensiones étnicas en el sur, resultado de la falta de cohesión territorial e histórica entre los diferentes grupos que habitan el territorio. Cuestiones que se dejaron, desafortunadamente, de lado por el objetivo inmediato de conseguir la independencia”.
Sánchez Terán alega que la guerra civil de 2013 fue resultado directo de esas tensiones irresueltas y argumenta que la respuesta de la comunidad internacional, hasta el momento, ha fallado, pues se adapta a un mapa de ruta que tiene establecido para todo tipo de conflictos, es decir, “en lugar de buscar soluciones civiles al conflicto, hace que los grupos combatientes se sienten (a negociar) y utiliza las elecciones como solución taumatúrgica, asumiendo que los países de repente se convierten en democracias por el simple hecho de celebrar elecciones”.
De acuerdo con el experto del Centro Internacional para la Cooperación Humanitaria, “la pobreza extrema, la persistente división entre grupos étnicos, la falta absoluta de rendición de cuentas de las fuerzas de seguridad, ejército incluido, y la extracción petrolera en el norte del país, envuelta en opacidad, saqueo y corrupción”, son elementos indispensables a tomar en cuenta cuando de entender la situación actual en Sudán del Sur se trata.
En el campamento vacuno del clan koronit la tarde empieza a pintarse de un intenso naranja rojizo, el sol da un último vistazo, dando paso al azul cobalto de la noche. Las más de mil cabezas de ganado vuelven ordenadamente de pastar, un coro de mugidos al que acompañan tambores batientes tocados por niños y ancianos. Los mismos jóvenes atléticos que las bañaron, al despuntar el alba, con ceniza, todos con su AK-47 al hombro, las guían de regreso, aunque cada una de las vacas, de largos e imponentes cuernos, parece conocer con precisión su lugar exacto de pernocta. “Dios nos juntó, tenemos que aprender a vivir uno al lado del otro”, suspira dando un hondo calado a su pipa el jefe Peter mientras cierra los ojos y gira la cabeza al cielo, como si viese estrellas, aunque sólo se advierten nubes.
En la noche nublada de Sudán del Sur sólo resta esperar la llegada del día.